Una especie de recuerdo, de Déjà vu, de círculo que no empieza y que se repite. Ginebra con café, una forma vieja de darme un mensaje. Pero algo nuevo: antes, en esos años, toda la ginebra y todo el café tenían un nombre, un único y múltiple nombre; ahora, en cambio, la cosa es más complicada: ni siquiera hay un punto de referencia. Como a Krapp, el personaje de Beckett, ahora me parece haber superado los viejos escollos. ¿Pero para llegar a dónde?
Más que mala educación, el tomar de la botella se ha hecho una incomodidad. Por algún motivo (perfectamente razonable y explicable, pero ahora no se me ocurre) el café está en la mesa y la ginebra en el piso. Y como está en el piso, la botella está cerrada; y así, cada trago es agacharse, buscar a tientas, tomar la botella, desenroscar la tapa, dejarla sobre la mesa, empinar la botella, tomar la tapa, enroscarla, agacharme, buscar a tientas el lugar del piso con espacio suficiente, dejar la botella, incorporarme.
Escribir sobre escribir, qué barato. Peor esta nueva perspectiva, de escribir sobre escribir sobre escribir, actividad estúpida hasta de ser pronunciada. Debería estar transmitiendo alguna emoción, un sentimiento, un mensaje: pero no todo puede ser el lector, el código, las buenas formas del acto comunicativo: hoy tomo del pico, hoy me cago en Jakobson y todo su formalismo ruso. No hace falta decir para hablar, catártica y deleznable frase que, por supuesto (y por definición), no quiere decir nada de nada.
Pero otro detalle es nuevo: la ginebra es, esta vez, de medio litro y no de litro completo. Cinco, seis años, quizás siete años han pasado, y la diferencia se mide en kilos, en uno o dos nombres, en centímetros cúbicos. Quizás eso quiera decir algo, y Jakobson contento.