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EL ABRAZO DEL LAGO



Todas las tardes Rosaura se sentaba al borde del lago que rodeaba el castillo. Formaba una gran alfombra cristalina y azul que lo ocupaba todo. Rosaura gustaba de contemplar el paso del sol en sus aguas, el balanceo de las gaviotas sobre él, los peces que parecían saltar sólo por saludarla.

Cada vez se adentraba más y más en los encrespados senderos que lo circundaban. Solía llegar hasta el embarcadero una o dos horas antes de la puesta de sol y pasar allí las horas muertas, espiando los cambios de tonalidad del blando espejo, el quieto avance de la bruma al deslizarse por el cambiante cristal o la forma en que envolvía las hayas y abedules; la espesa vegetación de sus orillas.

Le encantaba escuchar el alboroto que al atardecer, antes de acostarse, formaban los pájaros en cada árbol. Le fascinaba contemplar las bandadas de aves blancas que lo poblaban, cisnes, patos, gaviotas, en calmo balanceo sobre sobre su superficie. De pronto, como a una señal, se elevaban todas a la vez, ocupando todo el aire por largos instantes, duplicando su movediza blancura sobre las aguas, perdiéndose en el azul y la lejanía.

Al caer la tarde se fundía con los incendios grana y oro que conquistaban el lago.

El cielo vivía en el lago. A veces no podía distinguir dónde empezaba uno y dónde terminaba otro.

Rosaura sólo regresaba al castillo cuando la oscuridad comenzaba a poner sombras inquietantes detrás de cada árbol o arbusto.

Por las noches seguía desde la ventana de su cuarto los caminos de plata que abría la luna entre las brillantes estrellas del agua.


Esa mañana de noviembre el ánimo de Rosaura se pintaba en tonos cetrinos. Era el día de su 19 cumpleaños. Ella llevaba la cuenta, pero a nadie más parecía importarle. Su madre, codiciosa por instinto, tenía hace tiempo decretado el que celebrar los cumpleaños era una soberana idiotez, que eso eran tonterías que no llevaban a ninguna parte. Y su deseo, como en tantas otras cosas, era cumplido a rajatabla. Ni siquiera podía mencionarlo sin levantar sus iras.

Sentada en el ancho pollete de la ventana de la cocina, la mirada de Rosaura se perdía nostálgica en los grises invernales y el plomizo cielo que prolongaba sus sombríos tonos en la superficie de las aguas. Su mirada se quedaba fija como su mismo rostro en la enorme crecida de las aguas que parecían tragarlo todo, aunque por dentro aquello la llenara de inquietud. Llovía sin parar desde hacía más de dos meses. Ya casi no podía resistir el sentimiento de asfixia que le producía el no poder aliviar su ánimo con las delicias de sus prolongados y constantes paseos en la naturaleza, el no lograr fundir su alma sin reservas, con la magnética belleza del lago. Ahora éste se veía crecido, anegando ostensiblemente sus orillas.

Rosaura oía sin escuchar el parloteo de su madre con las criadas. Ésta las aleccionaba con gesto rígido y tono áspero sobre las diligencias para la cena. Ninguna atención al profundo decaimiento que se desprendía de la languidez de la muchacha. Rosaura se contaba que no podría resistir otro invierno más sin que pasara nada diferente, sin que algo cambiara en su vida de verdad y para siempre. Cada día que transcurría aumentaba su sensación de ser un ave cautiva. No ayudaba en nada aquella cansina lluvia que caía como si jamás fuese a parar.

Dentro del castillo todo parecía estancado. Todo menos su cuerpo que no dejaba de transformarse. Sí. Había madurado a ojos vista. Muchos decían que se había convertido en una hermosa doncella, pero eso a ella no la consolaba en absoluto. Por el contrario parecía acentuar sus sentimientos de aislamiento y soledad.

A menudo su mente repasaba con añoranza los pasados tiempos de juegos con Thomas, el hijo de Marc, el encargado de las caballerizas. Jugaban a la hora de la siesta en las terrazas del pajar, mientras todos y todo dormitaba. Accedían a ellas por una larga escalera de mano. Allí construían casas con los sacos de grano, varas y paja. Hacían cuevas en el heno, colchones olorosos y mullidos sobre los que brincaban y se dejaban caer. Hacían luchas con manzanas verdes, peleaban y rodaban encendidos en la hierba, cuerpo a cuerpo... ¡Cuántas tardes maravillosas le venían a la memoria! Pero hacía tiempo que aquellos juegos habían terminado. Su madre sentenció que ya no era ninguna niña para andar brincando y retozando como una vulgar campesina.

Hacía años también se había terminado su frecuente presencia, sentada en las rodillas de su padre, en las reuniones de la sala de lanzas, a la hora de las ruidosas cenas de los caballeros que charlaban y voceaban entrechocando sonoramente sus copas de madera mientras el vino rojo e intenso escurría por sus manos mezclándose con la grasa de los cabritos que sobre generosas bandejas se sucedían a lo largo de la mesa.

Aún, alguna vez, a los postres, su padre le permitía entrar y permanecer unos instantes de pié a su lado. Entonces su padre brindaba por ella alzando ostensiblemente la copa, diciendo que no había doncella más hermosa en todo el condado, ni en todo el reino, y que algún día se la entregaría al mejor y más fiel de sus caballeros.

Era entonces cuando Rosaura notaba un brillo oscuro en los ojos de Gallagher, que desde el otro lado de la mesa parecían querer entrar en ella y poseerla. Entonces se sentía arder con un fuego oscuro y desconocido que la inquietaba y la atraía al mismo tiempo.

Pero no. No era eso lo que ella esperaba. Esperaba a alguien que sabía tenía que llegar. Juntos se irían de allí para siempre. Juntos y felices. Aquellas imágenes constituían su secreto. Algo que Rosaura presentía una y otra vez y que no podía compartir con nadie. Sólo las orillas del lago conocían su secreto. Sólo su movedizo brillar acogía su anhelo. Ante la magia del lago sus corazones se fundía y elevaban en un mismo vuelo. Solo allí se sentía acompañada, formando parte de un todo. De la hondura de sus aguas parecía elevarse la respuesta a todas las intuidas promesas. Tan sólo el lago le daba el sosiego.

Fue esa misma tarde de su 19 cumpleaños cuando trajeron a Byron. Su belleza la conmovió tan profundamente que una forma de quieto temblor se apoderó de ella y le caló hasta los huesos. Se incrustó en su médula. Los cabellos largos y rubios de Byron le caían sobre los hombros, rebasándolos. Sus ojos eran azules y profundos como el lago. La afrontaban sin parpadear. Era talmente el reencuentro tras una larga ausencia. Lo sentía en ella y en el profundo acogimiento de sus ojos, que su vivencia era compartida, una, la misma. Se reconocían de siempre. Por la enorme amplitud de unos instantes navegaron juntos a través de muchas décadas vividas en común no sabía dónde, quizás vidas. Sí. Vidas. Su alma supo que su espera había terminado. Era él, sin duda, él era la promesa, el secreto, que tantas veces el lago le había murmurado.

De repente algo los hizo salir de su ensimismamiento. Un golpe brusco de uno de los captores de Byron hizo que se éste se tambaleara y Rosaura fue entonces dolorosamente consciente de la otra realidad. ¡Byron era un reo, un prisionero de las tropas de su padre!

Byron llevaba las manos atadas a la espalda y los pies sujetos con grilletes. Su cuello se veía rodeado por una cuerda de la que tiraban como quién somete a un animal dañino.

Y no. No era dañino. Rosaura lo sabía bien. Una vez más era como si ella pudiera conocer cosas que los demás ignoraban, y no había nada que pudiera hacer para que lo comprendieran. Para modificar su idea, su decisión. Para Rosaura, Byron era el ser más bello del mundo, el más noble. Las facciones de su cara, las formas de su cuerpo poseían una nítida dulzura e hidalguía. De todo él emanaba un poder indefinible y profundo, una seguridad serena y firme a la vez, delicada y resuelta a un tiempo que despertaban en Rosaura un eco insondable y extenso, como una tempestad, como un alba, como todo el azul, como el mundo moviéndose. Nítidamente percibía la cumplida certeza de que era él y no otro quien tanto y tanto había esperado, con toda su sangre, con todo su ser. Sus ojos, sus brazos eran los ojos del lago, su vida, la vida del lago. La vida de los dos aguardaba a ser reanudada. No era una certeza, era una realidad que la estremecía y anegaba; la arrasaba.

Leyeron una proclama en la que se le acusaba de escribir historias, poesías, panfletos, llenos de mentiras insidiosas que incitaban a la sedición, la rebelión y a la traición. Dijeron que la ponzoña que vertían sus letras era mil veces peor que el veneno de un centenar de cubiles de serpientes. Sentenciaron que al día siguiente sería juzgado, condenado y ajusticiado en la plaza del pueblo.

En medio del griterío Byron se recuperó y sus ojos volvieron a entrar en ella o cupándola toda con una mirada azul que los elevó y alzó el vuelo como sólo la plenitud del lago había sabido hacerlo en ella. Sintió el abrazo silencioso de Byron envolviéndola como si no hubiera nada más en el mundo. El mundo era sólo de los dos. Era los dos. Lo supo como había sabido pocas cosas hasta entonces. Sintió un canal extenso que los fundía y hacía desaparecer todo el resto del universo, creando uno nuevo e indescriptible sólo para ellos.

De golpe Rosaura sintió apretarse su corazón hasta casi detenerse cuando lo apartaron de ella violentamente y lo vio desaparecer a empellones, camino de las mazmorras, rodeado por el griterío de la soldadesca y los criados. Sus ojos, sus oídos, su alma, no podían dar crédito a lo que estaban presenciando. Su ser entero se negaba a admitirlo. No podía ser encontrarlo y perderlo a la vez. No era posible, no era posible.



No pudo hacer otra cosa que seguirlos escalera abajo mezclada entre aquella odiosa turbamulta que la perdía. Inerte contempló cómo le ataban a aquél poste que emergía de la parte más elevada de la enorme laja de piedra que cubría todo el suelo de la mazmorra. El poste era recio, pero tan corto que le obligaba a permanecer tumbado, sin poder esquivar los insultos y las patadas que le llovían. Cada afrenta que él recibía, le taladraba a ella en su propio cuerpo y en su alma.


Había caído la noche. Anegada por la emoción, Rosaura no paraba de temblar bajo los cobertores. No podía apartar de su mente la imagen de Byron. Repasaba una y otra vez los matices de lo vivido con él, tanto y tanto, tan lleno de detalles como si hubiera sido una eternidad. Reproducía una y otra vez cada matiz de su mirada, cada gesto, cada impresión y secuencia de lo que parecían ser todas sus vivencias juntas, no sabía donde, tantas y tan al unísono que se diría dos gotas juntas y unidas en el océano... Revivía cada detalle de esa fascinación azul de sus ojos vertiéndose en su interior y en todo su cuerpo como el lago entero entrando en ella, cubriéndola, impregnándola con un límpido e interminable lenguaje de caricias. Sí, era él, sin duda. Sin duda era él, Byron, el anhelo de su corazón. Su anhelo ansiado y oculto. Ay, podía sentir sus manos deslizándose sobre su cuerpo, recorriéndola por entero, dilyudéndola. Podía desaparecer en ellas. Ahora todo había recuperado el sentido. No. Ahora todo lo había perdido.

Se incorporó bruscamente en el lecho. Se vio enfrentada a la dura realidad de la última imagen de Byron terriblemente encadenado en el calabozo del castillo. Se sintió urgida de repente. Ya era muy tarde. Todos dormían. Se hizo consciente de golpe de que algo tenía que hacer y deprisa. Algo, algo. Todo tiempo era precioso. No, no dejaría que la apartasen de su amor. Tenía que parar aquello como fuera. Pararlo. En el patio interior y sobre un carro podía ver el patíbulo que mañana clavarían en la plaza. ¡Oh, no! ¡Qué visión aterradora! No. ¡No lo conseguirían! ¡No lo harían! ¡Ella no lo consentiría!

Sacudió enérgicamente la cabeza para acomodarse a los reclamos de aquella realidad que se le antojaba mucho más irreal que cualquier otra. No. No los separarían otra vez... Estaba segura de poder hacer algo. No matarían su sueño. No dejaría que le arrebatasen su tesoro ahora que lo había encontrado. Sí, triunfaría. Triunfaría. Apartó las ropas, se acercó a la ventana. Había luna. El espejo de las aguas brillaba. Sonó tres veces el canto de una lechuza a lo lejos. Dicen que es mal augurio, pensó. No. No. Apartar esos pensamientos funestos. Triunfaría. Nada la separaría de su Amor ahora que lo había encontrado. Nada.

Encendió el candelabro de siete velas que reposaba en su mesilla. Se vistió en silencio. Tomó una daga de oro y piedras preciosas de la bandeja de plata del tocador de su cuarto y la escondió en su seno.

Con el candelabro firmemente agarrado en su mano derecha y el cuchillo en la izquierda, y alumbrada por la vacilante luz, recorrió las estancias y descendió hasta la mazmorra. Sus ojos buscaron a Byron. Dormía sobre la dura piedra lisa del ancho suelo. Con desolación descubrió que su cuello ya no estaba rodeado por la cuerda de antes, sino que se veía cercado por un ancho cíngulo de hierro que lo unía al poste mediante una gruesa y corta cadena. Rosaura dejó caer la daga y se sintió paralizada unos instantes.

El agua estaba subiendo, se filtraba por los gruesos muros del castillo y estaba anegando todo el suelo. Llegaba casi al borde de donde él yacía. Una punzada de dolor heló su sangre. Apenas podía soportar verle así.

Se recuperó y se cercó a él. Dejó la luz sobre el piso. Se arrodilló a su lado y mirándolo largamente se embelesó recorriendo su rostro, su cuello, sus hombros con tiernas caricias. Byron se despertó con la misma suavidad del lago lamiendo el castillo. No dijo nada, no era necesario. En los ojos de Rosaura leyó todo el amor del mundo y se dejó caer en él. La atrajo hacia sí, la estrechó completamente entre sus brazos. Se hundieron el uno en el otro en un abrazo infinito y extenso, primitivo, como el sonido del corazón del lago, salvaje como el agua fuera bramando, tierno como el susurro de hayas silbando, meciéndoles como el oleaje del mundo, del amor, del fuego y del alba. Se mezclaron con el estallido de las bandadas blancas elevándose, con el fuego rojo que incendiaba los dorados atardeceres del lago, que los fundía sin tiempo, salvaje, dulcemente, para devolverlos al fin a las playas de arena bruñida y quieta, de una nada serena y plena sin comienzo ni fin...

Al amanecer del día siguiente los encontraron.

Sus cuerpos yacían estrechamente abrazados, eternamente unidos, cubiertos por las aguas del lago.




Angeles Yagüe. Feb. 2001.



Texto agregado el 17-06-2008, y leído por 463 visitantes. (17 votos)


Lectores Opinan
15-04-2009 Es un cuento como pocos .De esos que atrapan y conmueven.Tiene riqueza en las imagenes y el fondo me dejo sin palabras.Gracias como lectora mas que agradecida por tu generosidad de compartir********* shosha
26-02-2009 No hay palabras, fue encantador inkaswork
13-12-2008 Una historia de fábula, escrita en un lenguaje transparente y poético. hantero
14-09-2008 Es hermoso y encantador tu relato de amor. Le has dado un fino y delicado toque de ensoñación que lo enriquece aún más. Te felicito, Carlos. carlitoscap
22-08-2008 Me hiciste pensar en la leyenda del rey Arturo y lo de la dama del lago. Tu narrativa es estética, y el relato fluye con naturalidad, haciendose interesante el descelance starfish
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