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EL VIEJO Y EL PERRO

La tarde gris se presentó con un frío firme. La calle estaba animada. Transeúntes iban y venían a pasos ligeros, esforzándose por eludir la bruma helada. A lo lejos, desde un extremo, emergía perezosamente la figura de Antonio, seguido de su inseparable perro. Se internaron en la taberna de Anselmo. Ritual que realizaban todos los días, surgían de un extremo de la calle, los mismos pasos lentos, el asiento de siempre y el sabueso que se echaba a la derecha como un tapiz. Nunca pronunciaban palabras.
Delgado como su bastón y con días infinitos sin comer, el viejo Antonio no podía andar de otra manera. No nació viejo y delgado. Fue un niño curiosito, todos en el pueblo deseaban cargarlo, tirar de sus cachetitos y besar su primorosa frente. Una atracción. Encanto que mantuvo hasta su juventud, cuando fallecen sus padres y decide probar suerte con su hermana en otras tierras.
Cuando Antonio se presentó con aquel esquelético animal, lo perros aullaron como cuando ven fantasmas. No era para menos. Un viejo con atuendo roído, que se veía al tras luz, encorvado y un animal cabizbajo, rabo entre las patas, descolorido, uno que otro mechón y esa sensación perenne a irse de boca.
Desde que el viejo llegó al pueblo, hace dos meses, levantó toda clase de conjeturas sobre su miserable apariencia, pero nadie osaba preguntarle cosa alguna. Así que, descubrir la verdad era asunto de vital importancia. Aunque en el pueblo de Antonio como en mucho de nuestros pueblos, descubrir la causa de las cosas no era lo importante, sino hurgar por hurgar en la vida de los demás. Allí estaba el placer, en ir descubriendo, comentando y exponiendo al público todo aquello que causara sorpresa, por más insignificante que fuera. Y “el caso Antonio” era un banquete que nadie estaba dispuesto a perderse. La gente estaba organizado para tales tareas, estaban los líderes o ancianos que tenían la última palabra, seguían los grupos medios, encargados de confirmar las informaciones y los últimos, responsables de recabar las novedades, es decir, los lleva y trae. Todos consideraban que dar con la verdad era un “sagrado deber por el bien de la comunidad.”
¿Cómo fue que llegó a tan miserable situación? – debatían en sus concurridas reuniones. Algunos decían que fue a la guerra y una bomba le cayó encima, otros que adquirió alguna de esas enfermedades raras de la ciudad, había quienes sostenían que todo era cuestión de parásitos y estaban los que afirmaban que se trataba de una estrategia, para ocultar su fortuna, conocida sólo por el moribundo animal que no lo dejaba ni a sol ni a sombra. Esta última idea se extendió y fue aceptada como cierta.
Como todos los días, Anselmo le acercó la tasa de café al viejo. Anselmo era un hombre alto, con una gordura moderada, pocos cabellos, noble y amable, pero con una cruz encima: una esposa iracunda. Lo levantaba de la cama a grito pelao y así lo dormía. En el almuerzo le echaba en cara lo que no tenían por su cabeza dura de aceptar en el negocio a locos como el viejo Antonio que nunca pagan, y otras muchas cosas, hasta que el pobre Anselmo salía huyendo, desaforado, al trabajo y la dejaba hablando sola, y en efecto, la peleona seguía vociferando como si el tonto (como le decía ella) de su esposo siguiera en su presencia. La casa de la pareja era mitad vivienda y mitad taberna. Así que cuando Anselmo huía despavorido a su trabajo, a veces medio desnudo, significaba pasarse al lado de su casa.
Anselmo trabajaba con amabilidad, pero con el ánimo aplastado.
-Será que este viejo desgraciado nunca va a hablar.” -dijo para sus adentros.
Al dar la espalda, escuchó una voz apagada, pero firme:
- ¡Anselmo!
El viejo habló.
Todos voltearon.
Anselmo sintió un escalofrío que corrió por su columna y llegó hasta la cabeza. Al voltear, recibió la mirada penetrante de Antonio.
- Acércate Anselmo –dijo Antonio con voz afable.
El hombre regresó con pasos temeroso.
-¡Habló el muerto!, ¿que me irá a decir? – se dijo así mismo.
Al llegar al anciano, éste le pidió que se inclinara, le colocó la mano en el hombro y le dijo al oído:
- Eres un hombre noble. El dinero no lo es todo. Me da tristeza tu esposa.
Todos en la taberna hicieron silencio y se inclinaron para oír, pero nadie escuchó nada. Se apoderó de ellos una angustia que los ahogaba. Anselmo quedó en una pieza. Temblaba. Se internó como pudo en su habitación, se echó en la cama, sudaba. La rabiosa se encrespó al verlo acostado y se le lanzó encima para propinarle toda clase de improperios, pero cuando lo vio pálido como el papel y los ojos idos, se asustó. Llamó al doctor del pueblo, es decir, el veterinario, pues no se conoce allí lo que es un médico. El profesional diagnosticó mal de rabia, pero en estado crítico, es decir, que una rabieta le anuló la razón y le dejó inconciente, sin saber cuándo ni cómo recuperará el conocimiento.
Los de la taberna aguardaban por Anselmo, con comezón de oído y baba en la boca, para saber qué le dijo Antonio, pero viendo que no salía, decidieron ir por él. Se encontraron al tonto tendido de largo a largo, como una momia. La esposa contó los pormenores. De inmediato corrió como pólvora que Antonio tenía poderes en las palabras. Desde entonces, la iracunda acudía a la iglesia para dar gracias a Dios porque el loco de Antonio no se le ocurrió hablar fuerte a Anselmo, sino suave, de lo contrario lo hubiese matado– decía .
El pobre Antonio ahora estaba más solo que nunca, pero no dejaba de presentarse en la taberna con su fiel amigo. La gente se sentaba lo más distante posible, no vaya a decir una palabra y pasme a alguno – decían. Había quienes opinaban que se le hiciera un nicho en su asiento. Algunos se persignaban antes de pasar delante de él y, sin embargo, estaban los temerarios, los más jóvenes, que se mofaban.
-Abre tu boca, viejo brujo, y lanza fuego; quémanos -le echaban en cara.
Los ancianos trataban de persuadir a los jóvenes a no seguir en tales locuras, pero los osados muchachos no atendían el llamado. Al contrario, a medida que transcurrían los días, arreciaban sus ataques, dramatizaban dolores, escenificaban desmayos y gemían, para después prorrumpir en carcajadas. Ante tales agresiones, Antonio solía salir con parsimoniosa indiferencia, pero en esta ocasión, antes de atravesar la puerta, se volvió hacia los mofadores y dijo con voz acentuada:
- Hagan lo que hagan, vayan a donde vayan, digan lo que digan,…no pasaran de la pared.
Dicho esto, se marchó.
-¡Santo Dios! – exclamaron algunos, juntando las manos e hincándose de rodillas
-San Isidro, apiádate – suplicaron otros, levantando las manos.
-¿Que querrán decir esas palabras? ¿Será alguna profecía, sentencia o enigma? –preguntaba intrigada la mayoría.
¡Que alguien busque al cura! – se escuchó un gritó al fondo.
Es conveniente aclarar que Antonio habló en sentido figurado. La pared representaba la muerte. Queriendo decir con esto que no importaba lo que haga o deje de hacer el ser humano, diga o deje de decir, no interesa a donde vaya, la persona termina en esa pared que es la muerte.
Todos en la taberna se azoraron y atemorizaron, menos los tres jóvenes que salieron a carcajadas, abrazados y con botellas en sus manos. Se sentaron dos cuadras más adelante a terminar sus bebidas, recostados de la pared, obviamente, sin darse cuenta que por la parte de atrás, el río llevaba tiempo socavando los cimientos de la pared; les cayó en cima y los mató.
El lector debe suponer la reacción del pueblo ante este evento.
Los líderes del pueblo discutían acaloradamente sobre el asunto, lo hacían con exquisitez. Debatían si cortarle la lengua al viejo poseído o quemarlo vivo, los más nobles pedían que se buscara un exorcista.
Ignorante de todo esto, Antonio fue a su casa y se echó en el “diván”. Aquella casa era una sola pieza de adobe, dividida por una cortina roída, puertas pequeñas, techo de zing, iluminada por trozos de velas. Su único acompañante se acercó y se arrojó a un lado. El hombre se entregó a sus cavilaciones. Como quien está convencido de algo y sin mediar palabras, dijo al animal:
-¿Que sentido tiene, hermano, toda esta sociedad? ¿No crees que sea un montón de cumplidos y de placeres inútiles? Mira esa gente en la taberna, con una supuesta felicidad, pero están vacíos, están allí porque no soportarían estar consigo mismo, huyen de sí mismos, la taberna es su vida, quitárselas es arrebatarles el sentido de sus existencias.
-Sabes, - volteo hacia su mascota- lo más asombroso de todo es que esta sociedad terminará en la nada. Para que me entiendas, te tomo como ejemplo y espero no te ofendas –dijo sin mirar al animal- Comes y bebes, (sé que tienes mucho tiempo sin comer pero pongamos por caso que comes regularmente), después lo botas en la letrina –en tu caso en el suelo- y allí termina el asunto. Así es todo en la vida. ¡Si alcanzáramos a ver que nacimos desnudos, y así moriremos!
-¿Ves a los ricos y a los poderosos? ¡Cómo se embelesan en los placeres y yo aquí sumido en la desdicha! No me quejo, sólo que no es justo. Todos iremos al mismo hoyo, ellos con lujo y yo con pobreza, pero es el mismo asunto.
-¿Te aburro con mis palabras? No me respondas, sé que es así. Los ojos del perro parecían idos, como perdidos, tanto por el hambre como por no atinar con lo que el amo le decía.
Aquel hombre, como entendiendo a su fiel amigo, le dijo:
-No te fastidies, amigo. Acto seguido, se echó al lado del animal, lo llevó a su pecho y le murmuró al oído:
-Eres mi mejor amigo.
Estas palabras las dijo entre cortadas. Cerró los ojos. Expiró un aliento profundo y largo. El último que haría. El perro montó el hocico sobre el pecho del difunto y así se quedó.
Al enterarse de la muerte de Antonio, el pueblo rompió en júbilo. En todas partes se hicieron fiestas espontáneas e improvisadas. La gente se volvió alegre y generosa. Todos se hablaban y se abrazaban, hasta los enemigos. En fin, un verdadero barullo, tres días de festín que superaron las celebraciones de san Isidro, patrono del lugar.
Terminada la celebración, se acordaron que había que enterrar al muerto. Otra vez se reunieron los sabios del lugar. Se descartó quemarlo porque no era costumbre. Estando vivo sí se puede achicharrar –decían- pero no muerto. La votación estaba entre dejarlo para que se lo comieran los buitres, tirarlo al mar o hacerle un sepelio rápido. Optaron por lo último.
El trabajo consistía ahora en persuadir a las más ancianas a asistir al sepelio, serían las únicas en acudir; buscar a la hermana del difunto para que se hiciera cargo y convencer al cura de oficiar la misa. Nombraron una comisión de tres parejas para que visitaran a estas personas. No costó mucho convencer a las ancianas.
-Aunque sea al diablo hay que hacerle el sepelio –afirmaban.
A la hermana no fue fácil persuadir, hasta que le mencionaron que le quitarían “la casa” que dejó el difunto. En su pueblo, la hermana de Antonio era conocida como “la tacaña.” Hay quienes decían que contaba los granos de azúcar que utilizaba para el café que tomaba cada quince días. Nunca se le conoció más que un camisón y unas sandalias a las que colocaba cartón debajo para evitar su desgaste. Sólo comía una vez cada dos días. No porque no tuviera, sino para no gastar. Guardaba todo el dinero. Cuando escuchó la palabra “quitar”, fue como si le hubieran arrancado el corazón. Siguió a los enviados con prontitud.
Por su parte, no hubo manera de convencer al cura para que oficiara el funeral. Primero argumentó que tenía muertos más importantes que atender. Los enviados respondieron que Antonio no tenía prisa, que lo dejará de último, como el bagaje. Después reclamó que quién cancelaría la misa, pues el pueblo no dará ni la más mínima limosna por ese desgraciado. Los emisarios reconocieron que nadie dará nada por el monstruo, pero que inspeccionando su casa se encontraron algunos libros viejos que podrían ser útiles al religioso. El cura rechazó diciendo que no aceptaría esos libros malditos. Viendo la terquedad del religioso, aquellos hombres se vieron a la cara y uno le preguntó al otro:
- ¿Se lo decimos?
- Digámoselo – respondió el otro.
Mirando al tozudo religioso le dijeron:
-Si no oficias el funeral, el pueblo pedirá a San Isidro que resucite a Antonio.
Ante la posibilidad de ver otra vez a Antonio con su miserable perro, el curo se asuntó y accedió, pero dijo que no lo haría él, sino que enviaría a su monaguillo. Todos quedaron conformes; menos el monaguillo.
El féretro estaba en el centro, la hermana sentada a la cabecera, el puñito de viejas vestidas de negro en un rincón y el monaguillo en el podium de pie, sudando sin hacer calor.
Diez minutos duró el sepelio. Como es costumbre, se abrió el féretro un momento para quien quisiera verlo por última vez. Nadie pasó a verlo. El perro entró, dio tres vueltas alrededor del féretro y se echó en el lado derecho, a los pies de la hermana del muerto, quien tenía una postura encorvada y reclinada hacia un lado de la silla, dando la impresión de ser tirada allí y quedar como cayó. Callaba. Su mirada húmeda, parecía sufrir, pero fue que en ese momento, cuando entró el animal y se echó a sus pies, se percató que no le había puesto los cartones a las sandalias.
¿Cuánto se habrán gastado? – se preguntaba. Calculó la distancia recorrida desde la casa hasta la capilla y se dio cuanta que fue más de lo esperado. Lloró a moco suelto. Las ancianas se acercaron para consolarla.
- Por más que sea, era su hermano –decían.
Sacaron el féretro, en la puerta lo esperaba una carreta tirada por un burro. La caravana fúnebre consistía en el burro que iba delante, la hermana a un lado y el perro detrás. Una vez en el cementerio, los sepultureros abrieron el ataúd para el último adiós. Nadie lloraba, sólo el perro. La tacaña alcanzó a mirarlo, con la misma buscó el rostro del difunto, se le escapó una sonrisa pícara e involuntaria. Desde ese momento su rostro tomó otro aspecto, no se le vio más compungida. Frotó sus manos y salió tras el sabueso para no volver jamás. Mientras los sepultureros lanzaban al muerto en una fosa común y le echaron tierra hasta que se cansaron.
En el pueblo se oían todas las tardes, después de llegar de la taberna de Anselmo, los aullidos de un perro que le caían a palo.

Texto agregado el 21-06-2008, y leído por 1768 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
21-02-2009 a mi este cuento me atrapo, te felicito!!! mis***** nanajua
08-02-2009 Buena anécdota aunque mal escrita, tanto en hilo narrativo como en puntuación. De pronto aparecen errores de continuidad que logran impactar con un toque de comicidad. Por ejemplo la afirmación "Nunca pronunciaban palabras" sale sobrando tratándose de dos personajes, uno de los cuales no habla por ser un perro. Más adelante uno podría pensar que el escritor se había referido al cantinero, pero lo conoce hasta dos párrafos después. Cierto autoritarismo narrativo como en " lo perros aullaron como cuando ven fantasmas" Esto si pensamos que el lector no tiene porque estar al tanto de la noticia de que los perros ven fantasmas. Numerosos errores de descuido mecanográfico "mucho de nuestros", "La gente estaba organizado", etc, hacen pensar que fue un texto hecho a capela, lo cual en cierta manera hasta denota talento. Algunos momentos levantan mucho al cuento "el río llevaba tiempo socavando los cimientos de la pared; les cayó en cima y los mató". Aunque hay otros momentos en los que el cuento se cae y uno logra continuarlo porque quiere saber que pasó con el viejo. A veces salpica un disfrazado humor infantil que parece ser el publico a quien va dirijido "Todos quedaron conformes; menos el monaguillo". En sí la historia es atractiva como fábula pero puede lograr más fuerza si se reescribe con cierto cuidado. meaney
07-11-2008 ABURRIDISIMO 1* Anonimos
29-10-2008 HA BUENO AHORA .SI SATISFICE MI NECECIDAD DE LEER .HOY ME DOY POR RECOMPENSADA.FUE GENIAL .ME ATRAPO EL PUEBLO Y ANTONIO.GRACIAS POR COMPARTIRLO shosha
24-09-2008 ME GUSTO MUCHO ESCRIBES SUPER TE DOY 5* SALUDOS !!!!!!! linkote
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