La primera vez que ví sangre que no era la mía fue cuando accidentalmente maté a un ratón que cayó en una trampa metálica que mi tío había fabricado. Tenía seis años, pero el recuerdo de ese diminuto cadáver me persiguió durante treinta años... hasta ahora. ¡Qué ironía! Es como si esa lejana imagen hubiera sido la señal premonitoria de una muerte propia que no me iba a llegar por al menos otras tres décadas; la señal de mi propia muerte. Ahora, es evidente que nunca fuí capaz de entenderla; en realidad, nunca me imaginé que tenía significado. Confieso que pensar en ella por tantos años pudieron haberle otorgado más valor del que de seguro tenía. Sí, supongo que así fue. Entonces, ¿por qué la recuerdo justo ahora? Hace unos minutos habían otros pensamientos en mi cabeza: las deudas, la puerta en la cara, la sangre, el puñal, su rostro... mi fuga.

Nada parece tener sentido, nada. Ni siquiera el poder pensar todas estas palabras mientras caigo desde el risco de aquella distante colina. Desde aquí todo parece tan tranquilo; sólo me molesta esa maldita imagen del ratón ensangrentado y el sabor amargo de mi boca seca.

El suelo ya se acerca y temo cerrar mis ojos.