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En México, no sé si en otros países, abril es el mes en el que se celebra a los niños, el día dedicado a ellos es exactamente el día 30, pero durante todo el mes se les festeja. Yo he escrito cuentos para niños, pero no los presento aquí porque no me parece que sea este el lugar a donde los niños entrar a leer, sin embargo quiero recordarlos narrando cuentos acerca de ellos, este es acerca de:.

MIGUEL Y EL SEÑOR MARIN

Aquella noche, al igual que las anteriores, Miguel lloró, procurando hacerlo muy quedo, casi en silencio, esforzándose por acallar los sollozos, humedeciendo la almohada hasta quedarse dormido.

Era Miguel el hijo menor de aquella familia.

Tenía casi siete años de edad, cuatro hermanas mayores, mujeres todas, y el recuerdo de un hermano varón que hubiera sido el menor de no haber muerto, dos años antes, cuando apenas había cumplido tres.

Su madre era una mujer maravillosa, plena de ternura y delicada belleza que tenía para él constantes muestras de cariño.

El padre había desaparecido de sus vidas, según supo después, con otra mujer abandonando a la familia. Lo había conocido porque, de vez en cuando, visitaba a sus hermanas; no en la casa, porque ahí no era bien recibido, sino avisando, por medio de alguna vecina, que estaba en la calle y sus hermanas salían corriendo a encontrarlo.

Miguel, sin osar acercarse, observaba a distancia a sus hermanas cuando recibían, de su padre, ropa, juguetes y golosinas. Nunca hubo un regalo para él.

Como dije ya, tenía casi siete años de edad, por lo que asistía al segundo año de la escuela primaria y, camino a ella, pasaba todos los días por la tienda que estaba justo en el cruce de la calle donde vivía y la avenida principal de la ciudad. Era la tienda del señor Marín; una tienda en la que, a pesar de no ser muy grande, podía encontrarse ahí de todo: comestibles, ropa, golosinas, útiles escolares, juguetes y..... ¡libros!.

Desde que aprendió a leer, las letras ejercieron en él una fuerte fascinación; se pasaba horas enteras hojeando cuanto volumen encontraba en los libreros de la casa, incluidos aquellos de lecturas “prohibidas” guardados en un librero bajo llave; cuyo escondite descubrió.

Los libros, expuestos en el pequeño aparador de la tienda del señor Marín, lo atrapaban al pasar, no podía dejar de detenerse a observarlos; se paraba frente a ellos por largos minutos imaginando las mil historias que contendrían.

Un día, al regreso de clases, cuando contemplaba aquellos libros, de pié frente al escaparate de la tienda, el señor Marín salió y

— ¿Qué tal, amigo? ¿Por qué no entras? – le dijo -¿Quieres comprar un libro? Pasa, adentro hay muchos más, puedes entrar, hojearlos y escoger el que te guste más.

— No... no, gracias — balbuceó Miguel, cohibido, y agregó sincero — No tengo dinero para comprar.

— No importa — añadió en tono demasiado amable para dirigirse a un niño de aquella edad y que, además, no traía dinero — puedes verlos ahora y otro día comprarás.
.
Miguel aceptó y le pareció que entraba a un lugar lleno de magia, era como la cueva de los cuarenta ladrones de Ali Babá, o como el palacio donde Sherezada contaba sus historias al Sultán. Tuvo al alcance de sus manos, no sólo de sus ojos, una increíble cantidad de libros de cuentos que hojeó con incontrolable voracidad.

— Como no traes dinero, ahora, para comprar — oyó que le decía el Sr. Marín —yo te voy a regalar uno. Escógelo.

No dudó un segundo, sin el menor asomo de timidez se decidió por uno que estaba impreso en letras grandes y tenía vistosas ilustraciones de colores,. dio las gracias y se despidió.

El señor Marín, desde la puerta de la tienda, lo observó alejarse corriendo.

Al llegar Miguel a su casa, su madre salió a recibirlo.

— Mira mamá — casi gritó, enseñando el cuento — me lo regaló el señor Marín.

Su madre quedó unos instantes en silencio, sin expresión alguna, como si no lo hubiera escuchado; después, sin más comentarios, le quitó la mochila, lo mandó a lavarse las manos y le sirvió la comida.

A partir de entonces, Miguel pasaba, sin faltar un día, por la tienda del señor Marín, platicaba con él, contestaba sus preguntas y con frecuencia recibía un nuevo libro a cambio de pequeños servicios como: ordenar o cambiar los volúmenes del aparador, sacudir algún estante o encargarse de otra tarea sencilla que ejecutaba con alguna torpeza, pero siempre con buena voluntad.

Un día el señor Marín le preguntó:

— ¿Qué has pensado ser cuando crezcas? ¿Qué vas a estudiar? ¿Quieres ser médico?... ¿Abogado?... ¿Ingeniero?...

Miguel se quedó pensativo un momento. Luego

— No lo sé — contestó con timidez, nunca antes había pensado en lo que le gustaría ser o hacer cuando fuera grande; después, animándose (el señor Marín le inspiraba mucha confianza) — tal vez seré aviador — afirmó recordando las hazañas acerca de Francisco Sarabia que tanto lo habían impresionado — o puede ser que… escriba libros.

El señor Marín hizo, sonriendo, un exagerado gesto de asombro y, después, le palmeó la espalda con un leve guiño de complicidad y comprensión.

— Dile a tu mamá que yo te voy a ayudar. Que, si ella me lo permite, yo voy a pagar tus estudios desde ahora.

Miguel, aunque sin valorar la magnitud del ofrecimiento, sintió una gran alegría e inmensa gratitud hacia el señor Marín. Era un trato de amigos. El señor Marín le estaba demostrando —lo sintió en ese momento— que era su amigo.

Casi corrió para llegar a su casa y darle a su madre la noticia, se sentía inexplicablemente lleno de un gran optimismo.

Con la cara iluminada por una inmensa sonrisa y en palabras atropelladas comunicó a su madre la afortunada nueva.

Ella enmudeció y su rostro se ensombreció como si la invadiera una gran zozobra. Con la actitud de quien, repentinamente, soporta un gran peso sobre sus hombros, caminó hacia una silla llevando a Miguel de la mano, se sentó rodeándolo con el brazo, en actitud protectora, mientras con la otra mano tomaba por la barba la cara del niño y viéndolo fijamente a los ojos, con voz trémula y una angustiosa mirada, le preguntó:

— Hijo, ¿qué dirías si yo te contara — hizo una pausa y su gesto y el tono de su voz adquirieron una extraña solemnidad — si yo te confesara que… que ese hombre… el señor Marín, es... es tu padre?

Miguel sintió como si todo a su alrededor se derrumbara, no lograba comprender con claridad lo qué escuchaba; no supo por qué, pero sus ojos se llenaron de lágrimas y sin poder contener los sollozos, estalló en incontenible llanto.

Su madre lo abrazó.

— ¡No es verdad, hijo! ¡no! ¡no es verdad! sólo quise hacerte una broma; es una broma, hijo, sólo una broma — le repetía atropelladamente y lloraba también.

Esa noche, al recordar lo que había pasado, Miguel volvió a llorar largo rato, pero esta vez lo hizo muy quedo, casi en silencio, humedeciendo su almohada hasta quedarse dormido.

Nunca su madre y él volvieron a mencionar aquel incidente y jamás volvió Miguel a pasar frente a la tienda del señor Marín.

ABRIL, MES DEL NIÑO!.

Texto agregado el 01-04-2008, y leído por 238 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
13-04-2008 que buen escrito amigo! ****** tuga
06-04-2008 Tierna historia para el día del niño que ya viene. Saludos. Jazzista
04-04-2008 =) es un buen texto amigo!! kalebcillo
04-04-2008 Me encantó la historia, tiene visos de realidad total, el final, no sè, me deja queriendo algo más, no comprendo porque alejarse del señor M;arín cuando ni siquiera tenìa el chico un padre. doctora
02-04-2008 Un texto que atrapa. Me gustó la historia, la manera en que narras la inocencia del niño y su amor por los libros es casi contagiosa. La vida y el destino ¿verdad? la de llantos silenciosos que se quedan en el camino y los secretos que guardan. ...Enhorabuena. claraluz
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