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Me llamo Sélima. Hoy hace ocho años del final del primer capítulo de mi historia.
Salí de mi país con 16 años. Partí con todo lo que tenía, unas telas negras que cubrían mi cuerpo y un deseo, Miguel. Me había enamorado locamente de él o eso creía entonces. Motivo por el que dejaba mi país para estar con él.
Miguel vino a mi ciudad por un viaje de negocios, nos cruzamos por las oscuras y solitarias calles de los arrabales. No me fijé especialmente en él, era uno de tantos hombres con los que me cruzaba diariamente, a los cuales me estaba prohibido mirar a los ojos. Esta ley de mi religión se basa en la idea de que cuando una mujer enseña su rostro, sus ojos especialmente está incitando al otro sexo, es por este motivo por el cual, nosotras, las mujeres, cuanto más nos semejemos al paisaje, mejor.
Unos segundos más tarde de habernos cruzado sentí como alguien me agarraba de un brazo y me giraba.
Continué sin levantar la mirada y aquel hombre me susurró al oído suavemente:
- Por favor, camina asta el callejón de la esquina, quiero hablar contigo.

Aquella voz penetró en mi cerebro y comenzó a martillearme. No sabía que hacer, tenía miedo y un deseo incontrolable de hacer algo prohibido. Decidí hacer caso a lo que me había pedido. Poco tardó en aparecer. Lo miré, no tenía miedo, una fuerza interior me obligó a hacerlo, se aproximó y hundió sus labios en los míos.
Ningún hombre se había aproximado nunca a mi cuerpo y por esto debí creer que me amaba.
Sus promesas de amor acariciaban mis oídos como una suave pluma. El callejón sirvió de antorcha y los dos ardimos en llamas fugaces de pasión.
Fueron muchos los días en los que se repitió. Una tarde, como tantas otras, nos encontramos en el callejón, pero Miguel sólo vino a decirme que se iba, que volvía a España, sus negocios habían terminado.
Sabía que se iría a la mañana próxima y decidí que yo también me iría. Por la mañana aparecí en el puerto. Me miró sorprendido, vino a hablarme y antes de que pudiera pronunciar palabra dije:
-Me voy contigo.

Se quedó pensativo y finalmente aceptó.

Era un barco pequeño y sucio. Entré por dónde me indicó, cerró la puerta y me dejó allí, encerrada. Antes de cerrar la puerta susurró
-Sólo será un rato.

Creía estar sola pero pronto me di cuenta de que no era así. Debía haber una veintena de personas entre hombre, mujeres y niños.
Los pequeños lloraban. Los hombres, asustados, miraban fijamente hacia algún lugar, seguramente hacia imágenes del pasado. Las madres sostenían en brazos a sus hijos, intentando, en vano, sofocar su llanto.
Parecerá extraño, pero era la primera vez que miraba de frente a un hombre de mi misma raza, de mi mismo país. No recuerdo ni tan siquiera haber mirado alguna vez a mi padre, simplemente en mi país era incorrecto hacerlo.
Se respiraba un olor fuerte y pestilente que se introducía en mis fosas nasales hasta alcanzar mi estómago.
Estuvimos varias horas sin partir, allí, abandonados y sin probar bocado.
No tardé en darme cuenta del error que había cometido al subirme a aquel barco.
De pronto se abrió la puerta, un hombre me señaló y me hizo gestos para que me levantara. Me empujó por unas escaleras y me llevó a un camarote en el que estaba Miguel. Nos dejó solos y ocurrió lo que tantas veces en el callejón, pero ahora no sentí nada. Mi alma parecía haberme abandonado en los brazos de aquel hombre que claramente me había utilizado y engañado. Me dejé hacer como supuse que era mi obligación y deseé con todas mis fuerzas poder volver atrás en mi decisión.
Volví con los demás y nos llevaron unos mendrugos de pan y un poco de agua. No probé bocado y apenas mojé los labios en unas gotas de agua.
Estaba mareada y asfixiada al verme rodeada por tantas personas y tan poco espacio. Nos mandaron bajar en el momento en el que notamos que la embarcación se detenía. Era de noche. Bajamos a una playa, no veía nada pero notaba la arena bajo mis pies descalzos y escuchaba el sonido del mar contra las rocas. Yo iba agarrada a Miguel.
Vimos una luz que nos iluminó y aparecieron policías y perros. Comenzamos a correr y sólo nos salvamos tres: Miguel, otro hombre español y yo.
Caminamos largo rato hasta alcanzar lo que parecía un camión de mercancías y subimos a él. Miguel le explicó atropelladamente lo que había sucedido y no tardé en ver el nerviosismo que los rodeaba.
¡Siempre había querido ir a España! Pero nunca había reunido el valor suficiente para hacerlo y ahora, con todos mis sueños por los suelos creía que nada me había perdido en aquel tiempo. Desde luego mi país no era un lugar demasiado bueno para vivir pero una especie de oscuro presentimiento se cernió sobre mis ojos. Desde luego no debía perder la esperanza, ya que aún existía… ¡Miguel estaba a mi lado!
Fueron varias las horas que tardamos en llegar, o eso me pareció durante el trayecto que pasé rodeada de cajas rebosantes de naranjas.
Durante el camino pude imaginar una bonita casa blanca, con jardín y flores en los ventanales…como tantas que había visto en fotos de los escaparates de las agencias de viajes.
Al llegar comenzaba a amanecer pero aún así no pude ver nada de la casa en la que entrábamos.
Aún hoy puedo percibir el olor a naranjales de aquella noche.
Me condujeron por un pasillo y me indicaron la que sería mi habitación. Era oscura y pequeña. Una sábana sucia hacía de cama y ese era todo el mobiliario de la estancia.
Entré con Miguel, me acercó un vestido y dijo
-Pronto podrás salir.

Y fue en ese momento cuando comenzó mi lenta agonía. Aunque, por supuesto, entonces ni llegaba a imaginarlo. Me senté a esperar, entendiendo el “pronto” como unos minutos, una hora quizás. Ansiaba ver abrirse la puerta y entrar a Miguel. Estaba agotada y poco tardé en dormirme.
Al despertar, desorientada y rodeada de una oscuridad impenetrable, donde nada con vida exceptuándome a mí parecía poder subsistir, sentí las pesadas garras de la soledad y la certidumbre de la eterna duración de mi castigo.
Quise imaginar a Miguel entrando en la habitación, seguro que lo había hecho pero al verme dormida se habría ido.
Tenía un inmenso vacío en el estómago, a pesar de estar acostumbrada a comer muy poco, ya que mi familia era una de tantas familias pobres marroquíes.
Percibía el aire muy caliente al rozar mi cara y obligarme a respirar con dificultad.
Al cabo de un tiempo entró mi esperado amante, se acercó a mí, y sin decir nada, ni una sola palabra, se tumbó en aquel lecho maloliente provocando la esperada situación del callejón. Esa vez volví a sentir el deseo irreprimible de fundirme en un solo cuerpo con el suyo, y así fue. Nos amamos veloz y fugazmente y luego, tal y como había venido, se fue sin mediar palabra.
Me quedé tumbada con el corazón todavía exaltado.
El resto del día lo pasé sola en la impenetrable soledad. No sabía si era de día o de noche. Y me dormí pensando en las tardes que había pasado con Miguel.
Al despertar encontré a mi lado una botella de agua y un trozo de pan. Lo devoré como un animal hambriento y bebí unos sorbos de agua que eternicé para alargar su sabor.
Me sentía enjaulada y presa de unos deseos feroces de contemplar el sol español, mi ansiada libertad en Marruecos se había convertido en otra jaula… Tremenda paradoja, hallarme enjaulada en la que habría de ser mi libertad.
Miguel no tardó en volver con las intenciones del día anterior, aproveché para hablarle de mis deseos de abandonar aquella terrible estancia, entonces sus ojos soltaron chispas que se clavaban en mis pupilas, me golpeó fuertemente contra la pared y gritó
-¡Nadie te pidió que vinieras!

Se fue rápidamente y me dejó sollozando y temblando, más sola que nunca pues hasta mi esperanza me había abandonado.
Estuve mucho tiempo allí, un tiempo que me resultó eterno, sola y sin probar bocado. Se abrió la puerta y tiraron hacia mí una botella de agua y una naranja podrida. Mis fuerzas no alcanzaban ni para levantarme por lo que me arrastré hacia el agua para mojar mis labios. Me sentía débil, sucia y maloliente. Pensaba que estar muerte, era, con seguridad, mucho mejor que aquello.
Después de mucho tiempo Miguel volvió a verme, me besó, no opuse ninguna resistencia, no tenía ganas de vivir, por lo que ya todo me importaba lo mismo: nada.
Me gritó al comprobar mi impasibilidad me empujó, gritó e insultó, pero los sonidos no llegaban ni a convertirse en palabras dentro de mi cabeza.
Por lo que regresé a la soledad, a no comer y a no distinguir los sueños y la realidad.
Un día debí caer inconsciente ya que desperté en brazos de Miguel, esforzándose en refrescar mi cara. Al darse cuenta de que le miraba se levantó y se fue dejando antes, una botella de agua a mi alcance.
Cuando salí supe que Miguel estaba casado y tenía hijos, que yo no era más que otra de tantas mujeres que había llegado hasta su cama.
Desde que había despertado con él a mi lado recibí comida más a menudo, creo que cada dos o tres días y siempre recibía lo mismo, agua y despojos de naranjas,
No sabía el tiempo que llevaba allí, sabía que mucho, muchísimo. Sobre todo echaba de menos el sol y los sonidos distintos a los de mi respiración que se habían vuelto jadeos constantes. Sentía frío constantemente. Los párpados se me cerraban a cada instante. Y el tiempo se me iba imaginando mi país y sus gentes humildes.
Creo que poco a poco me fui convirtiendo en un trozo de la pared, en parte de la escasa decoración. No me movía, sólo las manos de vez en cuando para alcanzar el agua que recibía. No logro recordar ese período con claridad, lo que sí recuerdo es el dolor que sentía al ver que no tenía nada ya que hasta yo misma me estaba perdiendo, mi cuerpo me abandonaba y mi alma ya hacía tiempo que no estaba conmigo.
Parece ser que me encontraron por una inspección, había sospechas de que aquel edificio guardaba alguna actividad ilegal.
Dijeron que debía estar agradecida por seguir con vida ya que se había descubierto que muchas mujeres habían muerto a manos de Miguel, bueno, realmente a manos de José Rodríguez, era ése su verdadero nombre.
Seguí así, sola en medio de la oscuridad, me veía al borde de la puerta de las sombras, en un lugar donde una sola brisa me arrojaría al vacío.
Miguel fue algunas veces a verme para acostarse a mi lado, pero ni tan siquiera me miraba, se quedaba tumbado a mi lado sin moverse ni decir nada.
Empecé a pensar que saldrían hongos de mi cuerpo, no estaba lejos de la realidad. Me creció el pelo hasta convertirse en una tela sucia. Mis uñas parecían garras, y así sobreviví en aquel horrible lugar, convertida en una bestia. Pero no fui consciente de todos los cambios hasta verme reflejada en el cristal del coche de policía que me rescató.
Una vez de las que se abrió la puerta entraron dos hombres que me alumbraron con una linterna. La luz se clavó como puntas ardientes en mis pupilas.
Así terminaba el primer capítulo de mi historia, los dos hombres eran policías y sólo querían dejarme libre.
Uno de ellos me cogió en brazos y abandonamos la casa.
Fuera estaba Miguel esposado contra un coche, en ese momento no entendí exactamente el porqué. Tampoco me importó. No pensé en nada, me contenté con dejarme acariciar por el Sol.
Me llevaron a un hospital donde pasé dos semanas recuperándome. Recibí regalos y llamadas de personas que no conocía, personas que tal vez se culpaban de no haber levantado la vista hacia muchos de los inmigrantes que sufrían y sufren infortunios como los míos. Personas a las que simplemente se les ponen barreras para vivir.

Texto agregado el 28-04-2004, y leído por 98 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
30-04-2004 Me gustaría recibir críticas,sean del tipo que sean.porfavor brumas
 
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