Ella era coqueta. Culta, inteligente y con un caminado especial. Ella era muy coqueta. Casi como un tango. Miraba, analizaba y daba vueltas. Jugaba contigo, te llevaba con su ritmo malevo, con contrapuntos musicales, que se dejan derrochar en caídas largas y sentidas. Nunca lo entendí tan bien como aquel día. Su recuerdo está ligado a una ciudad, ciudad que ambos conocimos y adoramos, pero que nunca compartimos. Por lo menos no contemporáneamente. Aquella meca del sur, algo de esa ciudad tengo yo, y algo tiene ella. No creo que sea lo mismo. Pero ese ritmo porteño me recuerda de ella. Nunca la ví bailar en vivo, me tuve que contentar con su tango imaginario en el salón absurdo de mi mente.

Aquel día una chica bailaba, y se entregaba y se iba. Una persecución de gato y ratón intensa y deliciosa. Y su baile me recordó de ella. Su actitud altiva y juguetona al tiempo, me trajo un recuerdo, si bien no lejano, por sanidad temporalmente reprimido. Como esas verdades que uno sabe pero prefiere ignorar. El problema es que salen a flote. En este caso, la chica que bailaba lo detonó. En un gesto absolutamente que me la recordó, de pura coquetería, por una fracción de segundo levantó la falda de su vestido, y aunque disimulaba con un movimiento de su pierna no podía negar su absoluta intencionalidad. Si bien ese encaje negro en esas nalgas hermosas nos puso a soñar a todos los hombres del teatro, a mí me llevó luego a otra parte. Me llevó a un hondo recuerdo, donde ella y yo nos perseguíamos como un gato y un ratón, ella con su ropa interior de encaje negro, igual a la que veía. No puedo dejar de atribuirle la coincidencia al diablo. En entendí tan bien porque ella era así. Era coqueta. Jugaba con sus interiores conmigo como la chica con la audiencia. Me miraba, me analizaba y daba vueltas. Ella era muy coqueta. Casi como un tango.