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Pesadillas indestructibles

Al subir a su habitación, Vignac encontró en el piso un sobre de manila que le habían tirado por debajo de la puerta. Lo recogió y mientras se sacaba el saco, leyó la pequeña nota de papel encerado pegada encima. Un botones había tratado de ubicarlo por la tarde. La información provenía de su conocido de las computadoras y al ojear las primeras hojas, Vignac desistió de irse a dormir y se puso a leer como loco.
La fotografía que le había entregado de la hija de Tarant había coincidido con un recorte de la sección espectáculos de un periódico del año anterior. Su asociado le enviaba una copia de la nota, que contaba las maravillas vocales y la presencia irresistible de una joven que actuaba en un cabaret. Se hacía llamar Rina Lautrec y bajo ese nombre, el experto hacker había podido ubicar cuentas de teléfono, impuestos, un apartamento, cuentas de banco, el nombre de su representante y todos los lugares donde se había presentado en los últimos cinco años.
Vignac golpeó su puño contra la mesa, haciendo saltar todos los papeles y la taza de café vacía. Después de tanto tiempo, estaba tan cerca. No podía esperar un minuto más. Se puso una gabardina y antes de salir, al lugar donde ella había trabajado hasta hacía pocos meses, dejó un mensaje en la contestadora de Deirdre, en caso de que algo le sucediera esa noche.
A la misma hora que Vignac estacionaba frente al lujoso cabaret apenas conteniendo sus ansias, Lucas Massei rondaba los pasillos de Santa Rita. Perdido en sus pensamientos, había deambulado como un fantasma por el primer piso, pasando frente al comedor donde habían encontrado el cuerpo, chocando con la mesa, temporalmente dispuesta en el salón grande, entrando y saliendo de la recepción. Regresó a su consultorio, pero al pasar notó que Fernando había dejado la luz encendida al marcharse, y entró a apagar la lámpara. Sobre el escritorio había un cuaderno abierto y hojas de notas esparcidas. Sacudiendo la cabeza por el desorden de Tasse, sus ojos quedaron clavados en unas palabras, lo último que el psicoanalista había escrito antes de recordar que debía volver a su hogar.
Lucas se sentó en el sillón, la frente apoyada sobre los pulgares con los codos sobre el escritorio y meditó. La conexión resultaba misteriosa ¿Por qué se verían en sueños? ¿Cómo podían tener dos personas el mismo sueño? Además, él había presenciado algo muy raro cuando Ulises actuaba como sonámbulo, aunque después lo había apartado de su mente. Le costaba aceptar que pudiera tratarse de algo sobrenatural. Carlos le había contado que antes del escándalo y los desbarajustes de la noche anterior, había sentido frío y un sonido zumbante que provenía del cuarto donde Ulises dormía tranquilamente. También estaba dormido cuando su compañero enloqueció y trató de ahorcarlo.
Tenía que ver qué andaba mal con Ulises antes de que ocurriera algo peor. Lucas no se puso a dudar y caminó directamente a su cuarto, indicándole a Débora, que se sorprendió al verlo por allí, que lo acompañara.
Aunque no recordara todo lo que había pasado en sus pesadillas, Ulises estaba seguro de que algo espantoso quería atraparlo y que todo lo malo que sucedía a su alrededor estaba causado por eso. Tomar la droga de Eduardo había sido un terrible error, y la noche siguiente el efecto parecía continuar, aumentado. Al despertar, vio que el horror continuaba en la realidad y ya no supo qué hacer para escapar. Ahora, no soportaba la idea de dormirse, temiendo despertar en una atmósfera helada y oscura, donde ya no existiera el mundo que conocía y sólo hubiera tinieblas.
–¡Está dormido! –exclamó Débora por tercera vez, tratando de disuadir al doctor de entrar.
Ella tenía la certeza de que estaba bien y que no era necesario entrar. Pero Lucas ya se hallaba en la puerta, la mano en el picaporte, mientras la enfermera lo perseguía al trote, cargando con el registro de los pacientes. Lucas dudó un instante: ¿no se estaría dejando llevar por la superstición? ¿Qué iba a encontrar? ¿Y si no le pasaba nada? La luz del pasillo se coló en la penumbra rojiza de la habitación. El paciente estaba en su cama, cubierto con la sábana hasta la cabeza.
Se acercó. Ulises seguía despierto, a pesar de los sedantes que le prescribió Avakian. Débora sacudió la cabeza, desde el pasillo. El joven sintió que alguien se le acercaba y su cuerpo se tensó bajo la sábana. Lucas notó el movimiento y lo descubrió de un tirón.
–¡Ah...! –gritó Ulises, saltando y acurrucándose en la cabecera.
Lucas respingó por el repentino grito y luego trató de calmarlo, pero el muchacho parecía no reconocerlo. Al final, dejó de gemir y balbucear y dejó que lo tocara. Débora entró y encendió la luz, preocupada; mordía su lápiz mientras Lucas le examinaba las pupilas al desorbitado joven. Tenía las manos amoratadas, y marcas rojas en los dedos.
–¿Qué es esto? –murmuró Lucas, tomando su mano derecha. Estiró la manga de su camiseta y notó marcas rojas similares en el brazo. Tenía huellas de dientes enterrados en la carne, y cardenales por pellizcarse–. ¿Qué te hiciste?
Desesperado al sentir que las drogas se apropiaban de su mente, que ni siquiera su miedo podía detener la pesadez de sus párpados, el joven había optado por el dolor para no quedarse dormido.
–¡Hay que contenerlo! –exclamó Débora con un dejo de histeria, aunque no se movió de su lugar junto a la puerta, como si temiera entrar.
Lucas le dio una ojeada, fastidiado, y la enfermera se calló. Ulises seguía arrodillado sobre la cama, tenso, a punto de saltar como un resorte.
–¿Tienes miedo de dormir por los malos sueños? –preguntó Lucas, con voz suave y tranquila.
El joven asintió. Podía ser una locura, pero decidió ayudarlo. Tenían que mantenerlo despierto, hasta saber qué podían hacer por él.
–Ven conmigo, vamos, no te preocupes –lo consoló–. Acompáñame al baño.
Débora los siguió, obnubilada. ¿Por qué se comportaba de forma tan extraña el doctor Massei? Pretendía darle un baño de agua helada al pobre Ulises, y encima le encargó que lo mantuviera despierto, andando.
Lucas los dejó y corrió hacia el segundo pabellón, temiendo de pronto que Lina causara algún daño entre los demás pacientes. No estaba seguro de que estuviera bien vigilada; era una amenaza y debían encerrarla en el pabellón de mayor seguridad.
Carlos Spitta, agotado por la noche anterior, y el doctor Avakian que dormía su guardia, fueron atraídos por el movimiento. La explicación de la enfermera los llenó de asombro, aunque Carlos estaba más inclinado a darle la razón a Massei y Aníbal en cambio creía que se estaba contagiando de los pacientes.
–Hay que acostar a este pobre chico, y tratar de que duerma –ordenó Avakian.
Pero al escuchar sus palabras, Ulises dirigió hacia él sus ojos inyectados en sangre, en velada amenaza, y comenzó a temblar violentamente. Compadecido de su miserable aspecto, frío, con el pelo mojado y el rostro hundido, el doctor decidió llevarlo al consultorio.
Sus pasos resonaron en el silencioso corredor. Las luces de seguridad hacían que las sombras de las plantas y mobiliario resultaran tétricas. Temiendo haberse vuelto un hombre supersticioso, se reprendió y se exigió medir las cosas con juicio y razón antes de actuar como un loco. Iba meditando esto cuando una mano le atrapó un brazo y lo condujo, antes de saber qué pasaba, hacia un cuarto. La enfermera del piso parecía asustada, y Lucas demoró en comprender de qué le hablaba. Contempló al hombre, que postrado en su cama, respiraba agitado, y bajo sus párpados, los globos oculares se sacudían, persiguiendo imágenes fantasmales.
–¿No es raro? –preguntó la joven enfemera, esperando del doctor una palabra de alivio, de tranquilidad, pero Lucas no estaba seguro de que no poder despertar a una persona de una pesadilla estuviera fuera de lo normal.
–Bueno... está soñando, por eso es difícil que nuestras voces o sacudidas le lleguen... Además, ¿qué le preocupa?
La enfermera movió la cabeza, impaciente; trataba de explicarle. Eduardo se había dormido de inmediato y comenzó a soñar. Ella acudió a ver qué pasaba porque estaba lanzando alaridos, agitado; pero no podía despertarlo. Lucas observó al hombre sudoroso, dolorido, removiéndose entre las sábanas. La joven le secó la frente con una toallita.
¿Y ahora qué? ¿No se trataba de Ulises solamente? Recordó las notas de Tasse: ellos dos habían tenido el mismo sueño.
Lucas salió, pensando en consultar con Avakian. Tenían que descubrir qué estaba causando esas pesadillas. Pero en el camino se detuvo al notar la cara perpleja de la enfermera que lo acompañaba. Revisaron cada cama y en todas encontraron lo mismo. Los pacientes soñaban y se removían, lanzaban golpes al aire, Ana se incorporó e intentó caminar sonámbula; la mayoría parecía tener pesadillas, gruñían, gemían, sudaban.
–¿Qué hago? –gimoteó la enfermera.
–Vuelva y vigile los signos de Eduardo –contestó Lucas con voz tajante, sólo por calmarla con alguna tarea. No tenía idea de qué hacer y ella pareció alegrarse con la orden.
Se entreparó en una puerta y golpeó.
–Sí, estoy despierta –contestó ella desde adentro.
Abrió la puerta y Lina apareció en el umbral. Hacía rato que estaba escuchando el rumor de quejidos que parecían venir de todos lados, y como fondo un zumbido que también había percibido antes, como un motor a lo lejos, un rugido que parecía acercarse de a poco. Se había puesto el saco azul sobre el camisón, como si supiera que algo iba a ocurrir.
–¿Qué sucede? –preguntó Lina, antes de que él lograra formular una frase con la cual sacar de su sistema todo lo que tenía para decirle–. ¿Qué es ese ruido?
“¿Qué ruido?” Replicó en su mente Lucas, al tiempo que ella se cubría la cabeza un segundo antes de que la puerta al final del pasillo volara de su marco y se estrellara contra la pared opuesta. El estruendo lo dejó sordo, porque intentó taparse las orejas demasiado tarde. Antes de que él pudiera recuperarse de la sorpresa, Lina se volvió y creyó percibir una radiación, que salía de ese cuarto y repercutía a lo largo del corredor.
La enfermera, que había dejado a Eduardo en cuanto sintió lo que le pareció una bomba, salió y se encontró frente a frente con un hombre corpulento con ojos redondos de tan abiertos, que avanzaba lento y decidido. Tardó unos segundos de puro pasmo en reconocer al paciente, el amable Juan que usualmente tenía cara de bobo y modales tímidos. Ahora le dieron miedo esos ojos en blanco y su respiración fuerte, animal. El hombre extendió los brazos hacia ella y Lucas gritó algo, que la joven no alcanzó a escuchar. Lina y el doctor se cubrieron las orejas. Juan abrió la boca y de ese agujero brotó un aullido que pareció detonar el aire. La joven cayó desmayada.
Las luces del pasillo se quemaron una a una a medida que el sonido avanzaba con la fuerza de un viento huracanado. Lucas sintió el impulso sobre su cuerpo medio agachado, la onda lo sorprendió cuando intentaba buscar refugio tras el mostrador de enfermería. Lina había caído de rodillas, tapándose las orejas, y atónito, vio como su cabello era azotado por un vendaval que no podía existir más que en su imaginación.
Juan avanzó resuelto hacia sus próximas víctimas. Mientras Lucas sentía una oleada de náusea, fuera por lo increíble de la situación o por efecto del poder desatado en ese hombre. Lina se había dado vuelta para enfrentarlo, los ojos brillantes de excitación, pronta a brincar sobre él. ¿Qué poder poseía este paciente, que parecía sonámbulo? Pensó Lucas, al tiempo que Juan se preparaba para arrollarlos con el clamor espectral de su garganta.
Lina se agazapó, lista para abalanzarse contra el gordito. Juan alzó los brazos y el viento sacudió el aire encerrado en el corredor, succionándolos hacia él. En el último instante, Lucas se arrojó contra la joven, la empujó hacia la escalera, y ambos rodaron hacia abajo, al tiempo que una fuerza increíble barría el pasillo del segundo piso, destrozando lámparas, plantas y muebles.
El joven doctor cayó de bruces contra el piso, y a su lado, Lina aterrizó sobre sus talones luego de rodar y girar en el aire. Se paró de un salto y levantó al hombre con ella, arrastrándolo del cuello de la camisa. Luego del estruendo, un intenso silencio se había depositado sobre el lugar.
Sintieron voces que venían hacia ellos.
–¡Ah! Aquí estás –exclamó Aníbal, quien venía con Débora sujetada de un brazo–. ¿Qué haces? ¡Ah, ya veo! Buscando mejor compañía.
Los otros dos lo observaron impasibles, mientras el doctor reía solo. Débora se sonrojó, posiblemente por el pellizcón que Avakian le metió debajo de su uniforme.
–¿No sintieron la conmoción en el segundo piso? –replicó Lucas, extrañado.
–¿Qué conmoción? ¿Qué pasó? Estaba todo tranquilo.
Lucas miró a Lina, para comprobar si a ella le parecía tan extraño como a él que no oyeran la tremenda explosión de alaridos que los había lanzado hacia abajo.
–Ya descubrimos lo que pasó –prosiguió Avakian, sonriente–. Ulises confesó que la noche anterior había tomado una droga que le pasó otro internado. Eso le causó pesadillas, y por eso hoy no quería dormirse.
–¿Quién se la dio? –exclamó Massei, calculando a toda velocidad. En seguida recordó y se contestó a sí mismo–. Eduardo. Tenía esos problemas y ya varias veces lo pescamos con contrabando pero... Eso no explica todo.
–¿Y ese otro joven? –inquirió Lina, volviéndose hacia la escalera.
¿Por qué no los perseguía? ¿Por qué no lo habían escuchado los demás? ¿Acaso no era real lo que habían visto antes? ¿Se trataba de un sueño, una alucinación?

Vignac no tardó en ubicar al que podía decirle donde encontrarla. El barman aceptó sus euros y le señaló a Iván, que estaba sentado como cuatro noches a la semana, con sus amigos en la mesa frente al escenario.
El pelirrojo alzó hacia el extranjero sus ojos claros y lánguidos de comerciante hábil, y lo invitó a sentarse. Vignac se presentó y lo felicitó por la banda de jazz que estaba tocando, y sin darle tiempo a ubicar qué pretendía le preguntó por Rina.
–Ya no trabaja en este medio –Iván movió la cabeza, aplastó su cigarrillo en el cenicero y puso una expresión distante mientras se recostaba sobre su silla.
Vignac sonrió y asintió. Eso ya lo sabía. Él venía de Europa, su familia le había pedido que le entregara unos documentos y necesitaba ubicarla urgente.
–No tengo idea de dónde puede estar –el representante sonrió con malhumor, encogiéndose de hombros.
Vignac se mudó de mesa y se depositó por una hora y media en la parte de arriba, donde se había sentado Lucas Massei, cerca de la foto de Rina, vigilando entre vaso y vaso lo que hacía el manager. Conciente de tener sus ojos clavados en la espalda, el pelirrojo se despidió de su compañía y habló con el barman. Por la puerta de atrás salió junto al depósito de botellas vacías. Se subió a su auto y partió rumbo a su casa, sin percibir que a pesar de todo un coche lo seguía en su camino.

http://vampirasanta.blogspot.com Lol

Texto agregado el 15-06-2008, y leído por 234 visitantes. (0 votos)


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