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De un instante a otro todo lo que era dejó de ser. Todo lo que estaba dejó de estar. El silencio fue total, y la oscuridad lo cubrí todo. No hubo temor, pero tampoco alegría; no hubo sentimientos. Tan solo la nada que lo cubría todo; la nada y yo.
Si, solo yo sigo aquí y no entiendo por qué. Tal vez, como nunca fui nadie ahora lo soy todo. Ya no me veo, las sombras también me han cubierto, pero sé que aún sigo aquí. Sí, como Dios; soy todo y aleteo sobre las aguas. Pero a diferencia de Él, no puedo crear nada. No puedo soplar sobre las aguas y ordenar que se separen. Es más, no sé, siquiera, si el agua todavía existe.
Tal vez, solo sea cuestión de aprender y ser dios no sea más que un oficio. Si es así, tengo toda la eternidad para aprehender y aprender. Si, aquí ya no existe el tiempo.
Quién se lo imaginaría. Quién hubiera soñado alguna vez que yo, Marcos Maigiorra, tendría, al menos, la posibilidad de ser Dios. Qué gracioso.
¿Cómo será ser Dios? Será ser solo un recuerdo ¿cómo yo ahora?
Ya no me veo, desde ese momento ya no me he vuelto a ver ¿Seguirá existiendo mi apariencia, o se habrá desvanecido con todo mi ser? Aún me recuerdo. Recuerdo que nunca me atraje demasiado. Pero, a decir verdad, no me importaba. Nunca me preocupé por mi nariz, grande y siempre hinchada. No parecía parte de mi cara, pequeña y angosta, sino un accesorio de otro modelo colocado allí por razones de fuerza mayor o por un simple capricho. Además le quitaba a mis ojos negros todo tipo de luz propia. ¡Mis ojos! ¿Los tendré? ¿Me servirán de algo? ¿Seguirán rojos, inyectados en sangre?
Quise tocarme la cara, pero no encontré e movimiento, ni mi mano ni la cara. Algo me impedía moverme, pero no entendía que era. No le sería difícil mantenerme así. Siempre fui débil y pequeño. Nunca peleé por nada ni por nadie. Nunca encontré nada por lo que quisiera jugarme; nunca me importó nada.
Es, tal vez, por eso que ahora deba cargar con la cruz de que todo me importe. Me siento responsable de todo y por todo. Yo engendré a Hitler. No, yo fui Hitler, fui Atila, Maquiavello, Videla, Franco, Trumann y muchos otros; tal vez todos. Ellos fui yo y todos fueron mi culpa.
Soy el responsable de que la mitad de la humanidad halla matado a la otro mitad. Pero también soy el responsable de que los exterminados no luchasen por sus vidas.
Es extraño. Siempre le temí a la oscuridad. Recuerdo que de niño tenía terror cuando no podía distinguir si mis ojos estaban abiertos o cerrados. Al menos necesitaba que ese gran espejo colonial, ubicado frente a mi cama -totalmente incompatible con el empapelado, la colcha y las cortinas celestes-, irradiase algún destello de luz perdido. Con ese simple as me conformaba. Y ahora, mis ojos, si aún los tengo, ya no recuerdan el placer de ser lastimados por un as de luz.

Dejó de pensar. La nada lo cubrió totalmente. En ese silencio total, por primera vez en mucho tiempo entendió algo.
Sintió como ese vacío lo llenaba. Comprendió que amaba ese vacío. El amor lo cubrió en silencio.

Permaneció en silencio. Minutos, meses, años, siglos, tal vez; no lo sabía.
En el silencio total fue parte de la nada y el amor lo fue todo.

Una inmensa paz lo invadió. Todos sus temores habían desaparecido y él descansaba. Cerró los ojos, o al menos eso creyó, y se relajó. Repentinamente su letargo se vio interrumpido violentamente por un pensamiento que lo aterrorizó: no podía dejarse cubrir por la nada. Si Él era lo único que quedaba ¿qué sucedería si también llegase a desaparecer?
Pronto una alud de recuerdo llenaron esa paz, ese amor, ese vacío.
Entre todos sus recuerdos hubo uno que lo sorprendió: era gracioso, no lo recordaba. Es más, estaba seguro que nunca había vivido esa situación.
Era un pequeña plaza, el pasto verde estaba cortado muy prolijo y decorado por una gran cantidad de canteros llenos de flores de todos colores. Solo había dos bancos en esa bella plaza. En uno, estaba sentada una mujer; en el otro no había nadie. No había nadie más en toda la plaza.
Él la observó con detenimiento. Su pelo negro, largo y lacio, descansaba apaciblemente sobre sus hombros. Aunque aún quedaban las huellas de un cepillo pasado rápidamente por la mañana, tal vez, el desorden le había ganado al peinado varias horas antes.
Sus párpados se cerraban lenta y delicadamente. La suavidad de su piel, ni muy oscura ni muy clara, se fundía con el cuello de una blusa beige que apenas resaltaba. Inesperadamente ella giró la cabeza y lo miró. Al cruzarse sus miradas él la esquivó torpemente dirigiendo la vista a un punto indefinido; ella se rió, él lo notó.
Se sorprendió. Había supuesto que nadie podía verlo. Quiso hablarle. Pudo. Intentó llegar hasta donde estaba sentada, pero ni el movimiento ni su cuerpo aparecieron. Se desconcertó; solo podía mirarla y no se animaba.
De pronto desapareció dejó de recordarla; ya no sabía como era su cara, ni su pelo, pero no importaba porque tampoco recordaba que la había recordado. La nada lo cubría todo nuevamente.
Ciento de veces ocurrió esa escena. Primero la plaza, luego ella que lo miraba y después el banco para llegar nuevamente a la nada. Cuantas veces olvidó lo mismo ¿una, dos mil veces? Es imposible contabilizarlo. Solo podemos contabilizar lo que nos deja una marca, y el olvido, justamente, lo que hace es borra las marcas.
Hasta el más terrible de los fríos era incomparable con el suyo. Hasta el frío polar más duro se lo puede combatir si uno está preparado; o se muere y se lo deja de sentir. Pero el frío de la soledad en el alma es inmensamente más terrible; no hay muerte que lo aplaque ni abrigo que lo apacigüe.

La nada, esa inmensa y maravillosa cosa era lo único que le quedaba.
Creyó volverse loco, si ya no lo estaba, recordaba recuerdos ajenos y olvidaba los propios. Una de las tantas veces que observaba a la mujer, o tal vez fue la primera, o la única; no lo recordaba, notó en ella algo diferente. Cuando sus miradas se cruzaron el no logró desviar la suya. Esta vez sus ojos se clavaron en los de ella y no se movieron, y ella sonrió. Y él creyó devolverle esa sonrisa. Fue extraño, hacía mucho tiempo que no hallaba el movimiento de su boca, ni su boca. Sintió la tensión de los pómulos al sonreír, notó la leve presión que labios y dientes ejercían en el acto. Comenzó a mover la lengua y a sentir como la respiración rozaba sus cuerdas vocales; inmóviles por tanto tiempo. Estaba seguro que podía hablar, pero no lo intentó, estaba sumergido en esa mirada verde y profunda, era incapaz de prestar mayor atención a otra cosa.
Sus ojos comenzaron a pestañear e inmediatamente una brisa fría fue descubriendo todo su cuerpo, era increíble, pero había vencido a la nada.

JLS

Texto agregado el 13-03-2008, y leído por 60 visitantes. (0 votos)


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