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Recordó que tenía flores secas de saúco y hojas de cardo santo en el penúltimo anaquel. Ni siquiera hizo el intento de alargar el cuerpo y los brazos para palpar esa superficie ya inaccesible a su humanidad. Con la certidumbre de la derrota, arrimó la única silla disponible en la habitación. Tiempos ya ajenos eran los años en que tan sólo dando saltos ágiles podía, su juventud, burlar la sempiterna herencia familiar de la mediana estatura. La vejez le llegó de la mano con la derrota y cada día le quebrantaba los huesos y la arrogancia de otros años, con ese cuerpo encorvado y curtido.

La noche se había tornado infinita e insoportable, hasta que el sueño lo arrebató sin anunciarse. Con la aquiescencia del dolor en la articulación de la rodilla, había logrado dormir, no se acordaba en qué momento, tal vez por un par de horas. Una infusión caliente en ayunas lograría sortear otra noche de tormento y lágrimas reprimidas, porque aunque cambiante y volátil, el dolor siempre amenazaba con volver con mayores arrestos en la frágil realidad de la oscuridad nocturna.
Depositando toda su confianza de equilibrio en el espaldar de la silla, se subió lentamente. La madera vieja rechinaba como quejándose por el peso, mientras sus dedos casi lograban tocar un frasco de vidrio de tapa roja, donde estaban las flores secas de saúco, mezcladas y perdidas entre quebradizas hojas de cardo santo. Agarró el frasco por la tapa. La madera tembló bajo sus pies. Quiso encomendarse otra vez a la seguridad del espaldar, pero no lograba tocarlo. Alcanzó a escuchar el sonido lento y tortuoso de un trozo de madera que se fractura irremediablemente, y se desplomó.

Sintió el frío y la dureza del piso en todo su cuerpo. Quiso incorporarse apalancando su torso con las manos, y se percató de los trozos de vidrio desperdigados en derredor. Se percató que su mano seguía aferrándose a la tapa roja, orlada por algunas escarchas de vidrio roto.

Se sintió tan abochornado por ese descalabro, que se levantó lo más rápido que pudo, ignorante de cualquier dolor. Le era más lastimero descubrirse, ante los ojos de cualquier curioso que se asomara alertado por el ruido, en aquella posición de infortunio. Pero sobre todo, no quería dar mayores argumentos a las constantes demandas del hijo para llevarlo a la ciudad a vivir con él, junto a una nuera que se había encargado de hacerle saber que no soportaba el olor a viejo y una horda de nietos que se mofaban del abuelo cuando le escondían los zapatos y se fastidiaban con su andar cansino.

La mañana asomaba por las rendijas de la puerta, única abertura que daba a la calle. De espaldas al desastre que había dejado después de incorporarse, salió al rellano para recobrarse del mal rato. En la calle, una brisa ligera arrastraba las partículas de tierra y se pintaban las sombras mañaneras de paredes de adobe y aleros de barro y paja brava, mientras el silencio se envolvía con el leve silbido del viento.

Sintió los rayos de luz, de un sol que empezaba a asomarse por el horizonte. Cuántos incontables días de su vida había desdeñado ese monótono ritual: el recorrido flemático del astro por ese espacio celeste. Porque habitualmente pasaba los días de su vejez encerrado en la vieja casa, sin ver a nadie, sin ganas de hablar con nadie, preocupado por las minucias de los quehaceres y sobrellevando su existencia en esa placentera soledad, en la que se fue apoltronando su edad provecta.

Al cruzar la puerta, un hálito lo estremeció y aturdió por un instante. Ese hálito, ataviado de olores pasados, le trajo el recuerdo vivo de la madre y el padre que vivieron y murieron en ese mismo pueblo, en esa misma casa, como habían vivido y muerto también los padres de su padre. El mismo espacio telúrico donde también él moriría, y estaba satisfecho de que así fuera. Para eso había resistido con tenacidad porfiada a los reproches del hijo, por seguir aferrado a un pueblo que ya no florecía. Un pueblo que hace décadas se había anquilosado en las diez cuadras de casas de adobe, algunas derruidas como restos arqueológicos, en derredor de una plaza heredada de la urbanística colonial.

Tras de sí dejó la puerta medio abierta y se fue a caminar. Deseba ver a alguien, hablar con alguien, aunque sea para soportar quejumbres ajenos, por los hijos que se van y no vuelven o de los que sólo vuelven para embrutecerse de alcohol en los días de fiesta y se van como llegaron, con tres mudas de ropa y sin saber nada del padre o de la madre, que otra vez dejaban viviendo en el pasado.

En el pasado de un pueblo estacionado en medio de una inmensa pampa cercada por cerros. De costumbres y de historias que, para los hijos del desarraigo, tenían el regusto pueril de la rusticidad de un suelo que no figuraba en los mapas de su vida citadina.

Historias en las que el diablo se escondía acechante en las recónditas cavernas de los cerros, para atrapar el alma del pastor porfiado que se arriesgara a vagar solo en medio de esas inmensidades. Un pueblo donde la muerte tenía la figura de una mujer envuelta en mantones negros que atravesaba, según decían, aunque nadie la había visto personalmente, las puertas descoloridas y carcomidas de casas en las que después se descubría el cuerpo inerte de quien fuera su único habitante. Y que tantas veces, también se decía, aunque nadie personalmente la había visto, acompañaba los cortejos fúnebres, para asegurarse de que el difunto se fuera por buen camino a donde le tocara irse.

Recorrió las pocas calles que lo separaban de la plaza. Nadie se asomaba, ni entre las puertas ni entre las ventanas, como si los pocos habitantes hubieran convenido guarecerse entre las paredes oscuras y frígidas de su existencia interior. De costumbres matutinas, la gente del pueblo salía temprano a las chacras para cuidar sus siembras y pastorear sus hatos de ovejas, que a esa hora ya debían verse como hormigas en los cerros más próximos o en la misma pampa que cercaba al pueblo.

Se sentó en una banca frente al pórtico cerrado de la iglesia. No recordaba la última vez que había asistido a misa. Pero sí recordaba por qué en la vejez había perdido la devoción religiosa que en otros años pudo, de vez en cuando, refrenar su cerril ímpetu juvenil. La fe se le fue desvaneciendo, entre curas que permitían el despojo de los antiquísimos mobiliarios de la iglesia, y otros que se entregaban con facilidad y sin remordimiento a las pasiones de la carne y el libertinaje alcohólico, con que una vez al año se glorificaba a las imágenes del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Las mismas imágenes que en ese momento estaban sentados en lo alto de su celda de vidrio, mirando el interior vacío y sombrío de la nave.
Mientras retomaba su caminar por la plaza, acordó que el domingo asistiría a la primera llamada a misa, para beberse la sangre y comerse el cuerpo de Cristo.

“¡Hijo!”, aún después de tanto tiempo le resonaba la voz quejumbrosa y curda de su padre, “Ten todo preparado, porque mañana me voy a morir”. “Estas hablando macanas papá, mejor vuelvo cuando se te pase la borrachera”, le había dicho él. Pero su padre no murió a la mañana siguiente sino a los dos días. Murió tomándose hasta la última gota de alcohol que había en la casa, hasta la última gota que en vano habían tratado de esconder de ese tozudo hombre de campo.

Con la vejez, el recuerdo y la nostalgia de su padre lo invadían continuamente. Más de una vez, cuando se hallaba distraído, veía como una sombra el perfil inconfundible de su progenitor, y cuando se daba vuelta para descubrir a alguien más detrás de él, se percataba que era su propia sombra. Por eso terminó aceptando aquello que le decían quienes lo habían conocido: “Don Camilo, usted es su viva imagen”. Y otra vez, esa mañana, en la pétrea alameda de la plaza, aparecía la sombra desdibujada de su padre, como representada en su propia sombra.
Después de bordear la plaza, decidió volver a la soledad segura de su rincón. Entró a la casa dispuesto a preparase un infusión de cola de caballo, que mal remplazaría a las flores de saúco y hojas de cardo santo, irremediablemente perdidas y desperdigadas entre trozos de vidrio. La rodilla ya no le molestaba, pero no estaba demás prevenir. El dolor es tan traicionero que se presenta siempre en cualquier momento.

Cerró la puerta detrás de sí, y al instante percibió una sombra que se movía entre los resquicios. No golpearon, pero abrió para saber quién era. Entre el resplandor impetuoso de la luz exterior, vio la figura de una mujer envuelta en mantones negros de pies a cabeza; sin embargo, no podía verle la cara, confundida entre las sombras negras de su vestimenta. Al ver esa figura, un presentimiento le hizo volver la vista hacia el lugar donde había dejado la silla caída y el frasco desecho. Y vio su cuerpo de viejo tendido en el piso, con el cuello y la cabeza pegados al hombro; vio sus ojos semiabiertos como cristales opacos; vio una vena de sangre que le salía por la boca y vio a su mano aprisionando la tapa roja con fuerza solidificada.

Volvió la vista sosegada hacia la mujer, y entre las sombras negras de su vestimenta, al fin pudo verle la cara.

Texto agregado el 14-03-2008, y leído por 77 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-03-2008 YO CERO Q ESTA`BUENO COMO ESCRIBIS nanto
 
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