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Pendientes

Desde hace bastante tiempo su ánimo percibe lo que el calendario recién durante esta semana parece haber desplegado completamente en el clima. Ese doloroso apagamiento temprano de la luz comparado a los hasta ayer extensos días de verano, abundantes de cielos diáfanos y abiertos de cara al río Paraná: generosa agua marrón, sonora y paciente desde lejos, hervidero y correntoso, en apariencia manso y lento.
Para Elio, sentado en el escalón de granito prólogo del breve jardín que antecede a la puerta de ingreso a su casa, el aire de río sigue presente al cerrar los ojos y aspirar hondo, como tantas veces ha visto hacer a su padre cada vez que el entusiasmo de vivir aquí desata cierta rara locuacidad en un hombre tan parco. Tiene trece años y mañana lunes comenzará el segundo año en el colegio industrial del Bajo. Antes de salir estuvo en la pieza desde donde ve el patio con cedro y acacias a través de una puerta casi toda de vidrio. Preparó carpetas, separadores, cuadernos, lapiceras, y puntas de dibujo técnico para que su madre lo deje en paz de una vez por todas. También desde allí atisba algo del tapial limítrofe con la casa del dentista de apellido largo, aunque sea imposible saber, por más que se haya cuidado de no hacer ningún ruido, ni siquiera poner un disco, si el odontólogo y familia han recibido las visitas que a él le interesan.
Desde que se despertó, bien temprano, la extraña intensamente y sería inútil preguntarle de dónde viene esa imperiosa necesidad de ver aparecer a aquella figura morochita con la que apenas ha jugado dos tardes a la escondida. Sabe se llama Carmen y eso otro que la amiga, hija de los vecinos a quienes los padres de ella vienen a visitar al menos cada quince días, le dijo con maliciosa sonrisa antes de que entraran a la casa, cuando las llamaron desde la ventana para cenar. Tal vez porque en aquella ruborosa provocación latió desde el comienzo el ardor de un rasguño, o tal vez porque para él desde entonces no habrá diferencias entre un gesto y el otro, hace una semana que no puede escapar a su recuerdo entre tanto andar en bicicleta, jugar al papy fútbol y recortar fotos de los partidos de Independiente de los diarios que compra su abuelo.
Nadie que lo haya visto entrar y salir tantas veces hasta la calle por mil motivos distintos, podrá dudar de semejante pesar de ausencia. Desde los mandados por el barrio, esos a los que normalmente se resiste porque su hermana nunca los hace, hasta simplemente asomarse sin motivo, para espiar si llegó el auto que le arrimará brasas hasta su alegría de esperarla como planta cubierta de nieve al sol. Con las manos sobre las rodillas, zapatillas en un extremo del rectángulo frío que culmina los canteros con rosales, se recuesta contra una de las columnas del pórtico de la verja. Elio se funde de a poco en el paisaje de vereda vainilla, gorriones acomodándose a la mañana dominguera en los plátanos aún verde furioso, ladridos de viento sur, anticipo de cobijas nocturnas con perfume a naftalina guareciendo el sueño desnudo.
Pocos se animan a cruzar en diagonal, de una casa a la otra, indiferentes: la señora de Torralba llevando el resto de una torta envuelta en repasador blanco, el viejo Gregorio tirándole restos de asado al mismo perro amarillo de siempre, un muchachón impecable que apura los zapatos bien lustrados hacia el almuerzo en la casa de Elisa, novia de años. Cada tanto, luz de un faro que gira lentamente en la melancolía cerrada, el chico queda solo en el mundo sin el auto de la morochita y su familia cerca, único habitante del mundo. Dibuja en su mente la chapa con rocío, la patente, el dibujo de las ruedas, la calcomanía en el vidrio trasero, todos impregnados del perfume de Carmen, de su manera de poner las manos cuando está nerviosa, de su sonrisa sabrosa como el dulce primero de los chicles que por eso se esfuma en un santiamén en la boca ávida.
Su abuelo Vicente lo mira desesperar en la impaciencia, se sienta a su costado, le acaricia la cabeza, habla con voz baja de mujeres inolvidables. Al rato entra en la casa para tomar un remedio con olor fuerte. Elio queda solo en el mundo frente a la aparición de una estrella. En un rato, atolondrado, le anunciará cuando vuelva a salir: la chica y su familia están ahí, pronto será la oportunidad de acercarse para conocerla mejor. Hace mucho que planea cómo tocar el timbre, sonreír al sacamuelas de apellido largo, preguntar por Carmen. Cómo empezar a bañarse en sus ojazos.
El mediodía dominguero, trae ravioles con salsa que su madre preparó entre canciones de zarzuela. Almuerza rápido con una oreja en el patio de los vecinos. Podría jurar que la escuchó reír, decir algo. Vicente lo manda a comprar puchos apenas termina el postre: flan con dulce de leche. La calle parece revés de guante: costuras largas, manchas cada tanto. Doña Mariana le pregunta con cara seria si son para su padre. Contesta que no, esquiva las precisiones para no desconcentrarse, ni cuenta las monedas del vuelto. Cruza de vereda, mira desde enfrente la silueta del auto extranjero, ¿saldrá ella después del almuerzo? ¿dormirá la siesta?
Pasan los goles del rojo atisbados por el tul de la radio, la figura anciana con idéntica mirada infantil y fingido enojo reclama los cigarrillos, te mandé hace cuatro horas, ¿te perdiste? Y la risa confianzuda. Otra vez solo, junto al coche tan inmóvil como el recuerdo de aquel pelo azabache que únicamente vio en una de Disney. La sombra desprendida de los cordones cada vez más cortos hasta perderse en la noche, la síntesis final de la jornada, sin la chica. Al fin, demasiadas estrellas, un fresco chaleco de brisa, la voz de su madre, bajar las banderas, entrar.
Elio, pelo ralo y enrulado por los costados del cráneo, acaricia su barba muy despacio. Fuma la pipa que los años le agregaron al retrato actual de aquel pibe ansioso de trece. La casa de sus padres está vacía de abuelo Vicente, de madre zarzuelera, de padre silencioso. Dos hijos jugando con los de su hermana menor llenan las piezas los domingos de cada semana. Silueta de sombra corva, mancha de tinta negra que se pierde bajo las ruedas del auto que sigue ahí, frente a la casa del vecino con apellido largo. Nubecitas de humo se deshacen en la tarde sin Independiente porque jugó el viernes. Varias inscripciones bailan sobre las paredes en busca de sentido.
Y Carmen, la morochita, todavía no sale a la vereda.

Texto agregado el 26-07-2008, y leído por 143 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
07-10-2008 Excelente. Muy buen estilo. Un saludo afectuoso. permiso
31-07-2008 oooralee!!! tu haces que la imaginación este funcionando.. tantas imágenes que se me vienen a la mente... el olor del ambiente ... xD todooo!!! el apellido es Covarrubias jajajajaja y por cierto.. yo np cuento las monedas del cambio :p dcovali
26-07-2008 Maravilloso. Me encantó esta historia donde los años transcurren sin un respiro. Realmente, tu pluma resbala con facilidad. He pasado un momento placentero y te doy las gracias por ello. Mil estrellas. Albaclara
 
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