Las palabras empezaron a volverse un murmullo continuo e inteligible. Miró hacia arriba, hacia ese cielo azul de verano, y allí encontró el sol. Lo miró como cuando era joven, y después de detallarlo unos segundos, como despidiéndose, miró a la multitud. Sus ojos se clavaban en él, sus bocas entreabiertas no hablaban pero su expresión bastaba para entender lo que pensaban sentían y no decían. No le importó. Tal vez antes importaba. Tal vez ella importó. Tal vez… Y se perdió en sus cavilaciones, en el eterno tal vez. Trato de respirar pero sintió un roce en el cuello. Esto lo trajo de vuelta. “Ah claro, se me olvidaba, hoy me ahorcan. ¿Que debo decir? ¿Adiós? ¿A quien?”

-¿Algún último deseo?
-…
De nuevo las palabras se volvieron murmullo. Miró por última vez la multitud mientras la cuerda apretaba su cuello, recordó ese apretón sentido hace tiempo (años, meses, días, horas, quien sabe) la cuerda en su cuello. El mismo apretón asesino que cuando sentía la falta de ella volvía, pero este no era tan fuerte, este dejaba pasar más aire, este era como una suave caricia, como cuando ella jugueteaba y ponía su bufanda con la mariposa bordada alrededor de su cuello. Esto no lo mataría.

Cuando lo bajaron y toda la gente se fue, abrió la tapa de su ataúd y se levantó. Ya que lo creían muerto podía irse para no volver jamás. Pero apenas iba saliendo un ventarrón lo sorprendió por la espalda, y al volverse una tela roja que el viento arrastraba, se le enredó en el cuello.

Al día siguiente pocos en el pueblo entendían como él había salido de su ataúd, el cual habían cerrado con clavos apenas lo metieron dentro. Pero lo que nadie entendía era por qué si había sobrevivido, ahora estaba tendido en las afueras del pueblo, muerto por asfixia, sin señales de haber forcejeado, con una bufanda roja alrededor del cuello, la cual tenía una pequeña mariposa bordada en la punta.