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Salí de casa corriendo, tanto que casi me llevo por delante la maceta del cactus que está en las escaleras del portal. Estaba tremendamente excitado porque hoy debía de exponer un proyecto muy importante, en el estudio de arquitectura en que trabajo. Me jugaba un ascenso y la posibilidad de pasar a ser socio. Y el maldito despertador tuvo que elegir esta precisa mañana para no sonar, o quizás el cansancio de una noche ajetreada me pasó factura y no lo escuché.
Eran las 9.30 y tenía que estar en treinta minutos en la reunión. Con la camisa mal puesta y la corbata en la mano junto con la amalgama de papeles y planos, hice lo que pude por intentar parar un taxi, que no se, si por misericordia de mi esperpéntica estampa, o por interés cotilla y ramplón, dio un frenazo para llevarme a mi destino.
Entré en el taxi de un salto desesperado, como en las películas en las que saltan por la ventanilla para entrar en un coche en marcha. Tras saludar al bigotudo y flacucho conductor, me puse a secar los chorretes de sudor que caían por mi frente, cada vez más amplia por los años. Mientras me abrochaba como es debido la camisa pude sentir un olorcillo a taberna dentro del taxi que me extrañó mucho. Levanté la vista al acabar de arreglarme la camisa y me di cuenta que el taxista además de ir fumando, llevaba una lata de cerveza en el salpicadero del coche y un bocata de calamares entre papeles en el asiento del copiloto.
El hombre empezó a hacerme preguntas acerca de mi trabajo mientras yo trataba de colocarme de una manera un poco digna la corbata roja con franjas azules que suelo ponerme en las reuniones importantes. Cuando por fin terminé de acicalarme y comprobar en el espejo que el nudo de la corbata no estaba demasiado torcido, me relajé un poco. El sonido del intenso trafico, con sus frenazos, bocinas y gritos de conductores exaltados o apremiados por el tiempo, hacían difícil conseguir un relax total. Pero en ese momento el recuerdo de ella consiguió evadirme de la situación, y seguramente dejó en mi cara claros signos de embobamiento por el comentario jocoso del taxista.
Lo primero que recordé fue la extraña sensación de pánico que durante unas milésimas de segundo sentí cuando no yacía a mi lado al despertar. Inmediatamente esa imagen se fue, y vinieron las mucho más agradables de la noche anterior. El tacto fresco de su piel, que se erizaba al ligero roce de mis dedos haciéndola sonreír, dándome con ello la vida. El aroma a frutas de su melenita morena, gracias a esos champús tan modernos con tantas vitaminas y extractos de frutas que están de moda. Esos grandes y preciosos ojos verdes en los que no me importa perderme durante horas. Recordando nuestros cuerpos entrelazados haciendo apasionadamente el amor la noche anterior, divisé entre mis legajos un sobre que no era mío.
Este llevaba su nombre y también su letra, lo que hizo esbozar una sonrisa a mi ilusionada boca. Abrí con estrépito el sobre para leer la carta que estaba dentro. Esperando ver sus palabras de amor animándome para la exposición de mi gran proyecto arquitectónico, comencé la lectura. Un escalofrío espeluznante seguido de una inmensa sensación de vacío recorrió mi cuerpo de principio a fin, esa sensación que causa la reflexión profunda sobre la muerte. La misma, pero multiplicada mil veces, que sentí al no encontrarla a mi lado esta mañana. Pánico, es la palabra que define lo que sufría mi cuerpo y alma en ese momento. Estaba en la Castellana a las 9.45, rodeado de coches haciendo ruido, el taxista hablándome de nimiedades y la radio entonaba, crueldades del destino, nuestra canción; pero yo estaba en otro lugar, sólo, más sólo de lo que jamás me haya sentido, pequeño e insignificante como una gota en el océano.
Empecé a recobrarme del shock, estaba totalmente pálido y volvía a sudar como cuando entré en el taxi, pero esta vez, el sudor corría por mi espalda más frío que el viento estepario. Ella, la misma que anoche hacía el amor conmigo con tanta pasión, me había abandonado. No podía evitar pensar que nunca volvería a oler su pelo, o a acariciar su piel, o a perderme en sus ojos. Nunca más me sentiría vivo. Mi pensamiento se volvía una espiral gigante que me iba a reventar la cabeza. Ella, a la que había dedicado mi vida, mis ilusiones, mis proyectos, huía de todo esto. Decía querer buscar el amor verdadero que en mi no encontraba, por andar yo ofuscado en mis planos y reuniones. Mi carrera profesional es lo único que me importa y por lo único que estoy dispuesto a sacrificarme según ella. ¡Qué narices sabrá ella, a lo que he renunciado durante estos 15 años!
Nos acercábamos a mi destino cuando me pareció verla en la calle, andando del brazo de otro hombre, pero no era ella. Cada mujer que paseaba se convertía en ella a mis cegados ojos, cegados por la furia, por el dolor, por el miedo. Por fin llegamos al estudio. El taxista parecía preocupado por la cara que yo tenía. Tanta pena le debí de dar que me ofreció una de las cervezas que llevaba en la guantera mientras me cobraba los 12,45 de la carrera. Con una gran sonrisa bajo sus inmensos y mojados bigotes por la cerveza, me despidió.
Yo quedé quieto en la acera, viendo partir el taxi. Expulsé todo el aire que llevaba dentro de mis pulmones, intentado con ello sacar de mí la sensación de pesadumbre que me aplastaba. Hurgaba con mis manos los bolsillos de mis pantalones, cuando caí en la cuenta de que me había dejado todos los planos y papeles en el taxi, todos menos la desdichada carta. Pese a lo que ella pensaba, no me importó lo más mínimo haberme dejado olvidado en el asiento trasero de ese taxi todo mi futuro profesional. Por desgracia para mi, en ese taxi había dejado algo mucho más importante que unos simples papeles. A lo lejos, poniendo el intermitente para torcer a la derecha, se marchaban mis ilusiones, mi pasado y mi vida.

Texto agregado el 19-04-2004, y leído por 147 visitantes. (0 votos)


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