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LA RELIGIOSA

Su mirada se perdía en el vacío. El peso de algún pensamiento la encorvaba. Se levantó y atravesó la antesala del salón principal, momento cuando los cánticos anunciaban el inicio de la misa. Entró lentamente, juntando las manos y con el rostro inclinado. Tomó asiento al lado del obispo, frente a la congregación. Era asistente del obispo.
La manera como Helena llegó a tan alta distinción no es difícil suponerlo. Era una religiosa muy dedicada a la gente y a los quehaceres litúrgicos. En todo tiempo se le veía ayudando al prójimo, no importando la condición o situación de éste. Asistía a los enfermos, rogaba por los difuntos y nunca se olvida de ancianos y niños abandonados. El pueblo la estimaba. Era conocida como “la buena Helena.”
Desde niña se dedicó a los estudios. Su paso por el seminario fue una preparación en lo concerniente a Dios y al ser humano. Disfrutaba de los libros de teología, sociología, filosofía y psicología. Lo estudios superiores los encaraba con afán, aventajando a sus correligiosos. Gustaba de realizar investigaciones profundas en su área de trabajo, lo que no le apartaba de la gente sencilla.
Aun en la vida religiosa haya nido la envidia. No faltaba quien viera con recelo a la joven monja, pues sólo contaba 26 años. En ese mundillo de la vida monacal se sucedían cosas que nunca salían a la luz. Las patrañas, los celos y las luchas de poder no le preocupaban en lo más mínimo, su interés estaba en los enfermos, huérfanos y pobres que abundaban en aquella región.
Helena no sólo ostentaba posición, estima y respecto, sino una belleza inusual. No era ni delgada ni gorda, de tez blanca, ojos negros, asó como sus cejas y pestañas, dentadura perfecta, blanca, con una sonrisa natural, pura y nariz perfilada. Su estatura promedio le hacía parecer a una princesa sacada de los cuentos de hadas. Sus movimientos eran ágiles, se desplazaba con rapidez, hablaba con seguridad y precisión. Estamos ante una persona que sabe lo que quiere.
Eran muchas las cargas que la joven monja llevaba en sus hombros. Por lo tanto, no es de extrañar que algún pesar golpeara su alma. En esos casos, solía apaciguar sus angustias con las plegarias, los cánticos y las expresiones de agradecimientos de los feligreses. Sin embargo, en esta ocasión la pena parecía imponerse.
La catedral era espléndida, una copula majestuosa, paredes con tonalidades cálidas, ventanales de cristales multicolores que daban paso a una luz tenue y acogedora, los pasillos de mármol y las piras de granitos hacían recordar las antiguas catedrales. Un lugar que invitaba a la elevación del espíritu.
Terminado el servicio, Helena se desplazó hacia la congregación para saludar, bendecir y hacer la señal de la cruz a los feligreses. Esto lo hizo, como de costumbre, con alegría. Hasta no saludar al último, no se retiró a su habitación. Un cuarto en la casa pastoral, modesto y sencillo. Una vez allí, sintió un gran deseo de llorar, se echó en su cama. Su rostro se contrajo, el color blanco se tornó rojizo, apretó los puños, su vientre temblaba, sus labios se apretaban entre sí, una lágrima solitaria se asomó por su mejilla… sólo murmuró estas palabras: ¿por qué a mí?
Hay sentimientos que le resultan difíciles al ser humano sobrellevar, la soledad es uno de ellos. Helena, devota de Dios, servidora de la gente, en especial a los más necesitados, admirada por todos; en una palabra, realizada, se encontraba sola, ahogándose en una pena no manifiesta.
Estuvo en la cama hasta que la tensión de su cuerpo se normalizó. Comenzó a buscar alguna solución, pensó en el obispo. Era un hombre de Dios, conocedor de la naturaleza humana, pero ¿por si alguna razón no me comprende? Esto último se lo preguntaba con cierto temor. Sin embargo, resolvió ir con él. Estuvo esperando en el despacho. El obispo atendía a personas en el salón principal. La espera fue cruel. La tensión se agudizaba. Decidió abandonar el lugar y así lo hizo.
Caminó por las calles agitadas de la urbe. Lo hacía como autómata, como cuando se está en un lugar, pero el corazón en otra parte. La gente le parecían títeres, sus saludos le eran indiferentes, no reparaba en lo sucio del lugar ni en los malos olores. Se sentó en la plaza. Deseaba no ser conocida, estar sola un momento, descansar la mente, pero era imposible, todos la conocían, la saludaban, esperaban de ella una bendición. Convencida de no poder pasar desapercibida, regresó a su habitación, se cambió de vestimenta y salió con pasos firmes, esta vez sin el hábito, pero sí con el crucifijo, que nunca abandonaba.
Atravesó la ciudad. Se percató que caminar, no llevar el hábito y no detenerse a cada momento para saludar, le trajeron un poco de alivio. Llegó a su destino. Tocó a la puerta de aquella casa de cuatro habitaciones. Le abrió una anciana gorda que, a pesar de no llevar el hábito, la reconoció, pues había estado en otras ocasiones. Helena fue a la habitación número 3.
El huésped de la habitación número 3 nunca está en casa por las noches. Al caer la tarde, se dirige a “la calle del amor”, como es conocida, y allí espera a sus clientes; cuando contactaba a alguno, lo lleva a la casucha destinada para ello. El cuarto apartado para Marta era pequeño, sólo contenía una cama, una mesita con una lámpara en forma de copa y un mueble de mimbre. EL color opaco hacía de aquel rincón un lugar caluroso y sofocante. La luz del sol no encontraba manera de entrar en aquella habitación, una reducida ventana en lo alto permanecía cerrada por una gruesa cortina descolorida.
Al terminar con un cliente, Marta guardaba su dinero y se quedaba sentada unos minutos, pensativa, pero ya no lloraba como en los primeros días cuando juraba no hacerlo más. Ahora pensaba en el bienestar de su niña y con ello, procuraba fortalecerse.
¿Cómo se inició Marta en la prostitución? Como lo ha hecho mucha gente, por necesidad y desilusión, pero no demos respuestas simples a cuestiones complejas. Cuando contaba catorce años se enamoró de un hombre que le llevaba doce años. Él le profesó amor genuino y fiel. Ella lo quería con intensidad y locura. Lo dejó todo por él, se le entregó y quedó embaraza. Cuando el enamorado se enteró, desapareció. Nadie supo nada de él. Marta quedó sola y destrozada. Su familia se desentendió de ella. Fue recogida por una amiga, le dio hospedaje y comida. Dio a luz una niña que, a los meses, se vio obligada a dejar al cuidado de una familia. Fue un tiempo muy difícil para ella: Nadie le daba empleo, abandonada por su familia, engañada por un hombre y ahora esa soledad espesa que le carcome el alma.
Marta era morena, de contextura fuerte, cabello negro enroscado, ojos negros, nariz y labios finos, mejillas pronunciados y una mirada apacible, pero intensa.
Cuando Helena llegó a la habitación número tres, Marta ya había descansado y se disponía a preparar la comida.
Marta abrió la puerta al toque de Helena.
- Hola – dijo Helena con voz entrecortada.
¬-Hola, amiga
Helena se sentó sin ser invitada.
Quieres tomar agua, preparo café o quieres que salga a comprar algo de beber -sugirió Marta como en otras ocasiones.
- No, no,… no salgas, dame agua.
- ¿Cómo fue el día de ayer? –Dijo Helena mientras tomaba
- Pocos clientes. Te tengo una buena noticia: Mi mamá quiso conocer a la niña.
- ¿Por eso no está aquí?
- Sí. Claro, dijo que se la mandara.
- Entiendo
- Pero cuéntame, y tú, ¿cómo te sientes? – indagó Marta
- Agotada –Dijo Helena en forma directa.
- Nunca tomas vacaciones –repuso Marta
- Mi cansancio no es físico, me duele el alma. –Dijo Helena sin dejar de mirar el piso.
Después de un breve silencio, hizo la pregunta que quiso formular desde que entró en aquella modesta habitación.
-¿Lo has visto…? -Bajando aun más el tono de la voz.
-¿De verdad quieres saber? –Cuestionó Marta
-Ella afirmó con la cabeza sin levantar la mirada.
-Sí lo vi… y me preguntó por ti. –Sentenció Marta.
Helena era una mujer centrada, hablaba con soltura, tenía un dominio total en lo referente a su oficio, pero aquellas palabras la hicieron temblar y sudar.
Me dijo que no podía dejar de pensar en ti –siguió Marta- que te amaba y que le pide a Dios todos los días por ti.
Helena no pudo contener las lágrimas.
Marta le pasó el brazo por el hombro y le dijo:
- Amiga, ¡cuánto me duele tu sufrimiento!.
Lo sé, Marta, lo sé, por eso vengo a ti. No tengo a donde ir.
-Mira, te regalaré algo, dijo Marta, esforzándose por procurar otro tema.
Extrajo de su armario un libro.
-Me lo regaló un cliente. Me negué porque, como sabes, no me gusta leer, pero me acordé de ti, y lo acepté.
No tienes que cambiar el tema – dijo Helena todavía con el sopor de la aflicción en su rostro- no estás obligada a hacerme sentir bien. Tu sola presencia me hace bien.
No me siento obligada a nada, Helena – le dijo Marta con una voz compasiva- me es grato estar contigo, siento que eres mi única amiga.
Acto seguido se levantó y la invitó a cocinar.
En qué te puedo ayudar, no sé cocinar –Dijo Helena con tono y semblante más sereno.
Vamos, acompáñame –Repitió Marta infundiendo entusiasmo a sus palabras.
Pasaron a la cocina, entre conversaciones y música cocinaron spagettis, huevos y tajadas, acompañado de jugo de lechosa. Degustaron con satisfacción. Terminaron riéndose de las historietas narradas por Marta. El tiempo fue agradable para ambas. Helena se sentía a gusto, no tenía que estar formal. Marta estaba agradada con el afecto de su amiga. La acompañó hasta la puerta.
Antes de salir, Helena se voltio y le dijo:
-Creo que estoy enamorada. Lo extraño mucho, sólo pienso en él.
Marta se limitó a decir:
-Ay, Amiga mía.
Se despidieron con apretón de manos y un beso en las mejillas. En una de las manos, Helena le deja una nota.
Cuando quedó sola, Marta recordó cuando conoció a Andrés.
Estaba en su calle. El día estuvo asistido por una lluvia pertinaz. Al morir la lluvia, a mitad de la tarde, quedó una neblina espesa, helada. En la penumbra, envuelto en la neblina, venía un joven de apariencia mitológica. Su cabello era negro azabache enroscado, su mirada parecía mármol ardiente, la nariz perfilada daba un acabado proporcional al rostro, su figura atlética hacía que todo el cuerpo proyectara una imagen armónica. Su caminar era pausado, distraído; en efecto, Andrés llegó a ese lugar después de un largo caminar vagamente, como si de momento se encontró en esa extraña calle.
Marta se le acercó y le ofreció sus servicios con tarifa incluida.
El joven se detuvo vacilante, guardó silencio y sin mirarle a la cara, respondió:
-¿A dónde vamos?
-Sígueme –Le respondió Marta inmediatamente
Ambos se internaron en la casucha. Una vez en la casa, se vieron el rostro por primera vez. Marta quedó impresionada de la belleza del joven. Advirtió en el acto que era una persona de la alta sociedad.
Recordó la expresión aturdida y si se quiere, tímida, de aquella extraña persona. Todo venía a su mente con facilidad.
Marta se le acercó para desvestirlo. El pidió que no fuera rápido.
-El tiempo cuesta, dijo ella.
-No importa el costo, respondió él.
Comenzaron a acariciarse. Él solicitó que le hablara. Ella comenzó a decir palabras tiernas, pero sin ternura. No me refiero a eso, aclaró él.
Háblame de ti -pidió.
Marta se detuvo como si una fuerza la inmovilizó.
-¿Que estupideces dices? ¿Vienes aquí para que te hable de mí? ¿Me pagaras por eso? -Dijo Marta sin una chispa del supuesto placer que mostrara hace un momento.
-¿Eres feliz? -dijo Andrés sin escuchar a Marta.
La expresión de Marta cambió, la cólera le subió al rostro.
-¿Que bromas son estas? ¿Te burlas de mí o qué? ¿Estás atolondrado? ¡Qué diablos importa que yo sea o no feliz! ¿Seguro eres uno de esos locos que andan por ahí sin saber qué hacer con tanto dinero? Cuando Marta terminó de hablar fue que se percató de la mirada triste del joven. Sintió algo de compasión.
Después de un breve silencio, comenzaron a charlar, primero con indiferencia, después con cierta naturalidad, pero crecía en interés. La conversación se extendió, sólo para evidenciar el vacío y la soledad que existe en ambos lado de la sociedad.
A la charla siguió las caricias, y a las caricias, la pasión. Terminaron sumidos en el ardor de sus cuerpos.
El día despuntó como todos los demás, voces extrañas, perros callejeros y carros en todas las direcciones. En esta ocasión Marta hizo dos cosas inusuales, quedarse un rato en la cama con un cliente y salir juntos de la casa. A petición de él, Marta lo acompañó hasta donde tomaría el transporte.
A pesar del tiempo transcurrido, Marta recordaba hasta el más mínimo detalle. Se levantó, preparó café, y volvió a la cama. Comenzó a recordar cuando Helena conoció a Andrés.
Andrés siguió visitando a Marta, pero sólo en las tres primeras ocasiones se acostó con ella, después vendría como amigo. Pasaban tiempos juntos, charlaban, comían, caminaban, escuchaban música y si se daba el caso que Marta tuviera que atender a algún cliente, él la esperaba.
Fue en una de esas visitas cuando se presentó Helena. El día era claro, con el movimiento acostumbrado de gente, carros, perros y polvo en la calle. Helena hacía una labor social con los más desprovistos de la zona. Asistía a los alcohólicos, drogadictos, homosexuales y mendigos. En ese trabajo conoció a Marta.
-Un amigo, dijo Marta mirando a Helena.
Helena extendió la mano a Andrés, pero mirando ligeramente a Marta. Andrés la saludo con respeto. Hizo como que se retiraba. Marta lo despidió con beso en la mejilla. Andrés extiende nuevamente la mano a Helena para despedirse. Ella extiende la suya a la vez que lo buscaba con la mirada. Las miradas se encontraron por primera vez. Helena esperó encontrar una mirada como la que estaba acostumbrada a ver, llena de súplica, rebeldía o descontento. Aquella era tierna, intensa, llena de vitalidad y necesidad. Quiso quitar sus ojos de aquella mirada plena de fuerza, pero un embrujo inexplicable la retenía todavía a aquellos placenteros ojos. Una sensación súbita corrió por su cuerpo. Finalmente alcanzó a decir:
-Fue un placer.
Siguió conversando con Marta, pero su mente quedó en aquella mirada como de fuego penetrante.
Comenzó a pensar en él, pero se cuestionaba porque ni siquiera le conocía. Se sentía extrañada, nunca le había sucedido tal cosa. Quería encontrarlo para que se le pasara aquella “curiosidad”, como se decía así misma. El momento llegó. Eran las mismas circunstancias. Nadie procuró el encuentro. Disimuladamente Helena atizó la conversación. Su intensión era conocerlo para no idealizarlo, para no pensarlo. Lo común no es atractivo –se repetía. Fue una conversación informal, amena y prolongada, de tres. Helena escuchaba con interés todo lo que él decía y analizaba sus gestos. Llegó a una conclusión, era una persona ingenua, idealista, confiada y con falta de afecto.
Lo que Helena se propuso no se cumplió, por el contrario, sentía que su corazón se iba tras de él. Ahora verlo, escucharlo, era una necesidad imperiosa de su alma. Una fuerza inusitada la arrebata, ¡que emoción la envolvía cuando pensaba en él!, pero inmediatamente se reprochaba por sentir aquello.
Cómo puede ser esto, yo…. – Se recriminaba.
Oh, Dios, ¿qué me ocurre? ¿Por qué me está sucediendo esto? ¬-eran sus plegarias diarias.
Se propuso con corazón firme enterrar ese sentimiento, pero ningún progreso lograba. Se imponía toda clase de argumentos para aplastar esas emociones. Se decía así misma que era una mujer de Dios, aparta para él; que su misión era servir a la gente, ayudarlas en sus necesidades; que era madura y no podía doblegarse ante las pasiones; que su propósito tenía que ver con lo sublime… en eso se debatía su alma. Sin embargo, como escapada de sí misma, se rendía al pensamiento de verlo, de escuchar su suave voz, de meter los dedos entre sus cabellos ondulados y de tener su rostro entre sus manos…, Helena terminaba entre sollozos y plegarias.
Cuado encontramos a Helena en el servicio religioso, al inicio de nuestra narración, fue porque había transcurrido una semana que Marta le había comunicado una confesión de Andrés. Andrés le había manifestado que se enamoró de Helena, que estaba consciente de la vida que ella llevaba, pero que daría cualquier cosa por ser correspondido. Claro, Andrés compartió esto sin esperar nada, pues estaba seguro de la vocación de Helena, además no estaba al tanto de lo que ocurría en el corazón de Helena. Las mismas razones por las cuales Marta lo comunica a Helena.
Cuando Helena oyó a Marta, abrió su corazón. Habló de la agonía que padecía, de cómo se fue enamorando,… Helena terminó en sollozos. Marta quedó estupefacta. No sabía que decir. Helena siguió hablando hasta que estuvo más tranquila.
Marta prefirió no seguir recordando aquellas cosas, comenzó a sentir una empatía agobiante por Helena. Se levantó, se cambió de ropa y fue a buscar a Andrés.
Marta entregó la nota a Andrés. En ella estaba especificado todo lo referente a un encuentro. El momento llegó. Helena esperaba impaciente, pero resuelta. Había decidido no volverlo a ver. No podía seguir sufriendo de esa manera. Andrés entró vacilante, las manos le sudaban. Buscó la mirada de ella, cuando la encontró, comprendió que todo estaba acabado para él.
Después de un saludo formal de apretón de manos, ella dijo inmediatamente, casi cortante:
- Seré breve. Bien sabes que nada puede haber entre nosotros. No quiero verte más. No eres culpable de lo que sientes. Sin rencor. No tiene porque haberlo. Seremos amigos…
Hasta ese momento, su aplomo se debilitó, comenzó a sudar, titubeó un poco, le molestó contradecirse con lo último que dijo…. Guardó un poco de silencio (un silenció agudo), respiró profundo, pero lentamente, tomó de nuevo el tono firme y siguió con su exposición (bien pensada).
-Si frecuentas a Marta, yo no la visitaré más…

Cuando dijo estas palabras, buscó esa mirada que evitó desde que entró. Confirmó lo que suponía, él le miraba fijamente, con esa mirada tierna e intensa.
Esta bien, Helena – No se podría describir lo que Helena sintió cuando escuchó su nombre en boca de él- Jamás te haría daño…
No digas nada – Dijo ella alzando la voz.
Andrés se sobresaltó. Helena se sentó procurando tranquilizarse, mientras se llevaba las manos al rostro, y, sollozando, le dijo:
-Vete, vete...
Esta bien, me iré, pero no te sientas mal – intentó tocarla por los hombros, pero sólo fue un intento.
Se dirigió hacia la puerta. Sentía una sincera preocupación por ella. Sólo quería que estuviera bien. Se regresó, le dijo:
-Te amo demasiado para hacerte sufrir, haré lo que me pides.
Nuevamente extendió su mano y esta vez tocó sus hombros. Hizo como para irse cuando ella posó su mano delgada y blanca sobre aquellos dedos. Él quedó inmóvil. Ella dejó su mano sobre la de él por un momento, luego la llevó lentamente hasta su mejilla, él sintió sus lágrimas, tuvo su mano pegada a las mejillas por unos minutos interminables, ella deslizó las manos hacia sus labios. Andrés sintió el rose de aquellos labios suaves y tembloroso, como si nunca antes hubiera tocado labios.
No sé si en el mundo habrá poesía o magia que pueda describir aquel momento.
Helena se levantó lentamente, dio medio giro para quedar frente a él, extendió sus brazos por encima de los hombros de él y ajustó su frente al cuello. Él la tomó por la cintura, escuchó su corazón y sintió como se estremecía.
Reinaba un silenció poético.
Los labios y las manos de aquellos seres fueron llevados por una magia envolvente. Una fuerza arrolladora los atraía y los cautivaba, adormeciendo la razón, la conciencia, el tiempo y cualquier señal de alarma.
Las olas de sensaciones se acrecentaban y con ellas, el deseo de poseerse el uno al otro. Se entregaron sin reserva a la pasión, un mar de ternura los cubrió hasta el día siguiente.
Cuando Helena abrió los ojos, no sabía si estaba despierta o dormida. Miró a su amado al lado, en un sueño placentero. Se levantó, se vistió y salió, no antes sin dar un beso al único hombre que había explorado su cuerpo.
Una vez en su habitación, procuró descansar, no lo logró. Su mente era un torbellino de imágenes. Fue hasta la catedral, buscó un lugar donde pudiera estar sola y en silencio; se arrodilló, elevó su mirada hacia el crucificado, no profería palabras, meditaba; una lágrima solitaria se asomó por la mejilla. Inclinó el rostro y así estuvo largo tiempo. Volvió a su habitación. Se acostó. Se adormitó. ¿Estaba dormida o despierta? No se sabe. Un abismo profundo se abría ante ella, vomitaba cuervos que eran atacados por espadas encendidas; los cuervos que escapaban de la espada y llegaban hasta ella, clavaban sus picos en su corazón, la sangre brotaba hasta caer en tierra, donde nacían flores azules. Despertó sobresaltada. Pasó el día y la noche en su habitación, sin sentir deseo de comer.
Esa semana transcurrió con una lentitud pasmosa. Helena se esforzaba en cumplir con sus responsabilidades, pero su ánimo no le acompañaba. Llegó el domingo, la ceremonia religiosa estaba por comenzar; pero Helena estaba cansada, no había conciliado el sueño, le era indiferente ingerir alimento. Se preparaba para el servicio, se ajustaba el hábito cuando, repentinamente, se echó a un lado de la cama, lloraba desconsoladamente.
-Que estoy haciendo – se decía- ¿cómo es posible que llegué a esto? ¿Por qué, Dios mío? Te defraudé, defraudé a todos… Soy un fracaso… Helena se debatía en sus lamentos. Comenzó en ella una lucha descarnada.
Los días de ceremonias religiosas, que eran su paz, liberación y gozo, se convirtieron en condenación. Los cánticos, la lectura y las plegarias que la llevaban Dios, ahora la lanzaban al más cruel tormento. Sentía un precipicio entre su alma y lo que le rodeaba. Dedicó largos días a la oración y al ayuno, sólo para cerciorarse que no tenía paz. Se sentía muy debilitada.
Marta estaba extrañada que, pasado tantos días, Helena no la visitara. Andrés sospechaba la causa; sentía una sincera angustia. Transcurrido el tiempo, los dos amigos resolvieron ir a la catedral, pero Andrés tenía que confesar algo antes a Marte. Le contó lo sucedido. Marta sólo pudo decir:
-¿Cómo fue posible? Con razón no ha venido.
Llegaron a la catedral. Marta se sentía extrañada en aquel lugar, pero inexplicablemente agradada. Al finalizar la misa, procuraron ver a Helena, fue inútil. No estaba y nada se dijo de ella. Regresaron sin saber nada.
A la semana siguiente volvieron con el mismo propósito, otra vez regresaron sin noticia de ella. La angustia de los dos amigos era insoportable. Convinieron en buscar información de otra manera si no decían nada el próximo domingo. Volvieron. Marta sentía curiosidad por las plegarias, las imágenes y la parcimonia, todo le resultaba confortable a su ser interior. Llegado el tiempo para los anuncios, se informó que Helena no estaba por indisposición física. Indagaron con los feligreses sobre esa indisposición, nadie sabía nada.
En efecto, la indisposición de Helena era una enfermedad. Estaba sumamente debilitada. Se le permitió reposar, pero no hubo mejoría. Por el contrario, a medida que pasaba el tiempo, empeoraba. Fue recluida bajo el cuidado de un médico. Todos en la catedral estaban preocupados porque la salud de Helena se deterioraba vertiginosamente. Su rostro estaba pálido en grado sumo. No tenía apetito. Tenía una fiebre perenne. Cada día perdía peso, estaba muy delgada.
Los médicos no lograban detener el deterioro de la salud de Helena, hasta que decidieron realizar una revisión profunda de las posibles causas de la enfermedad.
-Tenemos que hablar con usted a solas, señor obispo – le pidieron los médicos.
Fueron hasta el despacho del señor obispo. Entregaron un informe y explicaron de qué se trataba. El señor obispo quedó sin palabras por un instante. Luego ordenó a los doctores no decir nada de aquel informe.
A Helena se le prohibió las visitas; tenía todas las atenciones médicas posibles, pero la duración de su vida tenía fecha, a lo sumo un mes más.
Tiempo suficiente para que Helena se consumiera, su aspecto era cadavérico, la piel se le pegó a los huesos, sus ojos hundidos permanecían cerrados, el amarillo oscuro suplantó al blanco losado, el dolor era permanente.
Cada semana Marta y Andrés asistían a la iglesia para saber de Helena, pero la información era la misma, indisposición física. Un día decidieron seguir al obispo. La idea resultó. El obispo se dirigió hasta el lugar de reclusión. Esperaron a que el religioso se retirara. Sobornaron al médico de guardia e ingresaron a la habitación. Cuando estaban a solas con ella, no lo podían creer. No pudieron contener las lágrimas. Lloraron y lloraron, sin pronunciar palabras.
Ella fue la primera que se acercó a la cama. Le dijo al oído:
- Helena, soy yo, Marta…
Al momento, repitió las mismas palabras
Helena entre abrió los ojos. No lo hacía por mucho tiempo. Se esforzó por emular una sonrisa. Marta no podía contener el llanto. Hundió su rostro en la cama, al lado de ella. Cuando lo levantó, Helena se esforzó nuevamente por sonreir y, como pudo, llevó su mano al pecho, intentó quitarse el crucifijo, lo que Marta entendió, la ayudó. Lo puso en mano de Marta.
Helena miró hacia Andrés, de pie al lado de la puerta. Cuando el notó que lo buscaba con la mirada, se acercó. Él la tomó de la mano, ella respondió con un leve apretón de mano. Al sentir aquel apretón, Andrés también hundió la cabeza en la cama al lado de ella, sin poder contener su llanto.
El féretro salió de la catedral. Todos iban tras él, muchos lloraban la muerte de la “buena de Helena.” El señor obispo se veía compungido y callado. Al final de la multitud, iban dos jóvenes, ella llevaba un crucifijo en su pecho y él un llanto de culpa y desespero.

Texto agregado el 08-07-2008, y leído por 174 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
25-06-2009 Excelente relato.. escenas que se pueden imaginar facilmente y un protagonista cuya manera de moverse en tu historia.. simplemente, atrapa.. miles************************* vilyalisse
08-11-2008 Lo disfrute muchisimo.no pude hacer una pausa ,me transporto de tal manera que fui Marta,fui Elena y creo que Andres . Hay tanta migia dentro tuyo que con ponerte estrellitas no alcanza Gracias mil gracias ******+ shosha
 
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