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MALA SUERTE

Rodrigo Quintero era un indígena de la etnia Triqui del estado de Oaxaca en México. En las comunidades serranas lo conocían con el apodo del “Malasuerte”, por cierto, él se lo adjudicó en un acto congruente con su vida. La madre murió cuando nació Rodrigo. Nueve días después del fallecimiento de la mujer se organizó una velada en memoria de la difunta en donde el padre del Malasuerte, Margarito Quintero, perdió la vida en una riña dizque por el honor de la familia, pues su compadre Saturnino Rendón con media garrafa de mezcal circulándole por el torrente sanguíneo perdió los buenos modales y la consideración al compadrazgo y de plano frente a frente le preguntó si no le parecía raro los ojos color verde del recién nacido, como los de aquel predicador quien unos meses atrás pasó por el pueblo anunciando el fin del mundo.

No se dijo más entre los compadres, ¡los machetes saltaron de sus vainas y se cruzaron en el aire con fuerza!, con rabia y destreza, buscando la carne del oponente a la luz de las teas que chisporroteaban avivadas por las ansias de matar de los rijosos diseminadas en el ambiente. Los oponentes parecían siluetas fantasmales bailando una coreografía de la danza de la muerte. Un grito de angustia y espanto fue el colofón de la singular pelea. En el suelo quedaron separados la cabeza y el resto del cuerpo de Margarito, complementándose así la orfandad de Rodrigo.

La crianza del niño quedó a cargo de la abuela materna porque los familiares del padre tomaron odio hacia el chiquillo, pues lo consideraron causa de la muerte de éste y en esa atávica costumbre de los indígenas de justificar lo desconocido con causas sobrenaturales, creían ver en los ojos verde claro del huérfano algo relacionado con el diablo. La niñez y la adolescencia fueron especialmente difíciles para nuestro personaje quien fue víctima de casi todas las enfermedades propias de los niños de la región: tifoidea, dengue, varicela, sarampión, disentería, conjuntivitis y hasta mal de ojo. Era tanta su mala suerte como la falta de defensas en su organismo. Su abuela víctima de la ignorancia lo escondió en una cueva treinta días para protegerlo durante ese tiempo del contagio de la enfermedad de las “vacas locas”, todo porque alguien dijo fue eso lo que mató a la vaca de Chon Prieto. No fuera a contagiarse su nietecito, se justificó después la anciana.

Con más edad, el amor y el sexo llamaron impacientes a la naturaleza de Rodrigo, sobre todo el sexo, principalmente de noche y al amanecer, ¡tanto así! que durante las faenas del día el muchacho no dejaba de mirarse la mano derecha temeroso de comprobar le estuviera creciendo de más o le empezara a salir pelo de cabra por andar haciendo cochinadas como contaban los viejos del lugar; le asustaba pensar en Bartolo el manco del pueblo; pues platicaban del Bartolo cuando era joven le salía tanto pelo de cabra en la mano, que nunca terminaban de cortárselo y sus padres para castigarlo decidieron cortarle el brazo, ¡Dios me libre!, mejor me caso, decía Rodrigo.

Desde entonces empezó a cortejar a cuanta mujer soltera se atravesara a su paso, desde luego con la intención de casamiento, pero su compañera la mala suerte nunca lo abandonaba —según él— y todas las muchachas requeridas ya habían ido al río con algún fulano, la mayoría se habían mojado ya varias veces y él ¿por qué no?, buscaba el asunto nuevo, sin uso.

¡Por fin! conoció a Virginia Concepción Iglesias y se casó con ella. ¡Carajo!, con ese nombre ella no podía ser mala persona —se dijo—. Fueron dos años, tres meses y ocho días de felicidad hasta aquella tarde cuando regresó a su jacal y lo encontró vacío; el desgraciado de su hermano Nicomedes se había llevado a su amada esposa, le había quitado a su “conchita” en quien depositaba sus alegrías, sus penas y algo más. Ese mismo día decidió irse como ilegal al país del norte.

Ya en la frontera, antes de cruzarla, para librarse definitivamente de su mala suerte le hicieron la enésima “limpia” y para asegurar el asunto se cortó el pelo a rape, compró una peluca y se vistió como mujer para que la mala suerte no lo reconociera y no lo acompañara al país vecino. Durante la travesía como ilegal, en pleno desierto cuando estaba cagando lo picó un escorpión en salva sea la parte y el veneno lo paralizó por varias horas; el traficante de indocumentados y sus compañeros de aventura lo abandonaron seguros de su muerte a causa del veneno. Más adelante el grupo fue descubierto, apresado y deportados semanas después. Mientras tanto, en la candente arena del desierto, elementos de la policía de migración en un recorrido de rutina encontraron aquel pelón vestido de mujer babeando, con los ojos desorbitados y presa de grotescas convulsiones; decidieron dejarlo morir en aquel lugar y su cuerpo fuera devorado por los coyotes como suele suceder en muchas ocasiones, uno de los policías dijo: —Mierda de travesti, venir a morir tan lejos—

Esa fue la única vez que la mala suerte —el piquete de escorpión— aparentemente le trajo beneficios, pues horas después aún con las secuelas del veneno Rodrigo continuó su viaje.

Ahora, frente a la opípara cena, graciosa dádiva concedida por las autoridades del penal gringo donde estaba confinado con sentencia de muerte para cumplirse al siguiente día, “el Malasuerte” pensaba con calma, sin resentimiento, tal vez resignado ante su destino fatal:
—¡Caray!, si no hubiera encontrado el cuchillo y la chamarra en el basurero del callejón de al lado de la carnicería donde trabajaba y no la hubiera recogido… ¡Pero el cuchillo estaba nuevo!, con buen peso y mejor filo, y la chamarra, sólo esas manchas de sangre que con agua y jabón limpié al día siguiente. ¡Me veía muy bien en el baile country donde me apresaron!—

¡Maldita suerte!, alguien reconoció la chamarra, lo detuvieron, revisaron su cuarto y encontraron el cuchillo; sin saber de dónde y porqué, aparecieron dos testigos, un borrachín indigente y una prostituta infectada de SIDA por un indocumentado. Luego, con una convincente “técnica” de interrogatorio le arrancaron una confesión que lo inculpaba.

Después, un juicio en un idioma distinto al suyo el cual no comprendía bien, lleno de tecnicismos legales nunca explicados por el abogado asignado por el estado norteamericano según para defenderlo. Finalmente fue condenado a morir en la Silla Eléctrica.

Rodrigo Quintero alias el “Malasuerte” se cansó de escribirles a las autoridades de su país pidiendo ayuda, cuando la embajada le contestó fue para decirle no poder considerar su solicitud porque los funcionarios de todos los niveles estaban asignados a los preparativos de los festejos para conmemorar el Bicentenario de la Independencia del país.

Le escribió también al Santo Papa pidiéndole ayuda, la Excelentísima Secretaría de Asuntos Laicos Menores, le contestó a través de una carta acompañada de una imagen de San Juan Diego, dizque el protector de los indígenas. Le comunicaban haber turnado su asunto al Subsecretario Adjunto del Secretario pro tempore del asistente de su Santidad. Le aconsejaban no preocuparse porque su turno para ser atendido no estaba muy lejano, le había correspondido el número 666 en la lista de espera. Desde luego, tratándose del simbolismo de aquel guarismo, por obvias razones nunca lo atendió el Vicario de Cristo.

El día de la ejecución no quiso recibir el sacramento de la confesión; primero, por no tener culpa que confesar; segundo, el capellán de la prisión era gringo y tal vez por no dominar el idioma español, en lugar de darle la absolución, ¡le mentaba la madre!

Sujeto a la silla de la muerte, Rodrigo Quintero con los ojos cerrados esperó la descarga mortal, al impacto de la energía abrió los ojos y volvió a ver aquellos destellos que lo acompañaron toda su vida; de joven pensaba eran luciérnagas volando sin rumbo en la oscuridad de la noche allá en las agrestes montañas de su patria; luego con el paso de los años imaginaba los destellos de los ojos de su esposa Virginia Concepción mostrándole el camino para encontrarla. Al momento de morir, vio con toda nitidez brotar de la mirada lujuriosa de un extraño de ojos verde claro como los suyos, fulgores malignos, mezclándose con los destellos de dos machetes que chocaban en el aire anunciando ¡el final de su mala suerte!

Jesús Octavio Contreras Severiano.
Sagitarion.

Texto agregado el 24-04-2008, y leído por 1643 visitantes. (23 votos)


Lectores Opinan
21-04-2016 Sagitarion: Tu texto me hizo recordar al coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento. García Márquez seguramente te contrataría para realizar el argumento de sus obras, y entre los dos escribir la más genial de las novelas. Un gusto leerte. Saludos. Clorinda
18-12-2014 Sagitarion, buen cuento, con histórico contexto!!! efelisa
18-11-2014 Me dejaste pensando amigo. No me costó leerlo pues imagine una sátira de humor negro. Voy a leerlo nuevamente pues no esta lejos de la realidad de ciertas vidas. El_Quinto_Jinete
17-11-2014 Me gustó. orlandoteran
16-05-2014 *****Como buen mexicano, tratando todo tema con sentido del humor. Solo_Agua
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