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EL CITADINO

El silencio que reinaba en la obscura habitación fue roto por el estridente sonido de un despertador. El diabólico aparato atronó el aire con su grito inesperado, no había tiempo para despabilarse y la primera reacción fue detener la desagradable sonajera. Afuera los primeros albores lo llamaban a empezar un nuevo día; en el desvencijado catre, su mujer todavía le hacía empeño a no despertar, pues no quería tener que iniciar la mañana de mal humor, luego los niños le llorarían por su mamadera y el montón de tareas que se le venían encima, ya le cortaban el ánimo. Mientras el Cheo se arrancaba a punta de agua la pesadez de los ojos, ella, con la flojera viva, abandonó su precario refugio para ir a calentar la tetera y darle por lo menos, una taza de té, que era lo único disponible, antes que se fuera al trabajo.
La vuelta no sería hasta bien entrada la tarde y la lonchera ya tenía en su interior el cocaví para el día. La pega no había estado muy abundante, así también la colación se le había ido adelgazando día por día. El tiempo estaba bueno, las verduras baratas y por la abundancia, los tomates eran los reyes de los almuerzos, casi sin probar la taza de té, salió corriendo para no perder el micro de las seis, que era la que lo hacía llegar a la hora a la construcción, donde se las machucaba de albañil ayudante, no era muy difícil, pero sí pesada la tarea, el acarreo de la mezcla con las carretillas y el constante subir y bajar por los angostos andamios, lo cansaban, pero no podía darse el lujo de quedar cesante, había bocas que alimentar y él se lo había buscado. Tanto que su padre le dijo que estudiara, pero, por ese entonces, las cosas eran de otro color y cuánta razón tenía el viejo, pero ya no había nada que hacer, solo apechugar, las dos crías que completaban la familia, habían llegado en un abrir y cerrar de ojos, no se habían dado ni cuenta, parecía que ayer la María le había dicho que la regla no le había llegado y que tenía que responder a las promesas hechas, no quiso ni siquiera seguir acordándose. Entre que casarse y llegar el otro crío, pasó un suspiro, de todos los recuerdos que había hecho, ninguno le terminaba por gustar y como se lo dijeron los más cercanos familiares, se le había terminado el recreo, la licenciosa vida que llevaba con anterioridad le parecía que no iba a terminar nunca, sus amigotes lo buscaban para la parranda y su fama de fiestero era bien conocida, buen bailarín y simpático completaban su bagaje de hombre de mundo, y en esas andanzas había conocido a la María.
Lo apretujado del micro no le servía para descansar de tan largo trayecto, con su tesoro bien tomado para que nadie se festejara a su costa, avanzó hasta la puerta para pedir que le abrieran, su pasaje se había terminado, el caminar unas cuadras le terminaría por espantar la flojera que aún le quedaba. No bien traspuso la puerta de la obra, empezaron los convites, Cheo, a la tarde vamos a tomarnos unas cervezas, le dijeron los otros oficiales para comprometerlo y así poder disfrutar de las tallas que siempre tenía a flor de labio, las ocurrencias que le llegaban a su cabeza eran disparadas como dardos y en más de alguna oportunidad, habían tenido que librarlo de la furia de algún ofendido, entre tallas y risas no sabían como se les pasaba el día, por eso, todos buscaban la chispa de su ingenio, pero sus colegas no sabían que todo aquello era superficial. Las razones más profundas de su vida estaban en la mejora, que por estas horas estaría a punto de estallar.
La María, no bien se sintió sola, volvió a quedarse dormida, sabedora que el Cheo no llegaría hasta la tarde y si los niños lloraban por sus mamaderas los haría callar de un grito, estaba cansada de hacer las cosas de la casa y no poder salir, como lo hacía antes, cuando era soltera, los recuerdos de tantas fiestas lindas a las que había ido y lo tan bien que lo pasaba, no terminaban de convencerla de cómo había ido parar ahí, ya tenía dos crías y si seguía en ese tren, pronto llegarían quizás cuántas más, los vestidos vaporosos que le gustaba usar, a estas alturas no le cabrían, la maternidad había deformado su cuerpo, la juventud era todo lo que le iba quedando; el griterío de los chiquillos hambrientos, la hizo volver de nuevo a su realidad, se levantó y sus movimientos denotaban el permanente malestar y sin prestarles la mínima atención, les llenó las dos mamaderas de un té tibio y casi sin azúcar, que sería el desayuno, ni siquiera les sacó los malolientes trapos que les servían de paños nocturnos, los demacrados rostros de las crías denunciaban una galopante desnutrición y de seguir así, no llegarían a huesos viejos, los escasos recursos que el Cheo aportaba a la manutención de ellos, no alcanzaba para lo más básico.
El almacenero ya no creía en sus constantes mentiras y la libreta estaba repleta de pedidos sin pagar, los vecinos también solidarios, se habían percatado que las continuas desavenencias de la pareja, radicaban en la flojera de ella y en la irresponsabilidad de él, la despreocupación por los dos niñitos, hacía que anduvieran con sus caritas llenas de costras, que por su purulenta presentación, servían como paradero de moscas, las que hacían su agosto en esta pocilga que nadie atinaba a limpiar, el invierno dejaría el tolderío, convertido en un lodazal, que haría muy difícil vivir en él y para dónde nos vamos a ir, razonó la María, al lado de sus padres, ni loca, ya los escuchaba, tanto que te dijimos que no lo hicieras, pero como ella se mandaba sola, salió con su porfía, eso creía sería peor, terminaría volviéndose loca con tanta presión y no acabaría nunca la cantinela, los padres del Cheo eran del sur y por nada del mundo dejaría la metrópolis para irse a otro lado, su obscura realidad no la dejaba ver con claridad la salida que debería buscar lo antes posible, los ya famélicos críos, habían empezado a llorar de hambre nuevamente y no había con qué acallar el rezongo de sus descomidos estómagos, el té, que siempre paleaba el concierto, ya no tenía la consistencia suficiente para tan cruel misión, después de llorar un largo rato, se quedaron dormidos por el esfuerzo que sus desesperados cuerpos hacían para reclamar su alimento.
Sin detener su constante bromear, los muchachos se habían despachado las loncheras, juntaron varias y entre todos dieron cuenta de ellas, el Cheo, había salido ganando, de los tomates que traía, había pasado por unas papas cocidas y un poco de estofado, contentos y satisfechos, se fumaron el pitillo correspondiente y se aprestaban a seguir la faena cuando la voz del capataz les anunció que mañana sería el pago, algunos quisieron reclamar, pero ninguno lo hizo público, lo que más sentían eran las cervezas, que quedarían sin vaciarse esta noche, pero mañana, igual lo harían.
El Cheo se imaginó de inmediato la escena que le haría la María cuando llegara sin plata ni para el pan, maldijo el día en que se fijó en ella, pero todavía recordaba aquel vaporoso vestido que flotaba al aire, al ritmo de la lambada, sus redondas formas que terminaban en dos robustas piernas, se movían con lujuria en medio del endiablado ritmo, los tenía locos a todos y él, aquella noche no fue la excepción, canchero de tantos bailes, se le acercó y la invitó a moverse en el redondel. Esa noche fueron la atracción, sus cuerpos sudorosos parecían no agotarse, los refrescantes combinados, que por momentos les traían para animarlos, iban haciendo su lento pero seguro trabajo, de madrugada, después de haberse movido hasta el agotamiento, la feliz pareja, ya había pasado el umbral de la amistad y si bien, recién se habían conocido, los efusivos abrazos y besos, demostraban su apasionado amor, los vapores del alcohol poco a poco, habían ido invadiendo sus cerebros y la invitación a seguir la fiesta en otra parte no se hizo esperar, las demás parejas tomaron rumbos distintos, en cambio ellos se enfilaron a un hotelucho de mala muerte, que los cobijaría para terminar esta linda noche de parranda. La María ensayó una débil resistencia, pero tan bien lo había pasado, que no intentó seguir oponiéndose, sería como en la tele, el broche de oro, y esa había sido su perdición. Pronto los encuentros comenzaron ser más frecuentes y llegó el día fatal, no había terminado con sus malos recuerdos y ya, los gritos de los albañiles lo apuraban por el concreto que faltaba, tomó su carretilla y siguió en su monótona tarea de subir y bajar por los cimbreantes andamios.
La llegada a la barraca que le servía de casa fue sumisa, no quería pelear, pero la explicación por el no pago, desató la furia de la María y sin más, le zumbó por la cabeza las pocas pilchas que tenían, las abolladas ollas que hacía tiempo no se usaban, fueron las primeras víctimas, todo cuanto tuvo a mano, voló por la covacha, de sus entrecortadas frases, mezcla de rabia y pena, solo se podía oír que los niños no habían comido en todo el día y que para mañana, no quedaba ni siquiera el milagroso té. El desorden le ponía un tono más violento a la escena, la que presionaba a ambos a desahogarse de todos sus temores, la batahola duró hasta bien tarde, ninguno quería reconocer nada, la agravada situación amenazaba con una ruptura definitiva y mientras tanto ¿qué comerían los críos?, una madre debía velar por sus cachorros, pero la receta recién apareció en su mente y nunca antes lo había pensado, lucharía con todo para salir del hoyo, las hirientes frases que se habían lanzado durante le refriega, los dejaron muy lastimados, la inmadurez de sus edades, los condujo por un callejón muy angosto, que les dejó pocas posibilidades para salir adelante y ahora la cruda realidad los llamaba a tomar a cada uno su cuota de responsabilidad, los sueños que se tejieron en esa juventud tan liberal, se transformaron en pompas de jabón y ninguna duró más de un suspiro, los oropeles con que se visten los símbolos modernos, conducen por caminos equivocados y a veces el reconocer el error, produce menos daño que continuar adelante, las inocentes criaturas traídas al mundo, que ahora lloraban de hambre, eran los únicos heridos que dejó esta contienda.

JUAN CARLOS MORAN PEREZ.

Texto agregado el 14-03-2008, y leído por 98 visitantes. (0 votos)


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