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LA DAMA DE SUANCES

Me hice un espantoso lío de carreteras para ir desde Torrelavega a Santillana del Mar. Debía de ser la novedad de romper con la rutina lo que no me permitía dar pie con bola. Una vez llegado a Santillana (el pueblo de las tres mentiras, según refiere la tradición), me dispuse a seguir los consejos de la Guía País-Aguilar de Cantabria. No estaba gozando, al entrar en la emblemática localidad, del encanto medieval de las calles, sino más bien del agobio de saberme rodeado de autobuses por todas partes. No obstante, fui tocado con la varita de la fortuna, y pude encontrar donde aparcar el coche. Estábamos en los días cercanos a septiembre, y en el cielo las nubes hacían amagos de lluvia otoñal.

No disfruté todo lo que debiera de mi recorrido por Santillana del Mar, puesto que sabía que una simple colina de verdor me separaba de la visión que llevaba un lustro sin contemplar... El mar me atraía con un magnetismo arrollador. Caminé casi extasiado por las empedradas callejas, me senté en un travesaño de lo que parecía la plaza principal y en una balconada divisé a un cura entregado al cuidado de su numerosa colección de plantas de invernadero. Esta última fue la imagen que despertó la primera de mis conmociones a tener en cuenta en el recuerdo de aquel viaje.

Pero yo seguía deseando volver a recrearme con la vista de mi añorado mar, y no medité demasiado mi siguiente acción: con el permiso de mi Guía, dejé atrás los tesoros de Santillana y bordeé la colina tras la cual el Cantábrico me estaba llamando de un modo casi telepático. Comenzó a lloviznar poquita cosa, mas lo suficiente para provocar mi irritación por saber que se me iba a quedar toda la carrocería del coche rebozada de polvo, amén de sus ya de suyo sucios cristales. Pero enseguida olvidé mi descontento al observar el mar emergiendo al fondo del paisaje.

Arribé a Suances no sé cómo, a causa de lo emocionado que me sentía. La fortuna volvió a sonreírme con una nueva plaza de aparcamiento. Y para mejorar aún más la situación, en el toldo de nubes se había abierto un ancho boquete de sol. El mar me traía la vida, y un alborozo sin igual me embargaba mientras descendía por unas empinadas e interminables escaleras camino de la playa. Había cambiado el medioevo de Santillana por el auge urbanístico de Suances, pero el Cantábrico bien se merecía ese descenso en las recomendaciones de la Guía.

Alcancé la orilla del mar, y aquí es donde de verdad tendría que haber dado comienzo mi historia. Bien podría afirmar que dejé la mente dormida, los ojos entornados, los brazos colgando y que me fui acercando a la línea divisoria del mar y la tierra. A cada paso que daba los bañistas se reproducían, y me admiró toparme con enormes cuajarones de salitre que la marea había dejado en su camino hacia altamar.

Tan pronto mis pies percibieron el gélido contacto del agua, detuve mi marcha, abrí los brazos e incliné la cabeza en sentido al sol, el cual pugnaba por despojarse de su velo de nubes.

Una luz muy hermosa iluminaba la escena. Yo me giré de espaldas, tendí mi vista por la primera línea de playa y noté que mis ojos se quedaban petrificados. «¡La dama de Suances!», exclamé para mis adentros. Hacía mucho tiempo que mi corazón no se estremecía ante imagen tan bella. Ella estaba sentada encima de su toalla, repartiéndose crema por todo el cuerpo. La luz del sol de la tarde se concentraba en sus ojos verdes, y la brisa jugueteaba con los mechones de su media melena, que a la sazón mostraba un matiz negro-azulado. Su piel no puede decirse que estuviese bronceada; antes bien, había de contentarse con lucir un adorable color horchata, que contrastaba graciosamente con su bikini turquesa.

Me olvide de los fríos lametazos que el mar me estaba dando en las pantorrillas. No podía despegar mis ojos de la dama de Suances, así como la había bautizado en mi fuero íntimo. Al cabo de unos minutos, ella se apercibió de la intensidad de mi mirada y me la devolvió tras ocultar sus ojos con unas espesas gafas de sol. Ante esto, mi timidez acabó imponiéndose y seguí caminando a lo largo de la orilla del mar. Sin embargo, no dejaba de vigilar a mi novísima musa; no perdía cuenta del más insignificante de sus movimientos.

Así transcurrió cerca de una hora, y el sol volvió a ocultarse tras su costra de nubes. Como era de esperar, la dama de Suances dio fin a su jornada playera. Recogió sus bártulos y se puso a caminar tierra adentro. Yo me quedé un poco envarado; no sabía qué distancia observar para que mi admirada no se diera cuenta de que la estaba siguiendo. La vi remontar los escalones que antes se me habían antojado interminables. Alcanzó de esta manera la carretera que circunvalaba el pueblo, y se puso en actitud de espera.

Entretanto, yo me había detenido en el promedio de la larga escalera, y acechaba a la dama de Suances al abrigo de un macizo de azaleas, pues no quería que me descubriese.

Al cabo de diez minutos, apareció por el extremo oeste de la carretera un Peugeot 206 de color azul, que se detuvo al lado de mi dama. Allí iban tres muchachas sonrientes. La dama de Suances se acomodó en el asiento trasero, y el coche se puso nuevamente en marcha con la celeridad de un bólido.

Yo trepé los últimos escalones que me separaban de la carretera, y sólo llegué a tiempo de ver cómo el vehículo se perdía tras la inmediata curva. Entonces me sentí abatido; mi coche estaba lo bastante lejos como para decidirme a iniciar una persecución de película. Desvié mi mirada al mar, y me alarmé del progreso de las sombras del crepúsculo.

Regresé como un autómata a mi hotel de Torrelavega. Tras una cena frugal, decidí que no iba a salir a tantear el ambiente nocturno. La desaparición de la dama de Suances me había dejado sumido en una ineludible melancolía. Empezaba a considerar que ella hubiera sido la mujer de mi vida si mi torpeza y mi timidez no me lo hubiesen impedido. Me imaginé su sonrisa (y, por cierto, no la había visto sonreír), y pensé en la cantidad de cosas hermosas que pasan a nuestro lado sin que sepamos hacer otra cosa que dejarlas correr... Con éste y otra multitud de pensamientos del mismo cariz, bajo el rumor de la televisión hotelera, noté que el sueño me vencía los párpados.

Serían cerca de las once de la mañana cuando por fin me espabilé. Siempre he sido persona de madrugar, de ahí que me reprochara el haberme levantado tan tarde. Enseguida reuní mi magro equipaje, liquidé la cuenta del hotel y me fui a desayunar a un bar cercano a la estación de FEVE. Luego, sin más dilaciones, puse rumbo a Santander.

Se me hicieron extraordinariamente cortos esos treinta kilómetros que me separaban de la capital. Sin embargo, no llegué a entrar al centro urbano; tomé el desvío al Sardinero, atraído por la fama de sus playas. Aparqué el coche en las proximidades del estadio del Racing de Santander, y con una premura poco habitual en mí me encaminé hacia la playa.

La capa de nubes en el cielo distribuía el sol con cuentagotas. La brisa marina transportaba ligeras notas de frescor, y por eso se veían entre los bañistas menos torsos desnudos que los acostumbrados. Las del Sardinero son las mejores playas que conozco. Antes de llegar al agua hay una ancha explanada de arena apisonada (toda ella sembrada de pintorescas conchas marinas), por la que resulta agradable dar largos paseos. Así se me fue el resto de la mañana. Las nubes fueron dando más margen al apocado sol, y todo se perfilaba de una belleza indescriptible. Allá lejos se columbraba un ferry anclado en mitad de la bahía. La playa se fue poblando súbitamente.

Yo subí al promontorio donde se asientan los famosos jardines de Piquío. Desde allí se disfruta de un paisaje que enaltece el alma. Y allí es donde mi melancolía marcó una tregua en su acoso hacia mi persona... Sí, divisé a la dama de Suances (acompañada de sus tres amigas) dirigiéndose con su bello bikini a la orilla del mar.

¡Qué hermoso me pareció entonces el sol redivivo! La vida me concedía otra oportunidad para dar cumplimiento a mi sueño.

Corrí como un energúmeno hacia la playa. Entretanto, la dama de Suances ya se había adentrado un buen trecho en el extenso piélago. Su cuerpo había desaparecido entre el abrazo azul del agua. Y su cabeza pasaba desapercibida entre una multitud de cabezas, pues, con la mayor insolación de ese momento, el mar se había ido abarrotando de bañistas; la línea de la costa no parecía sino un efervescente bosque de cabezas humanas. De súbito, se alzó un fuerte viento que hizo que las olas cobraran inusitado coraje, y enseguida todo se tornó una mezcolanza de espuma y nadadores enfervorizados, ya que resulta cuando menos delicioso sentir cómo los embates de las olas arrastran el cuerpo del bañista a su antojo.

Tardé más tiempo del que deseaba en llegar al mar, pues hube de sortear a la muchedumbre tumbada en la arena. Como pude, me quité la ropa y me introduje en el agua en pos de la dama de Suances.

Pero mi proyecto estaba destinado a no alzarse con la palma del éxito. Con tanta gente como allí había bañándose, me resultó imposible localizar a la mujer que desbordaba mis pensamientos. Ni tan siquiera pude reconocer a sus amigas. La desesperación fue ganando terreno en mi interior, hasta que no me quedó más remedio que darme por vencido: la dama de Suances había sido virtualmente engullida por la ola turística que cada año invade nuestras playas.

Esa misma tarde, tras hacer una breve escala en Santander, tomé la decisión de volver a mi casa, y, mientras conducía por la cordillera cantábrica, no podía hacer otra cosa que rememorar los ojos de mi hipotética amada. Cuando iba atravesando el puerto del Escudo, me prometí a mí mismo que al año siguiente regresaría a Suances, por si se presentaba de nuevo la oportunidad que no debí dejar correr, como tantas otras que han pasado por mi lado sin que yo les prestara consideración alguna.

Pese a todo, seguiré conservando intacto mi optimismo. Hasta el momento de iniciar de nuevo mi búsqueda, proseguiré mis quehaceres cotidianos con la certeza de que al final la esperanza acabará mudándose en amor. Un amor nacido en la arena del Cantábrico.

El jardinero de las nubes.

Texto agregado el 02-04-2008, y leído por 195 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
08-04-2008 Es como ir con el narrador, todo el tiempo, protagonizando sus experiencias y recorriendo sus espacios. La descripción es estupenda: literaria, subjetiva, llena de colorido y emoción, y va generando un marco delicado y propicio para la historia. Felicitaciones, 5* sara_eliana
06-04-2008 Un texto precioso, como siempre, que engancha. Y por si fuera poco, bien narrado y perfecto en su forma. margarita-zamudio
05-04-2008 muy bueno, la narración es perfecta***** alejandrocasals
04-04-2008 Con este relato nos has permitido viajar por hermosos lugares.que tan bien has descripto.Sin olvidar a esa musa inspiradora que te permite seguir soñando"quizás el próximo año"........Mis estrellas. almalen2005
02-04-2008 Hermoso texto, hermosas imágenes. Adoro el mar y lo vi a través de tus ojos. Me hiciste sonreír con tu bella bañista que sin siquiera imaginarlo despertó una pequeña llama que se puede transformar en un fuego arrollador si el año próximo la encuentras, en Suances. Un beso y todas mis estrellas. Magda gmmagdalena
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