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Autor: amiéiro@hotmail.com

"Prefiero molestar con la verdad, que complacer con adulaciones"
Séneca

A mi amigo Richard que murió en el año 1999.

Me invitaban a “fiestas de quince”, aunque ya no tenía quince años, ni siquiera veinticinco, pasaba de los treinta y me acercaba a los treinta y cinco, pero me invitaban porque era médico de familia y les resolvía a los muchachos un montón de problemas: preservativos, anillos, “t”, asas, pastillas anticonceptivas, y un montón de problemas …

Eran fiestas raras, a los ojos del gobierno, porque se bebía mucho ron y se tocaba rock. Yo no sabía bailar, ni sé bailar; entonces me sentaba por allí, en un rincón, con un vaso en la mano mediado de ron con limón y azúcar y una cucharita para revolverlo de vez en cuando. Y tocaban su rock. Eran buenos. Las chicas venían y querían sacar abailar al médico de familia. Me negaba. No me gusta hacer el payaso. Me excusaba: “No, luego … Estoy mataó” Y se iban.

Un día se embullaron a meter una fiesta en el cementerio de Colón. Un grupo de rock medio gótico, querían tocar en una bóveda abandonada.

— ¿Vas con nosotros, médico? — me pregunto Richard, el jefe del grupo.

— Coño, claro, voy en esa. No me dejen fuera— respondí sin titubear.

Esa onda de los cementerios por la noche tiene sus atractivos. Recuerdo que una vez siendo estudiante de medicina tuve una novia psicóloga que le privaba la parapsicología y hablaba con sus antepasados. A veces llegaba a su casa y me la encontraba hablando con su tía o su abuelo muerto casi cien años atrás. Era fanática a hablar con los muertos. Vivía sola y con el único vivo que hablaba era conmigo. Pero lo de la comunicación con los espíritus era muy natural, todo, sin crucifijos ni vasos de agua por medio.¡Qué va! Nada.

Era un fenómeno la muchacha.

Por las noches nos íbamos para el cementerio de Colón y registraba con un equipo las ondas electromagnéticas de los espíritus. Lo único malo que yo le veía a aquella jodienda era que se encarnaban muchos muertos oscuros. Una vez se le encarnó un tipo que había muerto en los años sesenta y trabajaba a destajo con el Ché fusilando gente en la Cabaña. Tremendo arrastre. El hombre se le montaba y ella lloraba y lloraba, es que tenía sangre para montar muertos asesinos de todas las épocas y países. Cuando la escuchaba balbuceando en inglés o en chino era del carajo. Todavía en inglés entendía algo y la tranquilizaba, pero cuando me hablaba en chino o en japonés casi siempre era que se trataba de un samurái arrepentido de todas las cabezas que había cortado, o del harakiri que se había hecho.

Era una mujer hermosa, linda, bien formada, pero se transformaba con eso de la montadera de muertos. Una vez montó a un kamikaze y estaba sentada en el amplio sillón de la sala de su casa y maniobraba como si fuera en picada hacia un barco, la cara se le crispaba. Era del carajo ver aquello.

Pues metíamos unos picnic maratonianos en la necrópolis de Colón. Llevábamos dos jabas, una con los equipos y la otra con la jama y la bebida. Saltábamos el muro trasero y nos escondíamos entre las tumbas, ella sacaba sus equipos para registrar ondas electromagnéticas y las auras de los espíritus y yo me dedicaba a tomar cerveza. Me tumbaba detrás de una tumba abandonada y contemplaba la luna y aspiraba el olor de la noche. ¡Qué más podía pedir! Era la paz de los sepulcros. Acompañado por una joven y hermosa mujer y rodeado de seres indefensos. A cada rato se acercaba hasta donde yo me encontraba y me preguntaba cómo iba todo y yo le contestaba que muy bien. Y bebía, la cerveza estaba fría porque la traíamos en una neverita portátil que el padre que era del ministerio del interior se había robado en la corporación donde trabajaba: “Gaviota”

“Tocábamos” ( un billete de 20 pesos a cada uno, eran dos) con algo a los serenos que hacían su ronda por el cementerio con sus perros y sus escopetas, porque era una época muy difícil, la gente se robaba todo lo que oliera a plata, para cambiarlo por pantalones, carros, comida y jabón. Profanaban tumbas. Y luego por la mañana amanecían las estrechas callejuelas llenas de ataúdes y jirones de ropa y trozos de cadáveres. Sí, fue una época dura.

Una vez estaba medio borracho y delante de mi profanaron una sepultura a las cuatro y pico de la mañana. No pude hacer nada. Era tres tipos grandes, fuertes, y estaba vivos, muy vivos. Yo me quedé allí, en mi sitio. Tranquilo. Bebiendo. Observando como maniobraban para despojar de lo fundamental al muerto fresquito. De la mañana. Sólo llevaba enterrado unas quince horas. Apestaba, pero a ellos no les importaba. Con una pata de cabra levantaron la tapa de cemento de la sepultura y bajaron al foso, rompieron la madera del féretro y robaron. Yo miraba las luces de sus linternas bajar y subir. Uno me alumbró la cara y me dijo: “Como digas algo ya sabes …” Hizo un gesto en torno a su cuello con el dedo índice de su mano derecha. Imitando una guillotina o un cuchillo. Yo estaba casi borracho, pero comprendía. Me la arrancaría si hablaba con alguien algo de lo que había presenciado. Casi a amaneciendo terminaron su trabajo, porque profanaron cuatro o cinco tumbas más y luego se marcharon, entonces se apareció mi novia y la invité a beber y bebimos acurrucados. Le pregunté cómo le había ido y me dijo que todo bien, había montado a un esclavo muerto en el año 1885. Me parecía bien que hiciese todo aquello, me preguntó que por qué no me atrevía algún día a pasar un muerto, que era fácil, que yo tenía cualidades especiales para eso y le contesté que prefería encargarme de los vivos en la consulta, que con eso ya tenía suficiente. Y miré su rostro al amanecer, hermoso. Era una mujer muy linda. Casi perfecta. Nos besamos junto a la tumba.

Luego nos separamos, al terminar la carrera. A ella la mandaron para Pinar del Río y a mi para la Sierra Maestra. Yo me empaté con una campesina y ella con un pinareño que le sufragaba sus investigaciones, terminamos nuestra relación como amigos.

Por eso cuando los rockeros me invitaron a su fiesta no me negué. Richard tocaba sabroso. Era el guitarrista del grupo. No sé bailar, pero sé cuando alguien toca bien.

Antes de que cerraran la necrópolis nos colamos, los serenos recibieron su remesa y nos fuimos a la bóveda. Era grande. Había que bajar unas escaleritas de mármol y todos eran góticos menos yo. Vestidos de negros, ojerosos y flacos. Sabía que dos o tres padecían de SIDA. El baterista, un bajo y un vocal. Richard estaba limpio. Empezaron a mezclar parkinsonil con ron. Me dieron a probar, lo rechacé. Me dieron cerveza, acepté. Afinaban los instrumentos la luz era escasa, proyectadas por unos quinqués que nos habíamos traído de casa. Afinaban. Encendieron sus marías. Me brindaron. “ No asere, lo mío es la cerveza” Respondí. No insistieron. Cuando estaban sabrosos, uno de ellos, Marcos, se viró hacia el grupo y como si se tratara de un espectáculo, me presentó: “En la noche de hoy estará con nosotros el afamado doctor tal …”

“— Eh, muchacho, toquen, desmayen esa trova, lo agradezco, pero prefiero el anonimato. No me gustan las presentaciones en público— dije”

“ — Está bien, docto, pero tú eres la luz, la luz, brother. En Cuba no hay dos tipos como tú …”

Estaba empastillaó, era el baterista, pero me halagó aquello. Me llegó adentro. Me incorporé porque estaba sentado en el suelo del panteón, recostado a un nicho. Lo abracé, se me saltaron las lágrimas.

“— Rompan el hielo, caballeros— dije”

Rompieron. Los cristales de la bóveda vibraban. Se pasaban entre ellos una mezcla de alcohol y pastillas. Eran buenos.

“— Denle suave …— les advertí.”

No respondieron, estaban metidos en su música. Las guitarras rasgaban la noche, los muertos saltaban en sus nichos. Me complacieron, tocaron cosas de Lou Reed, de Santana … Yo bebía mi cerveza, el muerto que yacía sobre mi cabeza era de 1958. Un hombre. Estábamos en 1992. Comprendí cuan poco éramos en el espacio infinito y seguí bebiendo. La cerveza era buena y estaba fría. Las jabas de sacos que habíamos traído con nosotros tenían un par de piedras de hielo. Mi novia ya no estaba conmigo, estaba solo en medio del espacio cósmico. Era un pobre tipo envejeciendo en un país del tercer mundo. Me invadió una sensación rara. No era nadie. Nadie. Un hombre más que se moriría un día. Ellos tocaban un rock lento. Sacaron unas jeringuillas y se inyectaban en la vena un líquido rojo, se la pasaban entre ellos. Yo estaba medio borracho. Me había metido entre pecho y espalda como siete cervezas con el estómago vacío.

— ¿Eh, qué hacen ?— pregunté poniéndome de pie.

— Nada, docto. SIDA, es sólo eso …— respondió Richard, el jefe del grupo. Ya era tarde.

— Ustedes están locos, ¿ por qué hacen eso? ¡Y delante de mi! Coño, eso es una falta de respeto — dije exaltado.

— Docto, nosotros no tenemos dólares, no nos dejan tocar en lugares públicos, no somos nadie. Sólo tú y unos cuantos nos prestan atención. Pasamos hambre. ¡Allá dentro se come bien!

Lo agarré por el cuello, quería estrangularlo…

— ¿Dónde cojones se come bien? Dímelo, cabrón …— pregunté.

— En Los Cocos, docto. En Los Cocos, en el sanatorio. Te meten preso allí, pero dicen que se come sabroso. Y nosotros queremos jamar bien: desayunar, almorzar y comer, aunque estemos presos. ¿Entiendes?

Desde el inicio del incidente habían dejado de tocar. Los otros nos observaban, atentos.

Lo solté, querían comer. ¡Qué locura!

Caí al suelo y mi rostro quedó aplastado contra el nicho del muerto y la fecha de su muerte en relieve se incrustó en mi frente: 1958. Un buen año. Sin dudas.

Derramé en el suelo la cerveza. No tenía fuerzas. “¡Querían comer, pero antes tenían que enfermarse! ¡Que kafkaiano todo!” Pensé.

Y el rock lento sonó, la banda se animó. Y por primera vez sentí la muerte cerca de mí. Los espíritus danzaban en la penumbra de la bóveda. Eran gigantescos. Enormes. Y yo los percibía. Por primera vez en mi vida.

— Docto, no se preocupe, da lo mismo morirse a los treinta que a los setenta. Total, el resultado es el mismo. Mire usted, esta gente no siente— dijo y señaló para los nichos. Al azar.

Recordé a Camus, seguro era una frase prestada de él, pero tenía razón. Me brindaron otra cerveza, la acepté, pero me supo amarga. Muy amarga.

Texto agregado el 01-05-2008, y leído por 128 visitantes. (0 votos)


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