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Que triste es Trieste sabiéndote de otros. Triste también es contar una historia para rememorar un día.
Así como una prenda perdida recuerdo cuando llegamos después de ganada tú beca a la ciudad del norte, cuánto disfrutábamos ese bastardismo cultural, la mezcla llevada hasta sus consecuencias más omnubilantes, la confusión. Tú asumiste las tareas de tu postgrado con esa diligencia abnegada con la que te entregas a las cosas que te importan. No hay crítica ni elegía, gracias a tu beca no tuve que aceptar la explotación de trastienda, y cuando acepté algún trabajo (recuerdo uno que consistía en inflar unos viejos pascueros gigantes en la plaza) fue por hacerte un regalo para las fiestas o porque un hallazgo en alguna librería hacía nuevamente importante el hecho de tener unas liras en los bolsillos. Así pasó el primer año, sin sobresaltos mayores, sin mucho dolor ni mucha belleza. Ni en nuestros tiempos chilenos te caracterizó una devoción que por lo demás no buscaba. Nunca fui lo que tú anhelabas, siempre lo he sabido, pero en ese tiempo creía en una suerte de amor condescendiente, un error común pero error al fin de cuentas, y recordando “L´ amour, L´ amour” de Houellebecq, sentía que más allá de ese deseo casi molecular por tu persona, difícilmente alguien palparía con mayor felicidad que yo la noticia de tenerte al lado en la cama, fumando suavemente, esas pitadas cortas, ese mojarse los labios con la lengua, ese salir del humo presuroso. Obviamente mi constante acoso, el aburrimiento (el ocio no es el mejor aliño), ese darme vuelta en la calle para ver italianas que se me hubieran hecho inverosímiles de no haberlas visto, todo eso te cansaba y yo sentía que lo tuyo hacia mi era una suerte de filantropía tan lejana de la pasión, como lo estábamos nosotros de ese Chile que no extrañábamos. Pero ¿era el amor una cosa distinta que esa búsqueda ansiosa por el delicuescente tacto del otro, hay, aun me lo pregunto, un mayor gesto que el deseo animal y ciego, el dulce besarse los dedos, la succión, el golpe premeditado, la saliva?. Momentos buenos tuvimos muchos, recuerdo ese pequeño bar con libros en los estantes y la Caballe de fondo, “Che porta nel di fatale”, yo todavía juro que era Domingo el tenor en esa grabación.
Cuántas cosas podría decir de estos dos años, pero qué sentido tiene cuando se quiere recordar solo un día.
Ya sabes hace algunos meses me comenzó a molestar el hecho de que no me amaras o el que no hicieras ningún intento de disimularlo. Noté que si en dos semanas o tres yo no te buscaba, el sexo no era ni una idea, que decir una preocupación. Asumí el cansancio, y lo que es más, asumí la justicia de tu cansancio. Por eso no entendí ese besarme apasionado y tus lágrimas, cuando decidí por fin aceptar esa oferta de trabajo en Foggia, si bien era lejos podríamos visitarnos. Pensé en celos, tú desconfiabas de Drina, pero cuando arreciaste con tu ruego desolado y decidí postergar por otro año mi traslado a la ciudad del buen vino, todo volvió a esa absoluta insipidez que antes nos había aletargado. Y me sentí tan humillado y solo, como cuando te ibas en las mañanas a trabajar y me quedaba en la cama mirando el techo, tomando un café, tratando de entender cómo era posible tu indiferencia cuando yo hacía una semana había roto ya mis posibilidades máximas de soportar el dormir contigo sin el dulce placer del fornicio. Eras como uno de esos espejos que deforman la figura para hacerla en el fondo real: vulgaridad era lo que yo veía en ese espejo de tu indiferencia. Y volvíamos a la rutina del ruego, del despecho, de tu explicación, de mi presionar indecente, del obtener el más preciado regalo por medios indignos.
Cuando me aburrí del ruego no te preocupaste de reestablecer los ritos. Al paso de un mes, comprendí que ya no te poseería más si no lo pedía, y también comprendí que ya no te lo pediría nunca. Llamé a Foggia, pero se habían cansado de esperarme. Tomé mis cosas y me fui a la pieza que ahora habito detrás de las antiguas refinerías. Obviamente acepté la dulce compañía de Drina, obviamente maldigo la suerte de no poder besarte.
Decidí volver a Chile al mes. Y cuando me fui a despedir, fue tan doloroso el olor que había en el que fuera nuestro departamento, fue tan triste todo, y comprendí que aun te quería, que deseaba hacer las cosas que con Drina hacía, pero que quería hacerlo contigo, cómo hubiera llorado si me lo hubieras pedido. Todo lo habría dejado, cancelaba los pasajes volvía al departamento, te hubiera cocinado las nuevas recetas que había aprendido, todo lo hubiera dejado por volver a lamernos la boca detrás de la basílica de San Giusto. Pero no escuché tu petición y lo que hubo esa noche fue un nuevo intentar besarte, un nuevo abrazo frustrado, nuevamente me alejaste con tus brazos y señalaste la puerta en forma inequívoca.
- “Para eso tienes a esa maldita croata” me dijiste con el rostro más duro que en todo este tiempo te he visto.
No volví a Chile, lavo platos en una pizzería del centro, Drina me quiere y yo la deseo a veces, cuando estoy triste te sigo desde la universidad hasta lo que fue nuestro departamento. Es triste Trieste los días de nieve, cuando no puedo olvidar que no pudiste amarme.

Texto agregado el 24-04-2004, y leído por 142 visitantes. (1 voto)


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