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Hermanos Pescadores

Andan siempre juntos, a pesar de que uno trabaja en la Siam y el otro en el Smithfield. Mecánicos después de la escuela primaria, los hermanos Mastronardi son de esos grandotes que no asustan. Altos, pocos centímetros más uno que el otro, espaldas cuadradas, el más bajo más gordo y encorvado, brazos hercúleos, piernas fornidas, deshacen con sonrisa bonachona y tímida credulidad la prepotencia física de la primera vista. La vista, precisamente, es el talón de Aquiles de este dúo de la Manzana, y ya que estamos viene bien recordar que en el paisaje así denominado existieron, existen, mentadas parejas de hermanos. Más adelante habría que ver a qué se debe.
El Ciego Mastronardi usa desde chico anteojos cuadrados, gruesos y negros tipo culo de botella, suele tomar mates con la Cofradía de la Caldera, el Pata, el Negro Soler y, hasta aquel maldito ascenso a supervisor, el Chueco Olmos. Allí, mientras se limpia inútilmente las manos con un trapo tan sucio como éstas se defiende de las recurrentes cargadas con un argumento para él irrefutable: ciego es mi hermano que se niega a los anteojos y ve menos que un elefante por el ano. Estas declaraciones no disminuyen la colección de bastones blancos, varios tipos y tamaños, que el susodicho guarda en un cofre cada vez que aparecen, sin misterio y con regularidad, sobre el banco de trabajo.
El Elefante Mastronardi camina paquidérmico por los pasillos helados de carne y metales enrojecidos, mira con gesto preocupado de qué poca luz hay acá. Antes de empezar a desarmar el compresor 20, eterno descompuesto desde que lo trajeron de Bélgica al que únicamente él es capaz de hacerlo funcionar por unos meses, pide la linterna porque no sabe cómo ellos pueden trabajar en ese lugar, en las tinieblas.
Los hermanos Mastronardi fueron a la misma escuela, jugaron al fútbol en Central, época del Cejón Posadas, se casaron con dos amigas del barrio y levantaron sus casas en el baldío dónde el finado padre hacía la quinta. Una arriba de la otra para ahorrar plata, las edificaron ellos mismos y, típico de la gente que sabe hacer de todo, viven prometiendo que algún día las terminarán. El Ciego tiene dos nenas con anteojos y el Elefante un gordito que le roba la linterna cada vez que puede.
Si se cree que la única suciedad que llevan es la de las ropas de trabajo que nunca se cambian, poco se sabe de la vida. El más bueno de nosotros, al decir de Roberto Arlt, merecería una buena sarta de palos. Mejor en el lomo, agregaría el Gringo Zucarelli.
Pero los hermanos Mastronardi comparten una pasión: la pesca. Es decir que pierden plata y horas de sueño a cambio de reproches familiares, incomprensiones de todo pelo y esa felicidad plena de hacer lo que a uno lo gusta aunque sea un rato.
En un abril ventoso de los setenta fueron a comprar ladrillos en Escobar, pero demoraron el asunto porque se trajeron por dos mangos un Kaiser Carabela que, cada vez que sale cargado de cañas atadas en el techo y los dos mastodontes, un codo asomado a cada ventanilla, hace más humo que ruido. Solían encontrarse con aquel hombre que murió en la Estanciera, ¿se acuerdan ?, él también iba a pescar con Nora, su mujer.
Como todos los pescadores, mienten porque algo queda y porque nadie puede comprobar el baúl vacío de las piezas gigantescas que dirán haber comido fritas, con las familias, siempre emocionadas y felices, nunca hartas de mojarras y algún que otro dudoso bagre. Ninguno se levantará a la madrugada para verlos llegar con el sol, prometiéndose cambiar anzuelos, líneas, redes, ir a recodos que nadie conoce y donde el pique es espectacular. Juega bonito, el gol viene solo decía un técnico de fútbol y ellos, gallinas de alma, ponen más huevo al fracaso después de cada canasta vacía.
¿Quién puede entonces negar las fotos que ambos lucen pegadas en la taquilla? Se los ve sucios como siempre pero anchos y mostrando a la cámara, a toda la Manzana, el dorado más grande del mundo. Los rodean curiosos, chicos en pata, y dos o tres gordos en malla con sombrero de paja que son de San Miguel. Por una botella de tinto bueno no les importó prestarles a los Mastronardi presa y gloria por un rato.
La fecha del suceso cambia según quien lo cuenta. Para la barra del club Ochoa Corsini fue en julio del 67, para los que visitan la peluquería de Casimiro era agosto del 72, para el señor Ribeiro julio del 69 poco antes de la llegada del hombre a la Luna. Lo invariable es el relato de la anécdota: un día de invierno los Mastronardi llegan en el Kaiser Carabela a su ubicación en las orillas del Paraná de las Palmas. Vestidos de fábrica, como siempre, empiezan a recoger espineles y controlar tramayos.
Desenganchan un par de pejerreyes chicos y miran anzuelos con cebos mojados sin tocar. Con la resignación que hace de los pescadores buenos discípulos de Cristo comienzan a encarnar de nuevo. El Ciego es un maestro en eso de cortar masa, podrido, mojarra y ensartarlas en los signos de pregunta. Su hermano sin anteojos prefiere cambiar tanzas, boyas, señuelos y revisar a pura yema de pulgar e índice cada metro de línea, cada parte de los enseres ya veteranos.
De pronto cierta brisa comienza a producir la suba del río. Los Mastronardi, que siempre tiran dos líneas mientras reponen lo demás, advierten que el pique aumenta. En forma desacostumbrada crece la pesca desde orilla: cantidades de mojarras, bagres, armados, van poblando el reloj y los baldes donde suelen guardar las presas. Los sorprende en plena acción la hora en que casi siempre se van. Olvidados de sus tareas, tiran y sacan a más no poder. Piezas chicas, medianas, grandes, llenan cajones, baldes, cajas. Humedecen el piso los cuerpos escamosos, colean entre los pies con botines de seguridad.
El Ciego decide ir colocando los recipientes en el Kaiser Carabela. Primero desbordan el baúl, después el piso y finalmente el auto entero. Son tantos los pescados que los hermanos no pueden subir al vehículo. La luna llena los enharina mientras caminan sobre astillas de gloria. Deciden entrar a la Manzana empujando el auto para que nadie dude de semejante resultado. Comienzan a repechar la Rivadavia y llegan al centro muertos de frío.
En el reloj de la Iglesia caen las doce y media de una noche impar. Nadie se asoma, nadie pasa, nadie los ve. El Elefante quiere empezar a los gritos, a cantar, a llamar, pero el Ciego lo disuade por miedo a las represalias. Desalentados hacen una pausa para buscar a algunos amigos que atestigüen lo sucedido. Dejan la ya maloliente silueta del Kaiser frente a lo de Pigaffetta.
Van a lo de Casimiro pero no hay una luz encendida que lo delate leyendo, viendo televisión. En La Sombra del Bajo, Gregorio terminó de lavar la vajilla, sacó a los borrachos y se fue. El Negro de la Riestra está cantando en La Nuit para varias muchachas de buena cama y otros tantos muchachos con ganas de gastar poco. Imposible distraerlos. En La Taza de Oro el Inglés Fay y el gordo Taranto salen pasados de whisky para verificar la hazaña. Cuando los cuatro llegan al sitio inicial el Kaiser Carabela ya no está. Lo robaron. Cerca, Cornelio observa con su cara irlandesa. Inútil interrogarlo, los mira desde su infancia envejecida sin entender nada.
Desde entonces los hermanos Mastronardi son distintos, aunque no parezca. Buscan sin decirlo aquel dinosaurio de chapa olorosa lleno de mentiras como dicen los que oyeron su cuento. A tal punto llegan que no les importa tanto el pique como el ronronear de un motor imposible regresando desde una noche posiblemente soñada.
Para colmo de males el Ciego y el Elefante compraron otros autos, pero sus respectivas mujeres se los niegan y deben ir a pescar en bicicleta.

Texto agregado el 06-08-2008, y leído por 217 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
07-10-2008 notable relato. Un saludo afectuoso. ***** permiso
26-08-2008 Precioso, hijoputa, envidia te tengo. dolordebarriga
 
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