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Inicio / Cuenteros Locales / aura_lunar / Memorias olfativas de un baño

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Mi madre fue una mujer obsesiva con la limpieza. Entraba a las habitaciones con su frase de todos los días, “¡Me enferma tu mugrero, me enferma!”. Cuántas veces no discutí porque ella acomodó mi librero, mi escritorio, mi recámara, “Deja, en mi caos hay orden y no encuentro nada cuando limpias y acomodas a tu manera".

Mi hermana heredó su obsesión, yo el desorden interno. Sentada frente al monitor de la computadora mis manos tleceaban rápidamente ideas, ahí en medio de hojas, libros, cuadernos y pensamientos, acompañada de un cenicero lleno de colillas de cigarro y una taza de café frío la veía ir y venir por la sala, la cocina, limpiando y lavando trastes en la madrugada, ella moviendo su pies tan rápidamente como mis dedos, bailando una danza con la escoba y los trapos, entre jabón y agua. Yo intentando terminar el reporte de lectura o el ensayo para el siguiente día.

Pensar en la casa inmaculadamente limpia me lleva a pensar en la mugre, en la suciedad, pero no en ese mugrero limpio de casa, ni en la suciedad de los lugares públicos o ajenos, no, pienso en aquella de los años infantiles, de la mugre de mi abuela.

Imágenes y olores en mi memoria viajan sin un tiempo preciso, recuerdos de historias, encuentros, despedidas, olores que se quedan en la piel adheridos y que sin aviso saltan en el momento inesperado. Puedo hablar de cada parte de la casa, pero siempre termino encerrada en el baño donde escribo, tener un espacio personal, el único inviolable de cualquier lugar.

Pienso que tal vez mi madre fue tan limpia como un acto de rebeldía a su árbol genealógico.

De niña pasaba los fines de semana en casa de mi abuela, me gustaba porque todo era caos, todo era a la inversa, mis abuelos dedicaron toda su vida a su negocio y lo que restaba a la familia, lo que terminó por dejar dos drogadictos, una madre sin marido y tres o cuatro medio bien casados, además de eso mi abuelo fue un pastor protestante evangélico conservador de la iglesia cristiana independiente pentecostés, es decir, quedarse en la casa de mi abuela a los diez años era toda una aventura.

Las habitaciones me parecían una casa abandonada, de esas de las películas de terror en las que de pronto sale el monstruo o el asesino, llena de trebejos, todo tan comprado desde hace mucho, incluso las cosas nuevas que llegaban en un instante se hacían viejas.

Elizabeth era la única que estaba en casa por las tardes, mi tía, mayor que yo por tres años, era la encargada de la limpieza, pero a esa edad lo que menos importa son los quehaceres de los mayores.

Ya dije que me gustaba ese caos de la casa donde siempre se podía encontrar un tesoro perdido bajo los sillones o alguna moneda para golosinas, pero la diversión se terminaba cuando mi vejiga me obligaba a buscar el baño, las paredes me asustaban, las manchas de la humedad dibujaban caras gritando y bichos que corrían sin cabeza y escapaban de los zapatos que los aplataban. Pero eso no era lo más desagradable, mi madre nos obligaba a poner papel higiénico al rededor de la parte superior de la taza, de cualquier baño que no fuera el nuestro, para evitar el contacto directo, eso decía arrugando la nariz como si un insecto le picara por dentro, pero en casa de mi abuela nunca había papel, en vez del acostumbrado rollo había un montón de periódico sobre la caja del sanitario, la sección amarilla sin la mitad de sus páginas era otra opción.

Un bote de pintura servía de cesto de basura, los papeles embarrados de mierda se desbordaban del bote y caían por el suelo amontonados unos sobre otros, las moscas volaban alrededor, el piso apenas aplanado y con gritas siempre húmedo era perfecto para dejar las huellas de lodo al entrar, cuando pasaba mucho tiempo mis zapatos se pegaban al suelo como un chicle, era gracioso el ruido que hacían mis pequeños pies intentando no pisar y el baño reteniéndome como una trampa para ratas.

El lavabo no servía, del tubo del desagüe caía el agua a otro bote colocado de bajo, de puntitas abría la llave del agua, un líquido que debía ser transparente, pero que no lo era, salía como un caracol que se arrastra y en su camino dejaba en mis manos el agua de un tinaco que jamás recibió la visita de una mano que limpiara y acariciara sus paredes enlamadas de olvido, mis calcetas, que eran el orgullo de mucha horas de tallar con cloro y zote para mi madre, se salpicaban cuando el bote debajo del lavabo comenzaba a derramarse agitando el asiento gris de su base, poco importaba ya, mamá no estaba.

Me aguantaba las ganas de orinar hasta no poder más. Cuidadosamente levantaba mi vestido de holanes evitando el contacto con tanta humedad, me sentaba rápidamente, esperaba con impaciencia que el chorro de pipí, así me decía mamá que debía llamarla, terminara de salir, me entretenía mientras tanto en mirar hacía arriba, el techo me asustaba tanto como las paredes, quizá porque eran una continuación de ellas, las esquinas llenas de arañas, de moscas atrapadas en sus telas, me asustaba y divertía, pensar en que esos insectos cairían sobre mí mientras orinaba me aterraba y hacía reír. Aguantar, sí, aguantar siempre hasta el último momento, aguantarse las ganas, aguantar la respiración para no inhalar tanta porquería, la taza amarillenta, como pintada al descuido por un surrealista que olvidó dentro toda clase de objetos metálicos ya oxidados, cartón en que gusanos decidieron vivir, y hasta alguna que otra disección humana, se tragaba mi mierda y mi orina, se tragaba todo lo que nadie quiere en su casa porque es socialmente inaceptable, ahí fue aparar todo, al baño de mi abuela, a ese cuarto sin puerta que gritaba su libertad al aire, al exterior de la casa. ¿Sabes a qué huele la mugre de un baño? El de mi abuela huele a tristeza mezclada con olvido, a rata muerta perfumada con "Paris Hilton". Describir un aroma es imposible, hay que olerlo, dejar que entre picando por la nariz, que la humedad mezclada con la tinta de imprenta del periodico y la mierda se metan en los poros abiertos por el calor del agua estancada, es dejar que un chorro de orina suene salpicando los miados de otros, que el humo casi invisible de la pestilencia se junte a tu piel de niña, de virgen y limpieza materna, que tus calcetas escolares se mojen en babas de tuberías, ¿a qué olía el baño de mi abuela? No lo sé. cuando no puedo aguntarme más y debo entrar a un baño público, la imagen olfativa no llega, es diferente porque ahí sólo huele, en el baño de mi abuela los olores vivían, danzaban conmigo, me esperaban los fines de semana, se acumulaban en todos los rincones, se fortalecían y me esperaban, sí, esperaban a mi naricita limpia para pegarse como se pegaba el sarro del interior de la taza del baño a las paredes de mis huecos nasales, se pegan esos olores y se hacían arañas enormes y ratas corriendo entre mis mocos, no sé a qué huele la mugre, debe ser a algo distinto a mí madre. Quizá huele a mi abuela.



Aura Luna

Texto agregado el 09-03-2008, y leído por 322 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
28-09-2008 insisto, en que en ti hay una madurez literaria y un estilo propio que no deja de sorprenderme, grande el texto! arcano20
31-03-2008 Que fuerza tienes para describir lo más burdo y hacerlo arte. Muy bueno Hubeca
15-03-2008 lo mejor de escribir en el cuarto baño es que nunca se acaba el papel y si no te gusta lo que escrbiste lo tiras y jalas patriciowk
10-03-2008 HOLA : esta descripcion me resulto maravillosa ,esta llena de sensaciones y por alguna cuestion me evoco un cuento de Stephen King " ese enorme hijo de puta". no recuerdo el nombre del cuento pero si el estilo de la descripcion y es muy parecido. Ojala corras la misma suerte como escritora aunque en nuestra lengua se hace bastante dificil. En suma me gusto mucho estar en este baño acompañandote. SALUDOS abrakan
 
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