Me duele la cabeza. Demasiado. En realidad, siempre me ha dolido. Algo. Todo. El dolor es lo que más persiste. Está ahí (aquí) siempre. Es pernicioso. El dolor. A veces hace como que no. Y entonces me la creo. Y hago todo como si no estuviera. Y pienso que gano: vencer el dolor, así le llaman. Yo venzo. Por eso algunos deben recetar venzocaínas (¿así se escribe? Así suena). El dolor es rastrero. Silencioso. Soy yo la que lo eleva y le da una voz. Un lamento. Algo gutural, que suena a hhmmmmmfffff y se va apagando. Como si fuera una luz. Pero ni eso. Yo no veo cuando el dolor asoma. Invade. Reemplaza. Se apodera. Se queda. Me bota. Yo salgo corriendo. Como si fuera posible. Escapar no es posible. Y me quedo quieta. Cercada. Presa de dolor, así dicen, ellos, cuando se refieren a alguien doliente, que llora. Yo no lloro. Me callo. Pastillas y florecitas, nada más: dorixinas, olive, oak, white chestnut, mustard, rescue remedy. Que alguien me salve de esta horrible persistencia (¿tiene pensamientos repetidos?, me preguntaron). Que me conecten cables si quieren (¿dificultades para dormir?). Que hagan algo que yo crea (¿miedo a perder la razón?). Que me muestren las evidencias de algo (¿ya fue a ver al neurólogo?). Algo que duele (¿tristeza excesiva?). Figuras extrañas, terribles (¿qué ve?). Electrogramas. Oscilaciones (———). Que me los muestren. Las pruebas del dolor. Los colores y sus matices. Aunque todo esté oscuro. Apenas veo. Casi no respiro. Y me sigue doliendo. Me rodea. El dolor. Se instala. No.