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Inicio / Cuenteros Locales / cisco_marcos / 09_El círculo de Heaven (El Templo de Regeos)

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9. EL TEMPLO DE REGEOS

Era de nuevo mediodía, y cuando Miranda abrió los ojos, vio a María delante de ella, entonces sonrió
- ¡Al fin te has despertado! Ahora dime, ¿por qué no apareciste ayer? - dijo María
- El perro no apareció ayer. No debe aparecer todos los días - dijo Miranda aún somnolienta
- ¿Y qué has comido?, las provisiones vinieron conmigo a este lado del espejo - le preguntó María
- Bueno, Dean se acercó y trajo un poco de comida de mi pueblo - dijo Miranda con una sonrisa - ¿Y me has estado esperando?
- Claro ¿cómo te iba a abandonar? Quizás deberíamos entrar - dijo María. Miranda aún no se había fijado en su alrededor, se encontraba en un trozo de selva que parecía estar incrustado en una gruta, y en el extremo opuesto había un gran portón tallado en la roca, y en la parte más baja una pequeña entrada a lo que sería el templo de Regeos. Miranda observó las paredes exteriores del templo repletas de inscripciones en el idioma de los dioses. En la parte superior de la puerta, en letras bien grandes, estaban las doce letras del colgante de Dean, el poema de Regeos hacia Heaven.
- No, prefiero descansar, mañana iremos.
Pasaron la noche en la gruta. Al amanecer, María se levantó más temprano de lo normal, y dio un paseo por los alrededores de la cueva mientras saboreaba una manzana. Un ruido de pasos firmes la seguía y María se giró esperando ver a Miranda, sin embargo la que estaba tras ella no era Miranda, sino la Montoya, el ser que les había estado siguiendo todo este tiempo. María se quedó muda de golpe, y se le cayó la fruta al suelo. Se quedó petrificada en el sitio mientras la Montoya avanzaba hacia ella con un paso comparable al de las modelos. María sin embargo no se sentía hechizada, podría haber salido de allí corriendo en cualquier momento pero no quería, la curiosidad por aquel ser, era mayor que el miedo que pudiera tener.
- No tengas miedo, nunca le he hecho daño a nadie, y no te lo haré a ti – dijo la Montoya al llegar hasta María, María asintió indicando que escuchaba - Es cierto que hasta ahora siempre he impedido que nadie llegue a la Columna Albina. Pero matar no es mi estilo, yo no venzo, convenzo
- Nada me hará cambiar de opinión – dijo María temblorosa
- Tu objetivo se está cumpliendo María, las tribus Nanditas ya no son una amenaza para tu pueblo. Lo único que te haría feliz ahora sería estar con “El chico Fénix” ¿Me equivoco? – dijo aquel ser, y María se quedo petrificada al comprobar que ella tenia razón en sus palabras
- Orly... – Susurró María entre dientes - ¿Qué me ofreces...?
Entonces la Montoya puso la mano en el suelo, palpando la tierra, y cuando la alzó, sacó de las entrañas de la tierra una hermosa espada que poseía luz propia, resplandeciente, y que tenía una inscripción en idioma de los dioses con letras que parecían hermosas piedras preciosas de color azul oscuro.
- ¿Sabes qué hay después de la muerte? – dijo la Montoya
- El laberinto de Alkán... Dicen que puedes acabar en infinidad de sitios distintos para pasar toda tu otra vida... - dijo María mirando fijamente esa preciosa espada que parecía por un lado tan hermosa y por otro lado tan letal
- Exacto... y la espada que sostengo en mis manos es Atia. – dijo la Montoya - Se dice que aquel que muera en manos de esta espada, podrá encontrar el camino que desee en el laberinto, es muy poderosa, es capaz de matar incluso a los dioses.
- Me estas pidiendo que me suicide?
- Al fin y al cabo morirás algún día, y si no lo hace el filo de Atia te espera una otra vida repleta de soledad, una otra vida eterna y triste...
- Pero... no puedo morir todavía...
- Dime una cosa María, ¿Cómo ves a Atia? – preguntó la Montoya
- Es hermosa… pero no estoy segura de que esté afilada del todo, puede ser difícil y doloroso matar a alguien con ella.
- No todos ven igual a Atia, una persona llena de ganas por vivir la vería oxidada y desgastada, con grabados muy rudimentarios en ella, sin embargo tú no pareces verla así. No tienes nada que hacer en este mundo María, tus pueblos están ahora en paz, y tu felicidad está en otro mundo. María, puedo ver muchas cosas, y te aseguro que en este mundo sólo te espera tristeza y desesperación, nada de felicidad.
- Puedes guardarla, no pienso hacerlo – dijo María
- No lo has entendido, esta espada es un obsequio que te quiero hacer, es toda tuya. Lo que hagas con ella a partir de ahora sólo es cosa tuya. No perderás nada, no tienes por qué ser tú la que llegue a la Columna Albina, Miranda puede conseguirlo - dijo la Montoya, María cogió la espada y comprobó que al pasar de las manos de la Montoya a las suyas se había envainado sola, así que simplemente se la colgó de la espalda.
- Yo me he de marchar, pero quiero que sepas que estaré siempre bien cerca - dijo la Montoya.
Miranda se despertó, el cielo era claro, y al ver que no estaba María, salió a su encuentro. La encontró en el suelo llorando como nunca la había visto
- ¿Qué te pasa? – preguntó Miranda
- ¡Tú nunca lo entenderías! – dijo María
- Si crees que los demás no te entendemos, es que ni tú misma te entiendes... – dijo Miranda pausadamente
- Entremos de una vez a ese templo – dijo María incorporándose y secándose las lágrimas de la cara
El templo estaba oscuro por dentro, solo se alumbraba por una especie de luz interior, que iluminaba una densa niebla que había misteriosamente por el suelo. María y Miranda ni siquiera sabían qué debían hacer allí. Entraron en una sala mucho más oscura que la anterior, y con una neblina más luminosa de lo normal. Ellas dos estaban tan bien iluminadas como si estuvieran fuera del templo a la luz del día, era una sala bien extraña.
De pronto, una cegadora luz, apareció en el aire, y de ella, como desplegándose desde lo más ínfimo aparecieron un par de hermosas alas de fuego, muy distintas a las de la ninfa de invierno, pues las alas que tenían ahora ante ellas eran mucho más bellas. Y de la oscuridad entre las alas, apareció una preciosa figura de una joven a la que no se le podían diferenciar donde acababan sus ropas y donde empezaba su cuerpo. Su pelo estaba formado por largas rastas que le llegaban hasta la cintura, y cuando comenzó a hablar, su voz era tan preciosa que retumbaba en tu cabeza durante un tiempo. A María y a Miranda les flaquearon las piernas, pero al poco tiempo se acostumbraron a su presencia
- Soy Elhené, diosa del Destino y del Apocalipsis, bienvenidas a mi hogar: el templo de Regeos, donde descanso vagamente esperando la inspiración para escribir el libro del destino. No hace falta que os presentéis, pues yo ya sabía que vendríais, estabais destinadas a venir. Ambas tenéis un gran papel en el destino de este mundo, pero no en el sentido esperado, pero el destino puede cambiar, nada es imperecedero. Lamentablemente, mi deber es no dejar pasar a nadie al templo sagrado, y por lo tanto, a no ser que me hagáis cambiar de parecer, cosa que dudo, no os debo dejar entrar – dijo aquella joven. María desenfundó su espada dispuesta a luchar y entonces Miranda se quedó sorprendida al ver la espada, pues María no le había contado nada de su encuentro con la Montoya. Elhené ni se inmutó, Parecía conocerlo todo acerca de sus reacciones.
- No te hará falta eso, no te haré daño, pero los dioses me obligan a poneros un impedimento para llegar, y por ello, os retardaré todo el tiempo que pueda - dijo Elhené. Y María guardó la espada.
- ¿Por qué lloras, María? – preguntó Elhené
- ¡Yo no estoy llorando! – dijo María perpleja
- Exteriormente no, pero en tu interior tu llanto es tan fuerte que se percibe en otros mundos. Hace ya tiempo que lloras en silencio, pero últimamente tu llanto va en aumento. Tranquila, está escrito todo tu futuro en el Libro Del Destino, y te puedo decir que sufrirás mucho en el camino pero las diosas serán liberadas, y tu felicidad sólo la encontrarás en la muerte. Y tú Miranda, dentro de 42 días descubrirás un nuevo sentimiento en ti. Así que alegrad esa cara, que la alegría os llegará tarde o temprano, y cuando la encontréis será para siempre. Antes os hice reaccionar violentamente, y os pido perdón, espero que lo que os acabo de decir calme vuestra ira. Lo siento mucho…
Con esas palabras y con un resplandor de luz desapareció. Se quedaron confusas en la oscuridad, apenas podían tantear por donde caminaban. Continuaron adentrándose en el templo, y María le contó a Miranda todo acerca de su encuentro con la Montoya. Parecía que María estaba planteándose la posibilidad que le había ofrecido ella, y por mucho que Miranda le decía que no lo hiciera, ella seguía indecisa.
Caminando encontraron un largo pasillo con una luz al fondo, tardaron quizás horas en recorrerlo cuando finalmente llegaron a un enorme jardín. El más bello jardín que jamás habían visto, con un lago gigantesco en su centro y multitud de variadas y coloridas flores.
- Pasaremos aquí la noche - propuso Miranda, pero aquel jardín era muy extraño. Era como una ilusión, como si el jardín no hubiese estado allí en realidad y solo fuese fruto de su imaginación.
Llegó otro día y María y Miranda recordaban muy poco de lo que debían hacer ni de donde estaban. Una gran tranquilidad las invadía y no les apetecía salir de allí, su hambre siempre estaba saciada, y tenían la sensación de estar comiendo continuamente, sin poder recordar si habían comido en realidad. Se respiraba un aire aromático y tranquilizante. Perdieron la noción del paso del tiempo, pues no se podía saber con certeza cuándo acababan los días, cuando empezaban, ni cuando llegaron o se fueron. Para ellas era como estar en el paraíso, con frutas, bebida y comida de todo tipo. Había alguien más con ellas, pero para ellas es como si sólo existiesen ellas en el mundo. Después de varias semanas en ese jardín no recordaban nada de antes de haber entrado en él, pues estaban llenas de felicidad, tan felices como para olvidarlo todo. Esa era ahora su vida, sin ninguna relación con su anterior vida, y aquella les parecía la más real y placentera.
Llegó otra noche, y Miranda decidió dar un paseo en barca por el lago, donde había una densa niebla que amenizaba el ambiente. En avanzar un poco más con los remos giró la cabeza para admirar los jardines que dejaba atrás, pero en lugar de eso, en la parte trasera de la barca vio a una hermosa mujer que la miraba fijamente mientras se le caía una lagrima de felicidad por los ojos.
- ¿Quién eres? – dijo Miranda asustada por primera vez en aquel lugar
- Como has crecido desde la última vez que nos vimos...
- Yo a ti no te he visto nunca, aquí sólo vivo yo…
- No me dejaban venir a verte más que una sola vez, - continuó hablando la mujer - y he elegido este día, porque sabía que eras muy feliz...
- Madre... – dijo Miranda casi inconscientemente. La mujer asintió con la cabeza mientras sus lágrimas resbalaban por su cara
- Sé más fuerte de lo que he sido yo y no te rindas nunca, Miranda. No pienses nunca en las reacciones de tus acciones hija, sonríe y nadie te podrá negar nada, te quiero más que al resto de las vidas que me esperan por delante. – dijo la mujer, Miranda no paraba de llorar, no era capaz de pronunciar ni una palabra - Quiero volver a despertarme y verte durmiendo en tu cama, para retirarte el pelo de la cara y que cierres tus ojos para después abrirlos y enfadarte conmigo por quererte demasiado
Miranda comenzó a recordarlo todo de golpe: qué hacía allí, los años de infancia con su madre, y sobretodo a Shalia. Cuando alzó la vista secándose las lágrimas, su madre se había ido, se había ido sin despedirse de ella otra vez, y ahora sabía que no se podría despedir de ella nunca más.
Deprisa, Miranda remó hacia la orilla y cogió a María que había caído en un sueño tan profundo y feliz que era casi imposible despertarla. Junto a ella había también un joven, un hermoso joven que había estado con ellas todo este tiempo en el jardín. Miranda se compadeció de él y lo recogió también. Era incapaz de recordar si había alguien más allí. Con los dos en brazos, salió como pudo de aquel jardín, y encontró una de las entradas a una de las salas del templo. Al salir del jardín, éste desapareció sin dejar rastro alguno, pero ésta desaparición no la pudo apreciar Miranda, pues el cansancio que el jardín había estado escondiendo todo este tiempo, apareció de golpe nada más salir, y se quedó bien dormida.
Miranda abrió los ojos, y ya no sabía cuantos días podía haber estado durmiendo desde que salió del jardín. Sentía un fuerte dolor de cabeza y un entumecimiento en todo su cuerpo. María se despertó de la misma manera, pero todo lo vivido lo recordaba como un simple sueño.
- ¿Quién es ese? ¡Ese chico salía en mi sueño! – dijo María alarmada. Miranda le aclaró que nada de lo que habían vivido era un sueño, o por lo menos no estaban durmiendo mientras lo vivían. El joven todavía no había despertado de su sueño
- Es guapo ¿verdad?... – dijo María
- ¿No puedes dejar de pensar en eso? – le reprochó Miranda
- ¿Crees que habrán pasado 42 días? – preguntó con media sonrisa María y Miranda se sonrojó sin contestar.
Miranda se acercó bien a la cara de aquel chico
- Despierta... – le susurró. El chico abrió los ojos
- Tú... – murmuró el joven. Se incorporó y se acercó lentamente a Miranda, y cuando tenía su cara a menos de medio palmo de distancia, suavemente la abrazó.
-¿Cómo te llamas? - le preguntó Miranda
-Me llamo Reco, ¿y tú?
-Soy Miranda – dijo, mientras sus narices se tocaban, se quedaron un rato mirándose a los ojos y respirando aliento contra aliento hasta que rompieron besándose. Finalmente María les interrumpió
-Yo soy Maria, no hace falta que me saludes de ese modo - dijo riendo - Creo que más vale que salgas de este templo y esperes fuera
-Tiene razón, Reco, puede ser que te hagan daño aquí, espérame fuera, tenemos muchas cosas que hablar – dijo Miranda, y Reco, al que tan solo acababan de conocer, se marchó corriendo de allí.
Siguieron el pasillo del templo, no se dirigieron ni una palabra, Miranda estaba avergonzada por su comportamiento y María estaba muy ocupada pensando en el verdadero sentido del viaje. Llegaron a una habitación gigantesca con un gran pasillo que conducía a un enorme espejo situado en el centro de la habitación que reflejaba aquella sala. A ambos lados de la habitación habían cientos de miles de pergaminos encasillados en multitud de repisas, y a cada lado del espejo, dos altas antorchas de piedra que iluminaban la habitación con una llama más grande que ellas mismas.

Texto agregado el 11-03-2008, y leído por 69 visitantes. (0 votos)


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