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 Una treintena de clarinetes sadomasoquistas irrumpen en mi habitación con el característico sonido de las liras. Detrás, la fanfarria de musarañas y sus minúsculos redoblantes, cuasi ridículos de tan pequeños, son malas, no aciertan con los palillos y se les escapan pegando en las cabezas de los limpiavidrios, que con todo y andamios abandonan su tarea habitual para acudir al evento, como si fueran imprescindibles.
 _¡Aquí estoy, aquí estoy! –grita la rosa (mi única compañera y no lo sabe), abriéndose paso a través de la banda a fuerza de espinas.
 Con el telón de fondo de un adagio, dos juglares estiran sus pancartas y anuncian:
 _En la cuidad del sol eterno, a los vaya a saber cuántos días del mes en curso, por orden de quien corresponda, anunciamos que la derecha desde ahora será la izquierda, de la misma manera que arriba y abajo y viceversa.
 Dicho esto, toda la orquesta comienza con ímpetu furioso, el ruido enloquece y un ratón con botas que hace las veces de maestro de ceremonias, abre la boca y se convierte en reloj despertador, justo cuando a mí no me queda más remedio que abrir los ojos.
 
 “Aquí, en mi vida, un nuevo día, comienza”.
 
 
 
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