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Inicio / Cuenteros Locales / miguel_henriquez / Un mal cuento.

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Era debajo de un puente de uno o dos metro de nada, en un sitio baldío lleno de verde y de espuma tartajeada que salía de mi boca al mismo tiempo que el humo de esos cigarrillos convulsos que nos gustaba fumar a medias en alguna parte del día. Nos gustaban los finales y el principio de los finales por sobre todo. Y fue así como partió el cuento, desde la cola a los huesos, y luego, el acabar del papel en nuestra historia, sin resurrección ni derecho a nada.
Nos movíamos como peces observándonos suspicaces desde vitrinas distintas. Acuáticos y aéreos dentro de nuestra propia atmósfera, chocábamos constantemente con el cristal del miedo; con el temor irresistible que produce el saber cómo acabará la película, de querer cambiar los créditos, modificar el guión que por tantos años nos tuvo desesperados pensando en un atardecer alternativo para aquella cinta. Y era divertida toda esa melopeya que adornaba el aire de nuestro acabose sin principio. Porque no hubo comienzo, claro que no. No nos hubiésemos permitido dar un comienzo ante la sombra de una historia que nunca tuvo forma.
Caminábamos sigilosos por esa calle hecha entera de hojas secas y autos sin patente. Y todo era brinco y risas apresuradas, siempre esperando algo, sentados de piernas cruzadas bebiendo un café y caminando, entre rejas de terciopelo que nos separaban como muros de metal innoble. Y no había forma, y no había llave que sirviera para abrir nuestros parietales y hacer volar, entremezclando de una vez por todas, en un silbido rutilante, ese vapor que se elevaba a veinte centímetros por encima de nosotros, ese vapor invisible que creíamos era nuestra alma saliendo de un vaso de plumavit un día de invierno o un día de aquel inagotable diciembre . Era la universidad un falso escenario en el que jugábamos a interpretar también a falsos estudiantes. No existía en verdad la imagen típica de ese eterno libro abierto preparándose para la prueba final, para esa prueba que nunca quisimos dar, para esa prueba que todos comentaban y que, sin embargo, ambos obviábamos por razones elípticas que guardábamos cuidadosamente en algún bolsillo o en el rincón vago de mi billetera verde.
Éramos pájaros flotando en una emulsión de agua y aceite. Algo parecido a esa paradoja inmortal que rige las leyes del todo, en la cual no hay negro sin blanco, ni muerte sin vida, ni amor que acabe en el fuego efímero del silencio post; del terrible silencio post. Éramos un par de mirlos cantando a toda alma encima de un precipicio oblicuo, sujetos de nuestra propia incertidumbre que nunca fue cierta, que nunca fue palpable, táctil o perceptible. Pues de serlo, de haber conocido el cáncer que nos trajo el no estar enfermos, el cuento hubiese sido otro, o quizá, hubiese sido el mismo, contado con otra voz, con otro cigarrillo y con otro tiempo de reloj.
Recuerdo cómo se abría el cielo en mil fotografías distintas cayendo lentamente a medida que el día tomaba su curso, mientras hacían su aparición algunos espectadores y críticos gráficos, los cuales llegaban por todas partes, algunos escondidos tras ligustrinas, otros detrás de una sonrisa que parecía ser cómplice, pero que, a todas luces, no lo era; porque en realidad no existía el público o porque ambos optábamos por cerrar los ojos de los oídos y escuchar en silencio esa sinfonía mutua que apagaba de una cuchillada la voz de la gente, la voz de nuestro público que guardaba sus aplausos para otra obra y no para esta. Esta que nació muriéndose.

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Lo mejor de todo era el alcohol fundiéndose en tu lengua, quemando la mía, la afasia que me provocaba tu boca como consecuencia de una mordida. La sangre en la servilleta y el cuadro que cuelgo en las noches con el recuerdo aquel; de tus ojos echando chispa al ver mi boca descosida, con tu bolso-cartera, que tanto me molestaba, abriéndose para recibir ese papel desechable y su aureola roja. Era todo humo y a veces, era todo libido escondido tras una falda o un pantalón de jeans, naciendo pulular y danzante como una serpiente encantada, desde tus piernas a la punta de esos dedos de niña chica. Pero no podíamos. Yo no podía cerrar los ojos y saltar al averno celeste que me ofrecía la constante incertidumbre de verme perdido nuevamente en el rutilar de los ojos de otra, de la anterior. De esa que dijo adiós y se quedó.
Los cafés lloraban a gritos cuando decidí partir y nada supo dar cuenta de qué ocurría al otro lado de aquel Santiago maldito que se erguía por aquellos días. Era yo un animal pasional que se inyectaba hipodérmico tras las apariencia inmutable de las cosas. Y era más témpano que fuego, era calma muriéndose de viento. Y nada parecía importar ante esa realidad estriada por lo superfluo de ambos bandos...

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Fue una bicicleta con el vuelo de una montaña, corriendo un día gris contigo, sin ti. Había fumado hierba y había bebido como nunca, y también nunca había extrañado tanto. Fue tu casa, fue tu hermano abriendo la puerta y el adiós que pedaleaba conmigo, el abrazo en la mitad del día, en la mitad de la calle, en el cuarto de mi vida. La radio encendida, y la ciudad desmoronándose, cayéndose a pedazos tras la cortina de tu puerta. Fue el café que me ofreciste con los ojos clavados en otro sitio, fue la mención de ella, de la mujer de siempre, que iría conmigo en un viaje de estrella al sur. Fue eso o fue el libro que abrí de Bolaño, sentado en el diván de tu casa, mientras hablabas por teléfono ignorando mi nerviosismo de adolescente, como si el que estaba allí, en tu sala de estar (por llamarla de alguna forma) fuera parte del decorativo de tu casa y no de tu vida. Fue el reloj colgando de tu frente o fueron mis ganas de salir corriendo con la bicicleta en la garganta o algo así de surrealista. Quizá fue el almuerzo con tu familia y mis palabras torpes que indagaban en cuentos que en realidad no me importaban. Debe haber sido eso, o cuando, en la cocina, te esmerabas por limpiar cada parte de esos artefactos de línea blanca y yo me veía sentado esperando nada. Porque ciertamente, no esperaba nada. Sólo salir y perderme por fin en el cuerpo de otra.

Texto agregado el 29-03-2008, y leído por 131 visitantes. (5 votos)


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