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Poco antes de empezar el reparto, Rosario Herrerías va con su bicicleta hasta las calles terminadas en escalinata, las barrancas o los paredones. Apoya su físico esmirriado en el esqueleto de caños negros, saca un cigarrillo Parissien, lo prende y se pierde con el humo pensando en los que ya fueron. Cuando vuelve, por las cuadras paralelas que corren sin destino, se siente menos solo para comenzar su tarea.
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Siempre recordaré su aire adolescente de tez blanca y pecas. Esbelta, cabeza levantada, gesto británico a su pesar, ese modo de mirar de frente, entrecerrando los ojos como si algo más que el sol lastimara su sensibilidad de mujer inteligente. Muy inteligente. Hasta el final llevaré el eco de su voz suave, levemente ronca, por la que se esfumaba el remate irónico de su pensamiento en la sonrisa cómplice, la mirada vivaz, el silencio sutil antes de reanudar la clase. Se aprende, no sin dolor, que son pocas las personas capaces de dejarnos algo permanente. Mary Mateo fue una de esas excepciones. En su casa de la calle Moreno, enseñó inglés a dos generaciones con esa honestidad implacable de los que saben cumplir con su deber. Comprometida con la responsabilidad ante los padres, cualidad poco común entre los docentes de estos días, conocía bien a cada uno de sus alumnos. Incapaz de fingir su disgusto ante quienes concurrían sin ganas de aprender, sabía golpear con el comentario mordaz, nunca indirecto. Con la seguridad de quien aborrece la injusticia de cualquier orden, acompañó a los dispuestos a hacer el esfuerzo, no siempre en relación con los resultados. Les brindó la imprescindible cuota de fe en si mismos necesaria para cualquier logro. Al otro día de aquellas extenuantes jornadas examinadoras mostraba, sin fatalismo, idéntico entusiasmo ante los éxitos como desazón por los fracasos.
Veinte años menor, me animé a su amistad pasados los treinta, cuando recurrí a su auxilio para mejorar con urgencia el manejo de la lengua de los negocios, esa que Mary, conocedora en serio, desvalorizaba con sorna frente a la compleja belleza del castellano. Desde ese momento compartimos la misma predilección por la conversación franca, el fervor por los libros, la música, la historia, la política y el cine, ya que durante años viajó una vez por semana a ver los estrenos imperdibles. Apasionada y elegante, su inefable sentido del humor era mezcla exacta de flema inglesa y desfachatez argentina. Sincera, aunque incapaz de herir con su manera del ver el mundo, nunca supo cuan inofensivas resultan las convicciones cuando no se es capaz de esconder nada. Decidora con gestos tanto o más que con las palabras, mostraba ese ascendiente italiano que los anglosajones descubren apenas nos ven discutir.
Fina también, o especialmente. En la manera de moverse y en su disposición de oír a los otros con concentración. Alcanzaba un entendimiento cabal de los textos que leía y les agregaba el reflejo enriquecedor de las experiencias propias que la literatura desata cuando logra tocar la cuerda justa del lector. Aún la veo llegar, inesperado regalo de cumpleaños, con un libro recomendado y su opinión, fruto del que lee con placer, y quiere compartir sus hallazgos para que otros los disfruten a su vez.
Como suele ocurrir, muchas veces dejamos de frecuentar a los mejores amigos con estúpida omnipotencia sin tener en cuenta que los años vuelan. Para verla retomé las clases del modo soñado: leer autores de habla inglesa en su propia lengua. En aquel octubre pude confirmar su inagotable capacidad para indagar en los significados de las palabras hasta la última gota de expresión. La última vez que nos vimos conversamos sobre la muerte, cosa del destino. Atardecía en el corredor de la casa grande mientras nos despedíamos entre las sombras de sus plantas. Empecé a perder la imagen de su rostro en la penumbra azulada como en un sueño. Hablamos con sincera crudeza de las cosas pendientes por vivir, cada uno presentó una rápida lista, no muy extensa. Esa noche volví a casa muy despacio tratando de recordar dónde había leído que existe una raza de solitarios. Como decía Juan Carlos Onetti, lo terrible de la vida no es que niega algunas cosas, lo terrible es que las da y deja de darlas.
Debe ser por eso que duele tanto perder a seres como Mary Mateo.
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Siempre fue Don Luis, al frente de su carnicería Laurita. Parecía más alto que su clientela porque se movía sobre un entramado de madera como si navegara constantemente sobre una corriente de compradores. Varios hombres de diferentes edades seguían sus órdenes al pie de la letra, un escuadrón de la carne, un ejército de silenciosos. Porque en la carnicería se hablaba lo necesario, cada tanto un chiste inaudible que todos festejaban entre el ruido de la sierra circular. Artista del cuchillo –todo aquel que maneja con destreza un cuchillo se gana inmediatamente el respeto de los demás- Don Luis depostaba con el arte de Miguel Angel. Sacaba lo sobrante hasta descubrir la forma perfecta, apartaba aquello que disimulaba el corte y lo echaba en una mesada de acero inoxidable siempre limpia. Miraba con atención, frunciendo el ceño para ajustar los anteojos de lentes gruesos y, cuando parecía que un pedido era incomprendido por aquel hombre de cabeza calva, mediante un gesto tan rápido como la hoja de su herramienta de trabajo colocaba sobre el mostrador azulejado la pieza buscada.
Tal vez su única pasión fue el trabajo, salir muy temprano a la puerta de su local y seleccionar cada media res, quedándose con las mejores. Lo que vendo vale más, pero tiene calidad superior, decía cuando le reprochaban no bajar algo de menor precio. Don Luis culminaba esa primera parte del día dándole carne a muchachos, chicos, pibas, gente grande que solían rondar este lugar con limpieza de quirófano, exento de olores desagradables. Había que ver al artesano afilar cuchillos con la chaira, deshuesar pollos en minutos y sin desperdicios, cuerear conejos, preparar carré de cerdo, elegir entre los tachos con achuras que le traían sus proveedores. Las manos de dedos grandes parecían poco afectas a caricias o mimos, pero no le faltaba delicadeza para manejarse en la sierra como un sastre con su máquina de coser.
Un misterio este hombre de permanente ropa blanca, poco dado a los comentarios con sus clientes, aunque siempre asesor atento y afectuoso. Su esposa en la caja del lugar, las balanzas de plato enlozado pendientes de hacer justicia en el peso, las paredes con pocos detalles: un almanaque con paisaje, un volante de actividades ya pasadas, un anuncio de afiladores de tijeras y las heladeras con sus enormes puertas guardando la entrada a un continente de frío y ganchos, fueron la escenografía en la que Don Luis anduvo enhebrando años a la cuenta su andar en líneas rectas. Pocas veces era visto en otro sitio que no fuera su territorio de picada especial, milanesas, chorizos o quesos de leche de cabra tentando la gula. Orgulloso de sus dos hijas, tenía ese aire provinciano que parece defenderse de un mundo que nunca le fue fácil. Trabajo desde que me acuerdo, contestaba cuando le preguntaban si iba a tomarse vacaciones. ¿Qué voy a hacer afuera?
Fue asaltado varias veces. Puede que por esos mismos rostros de la necesidad que recibían carne en la vereda, muy temprano. Nunca le dio demasiada importancia al tema. La última vez unos mocosos lo golpearon feo y decidió bajar de la tarima que al fin no lo elevaba de las miserias cotidianas. Dejó la carnicería a su yerno, a sus empleados, a su esposa detrás de la caja registradora. Poco tiempo disfrutó de no hacer nada más que mirar el cielo entre los paraísos y recordar su infancia. Cada vez que, en las parrillas de quienes lo conocieron, las llamas doran un pollo, un pechito de cerdo, un asado con manta, se lo recuerda. Buen destino para quien siempre anduvo entre el filo de la luz del sol y el tajo de la noche.
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Casi al terminar la jornada, Herrerías regresa con sus muertitos al compás del pedaleo que lo obliga a levantarse un poco del asiento. Les conversa pavadas, se entera de anécdotas que le acercan los viajeros de la nada. Bigotes finitos, cierta chuequera, apenas si llena el uniforme y se distingue por la sonrisa de los vencidos. Aseguran que no anda bien de la cabeza.

Texto agregado el 24-03-2008, y leído por 112 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
24-03-2008 "Es inevitable, la vida de un poeta comienza con un verso y una mujer muy bella", decía Tito Fernandez, me gustó más que arto la descripción que haces de las mujeres, sin duda todas, todas siempre estamos detrás o atrás de una buena narración, mi admiración para sus escritos. Trayenko. cascada
 
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