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SONIA

Como cada mañana me levanté a las diez, me vestí lentamente en la soledad de mi cuarto y fui directamente a la cocina a preparar mi necesario zumo diario. Hasta aquí nada ha cambiado, sigo la rutina de cada día, al contrario de lo que la gente común cree los psicópatas tenemos comportamientos totalmente normales, supongo que nos diferenciamos de la sociedad por ser malas personas, diríamos especialmente crueles. Creo que tenemos una personalidad similar a la de los empresarios. Veamos: un empresario tiene contratada a una persona y en un momento, por cualquier motivo, la elimina de su plantilla, no se preocupa de l daño que este despido puede hacer; simplemente ya no la encuentra necesaria en el puesto que ocupa. Bien, los psicópatas como yo nos limité a eliminar a ciertos elementos de la sociedad que por cualquier motivo encontramos innecesarios.
Hecha esta aclaración sobre mi personalidad proseguiré con mi relato. Tras terminar mi zumo de naranja matinal busqué en las páginas amarillas a Rodríguez López, el conocido psiquiatra madrileño, considerado en aquel momento el mejor profesional de España. He de confesar que tenía mis dudas, con esos apellidos no creo que se pueda llegar tan lejos y lo cierto es que sin no hubiera decidido tomarme unas vacaciones, tal vez hubiera sido él, uno de los siguientes elementos para suprimir. Pero estaba cansada, llevaba tres años en Madrid eliminando tipos sobrantes y deberíais saber que en la capital española se encuentran gran cantidad de estos elementos.
Marqué el número 666666, era muy sencillo, recuerdo que mientras telefoneaba me preguntaba si la agencia telefónica habría relacionado a los... ¿¿pacientes psiquiátricos?? Con imbéciles. Porque no lo somos, bien, sé que tengo ciertos desarreglos mentales, pero no me considero estúpida, sería capaz de memorizar un número algo más complejo.
Pronto escuché como descolgaban el auricular del otro lado. Era una voz femenina, cálida, pero gastada por la monotonía de su trabajo.
— Querría hablar con el doctor. — dije lentamente.
— Lo siento, está ocupado, además no atiende llamadas si no son concertadas previamente.
— Entonces tendré que conformarme con advertirle de que no seré un paciente corriente.

Pude imaginarme la cara de mi interlocutora. Tendría una mueca habitual que reflejaría su rápida y falsa interpretación de mi advertencia, seguro que me había considerado presuntuosa y egocéntrica.
— Bien, puede venir el próximo 18 de Julio a las cuatro de la tarde.
— Señorita, estamos en Noviembre, no hablamos de algo que pueda esperar ni de una consulta de la Seguridad Social...
— Lo siento, antes es imposible, el doctor Rodríguez sólo tiene consulta los jueves de cuatro a seis, además acuden numerosas personas a su consulta.
— Bueno, dígale que él será el culpable de que tenga que postergar mis vacaciones.
— ¿Perdón?
— No, no se preocupe, ha escuchado bien. Mejor déme, si es tan amable, su dirección y le escribiré personalmente.
— Le daré la dirección de nuestra clínica, su domicilio es confidencial.
— De acuerdo, eso servirá. Espere que coja un lápiz. Ya lo tengo, dígame.
— Calle de Cadarso, 23, 8º F, código postal 28008.
— Bien, gracias. Hasta luego.

Decidí escribir al doctor cuanto antes, por lo que me dirigí a la rinconera en busca de mi carpeta de piel donde guardaba las cuartillas de la correspondencia.
Comencé:
“Estimado doctor”
¿Estimado? No, no era mi estimado doctor, no lo conocía y todo parecía apuntar a que no me caería muy bien.
Cambié el saludo inicial por un cortés “¡Buenos días!”. Pensé un rato en lo que escribiría a continuación y empecé con la exposición del motivo de mi carta.


“¡Buenos días!
Le escribo para comentarle mi ofuscación tras el intento de concertar una cita con usted. Veo que es un hombre ocupado, cosa que encuentro normal, ya que en los tiempos que corren el personal sanitario es bien necesitado en nuestro país, y más cuando hablamos de problemas mentales. Pues, quién no ha de volverse loco en esta sociedad infernal dominada por unas cuantas fieras salvajes llamadas “hombres”.
Es curioso, aún considerándome una de estas fieras preciso de su ayuda. Ya ve, soy víctima y verdugo. Como decía, preciso de su ayuda, pero no para que cure mi enfermedad, ya que la considero incurable, sino para tomarme unas merecidas vacaciones.
Ya, supongo que no lo entiende. Seamos más precisos, soy una psicópata activa y la sociedad madrileña me tiene muy ocupada. Tengo más de veinte crímenes que me acreditan en tan solo tres años, pero prefiero no enumerárselos ahora, éste es un tema que me gusta tratar personalmente.
Como ya le dije a su secretaria, le consideraré culpable si tengo que proseguir ocho meses con mi trabajo. Llamaré la semana entrante a su clínica y espero que haya encontrado un hueco para mí.
Un saludo.”

Me abstuve de la firma. No me gustan las firmas en cartas a desconocidos, ¿qué dice un nombre? Nada, nada cambiaría un “Sonia” que finalizara la carta.
Introduje la hoja en un sobre y con letra clara anoté la dirección. Al terminar recogí el escritorio, cogí mi cazadora, coloqué el sobre en un bolsillo y salí del apartamento para sumergirme en la agobiante monotonía de la ciudad.
Atravesé rápidamente las cinco calles que me separaban de la oficina de correos. Dos personas esperaban su turno. Me coloqué tras ellos y cinco minutos más tarde era atendida por una agradable funcionaria.

— Veintinueve céntimos. Gracias.

Salí del edificio para caminar hasta “Chocolate y Café”, la conocida cafetería de la Gran Vía. Me senté en una mesa del fondo y pedí un café con leche sin espuma, lo bebí lentamente y me quedé allí un buen rato. Cuando por fin miré el reloj eran las doce.
Me levanté y salí de nuevo a las concurridas calles de la ciudad. Al lado de la cafetería hay una librería bastante grande. Lleva en ese lugar muchos años, con los libros ordenados en las mismas estanterías de roble oscuro. Entré cautelosamente y me asomé a la estantería coronada con un pequeño cartel que decía “grandes clásicos”. Hacía tiempo que quería comprar el libro “Los Miserables”, la obra maestra del genio de Besançon. Lo encontré en dos pequeños tomos de bolsillo con una encuadernación blanca. Salí del establecimiento con una bolsa azul donde se leía “La magia de las palabras” y la dirección de la tienda.
Pronto estuve de nuevo en casa, calentando el potaje de garbanzos del día anterior. Abrí todas las ventanas y me senté a saborear el plato precalentado. Cuando terminé amontoné los utensilios en el fregadero y en diez minutos puse todo en orden. Eran las tres y media de la tarde de un caluroso viernes. Decidí ir a pasar la tarde en compañía de Víctor Hugo en el parque. Las horas pasaron como minutos mientras conocía las andanzas de Fantine, Cosette, Javert y sus compañeros de relato. Me apasionaba la obra y, antes de que pudiera darme cuenta, estaba tumbada en la hierba sin ningún plan para aquella noche. Sería mejor regresar a casa y planificar mis próximas jornadas de trabajo. Había decidido investigar a la compañía telefónica del doctor Rodríguez para averiguar quién había decidido el número de la consulta. Sin duda, tendría que hablar con el encargado de aquella tarea. O tal vez no, tal vez debería tomarme las vacaciones que necesitaba, irme unos días a Grecia o a Roma, eso tendría que decidirlo.
Me quedé dormida en el sofá, sumida en estos pensamientos, cuando de pronto escuché el sonido del teléfono.

— Hola, buenos días. — me sorprendí pronunciando este saludo, pues fue después de decirlo cuando me percaté de que ya era por la mañana.
— Buenos días, Sonia. ¿No te habré despertado? Bueno, te llamaba por si te apetecía venir conmigo y Clara a comer y... bueno, me ha llamado Miguel, me ha dicho que hace días que no sabe nada de ti y que está muy preocupado, como le dijiste que necesitabas un tiempo... ¿sigues ahí?
— Si, te escucho. No te preocupes, yo le llamaré. Lo siento, hoy estaré ocupada. Quedamos otro día sino te importa.
— Como quieras, llámame cuando te apetezca.
— Lo haré.
— Un beso y, cuídate mucho.

Buf... había olvidado llamar a Miguel, me había propuesto hacerlo. Habíamos estado saliendo seis años y un día, sin más explicaciones que una tonta sonrisa, le dije que era mejor que lo dejáramos... ¿Cómo podía decirle que me había cansado de él? Que me aburría, que no podía entenderme... En fin, ya me preocuparía de él en otro momento. Ahora tenía una llamada pendiente, al 666666.

— Buenos días, clínica del doctor Rodríguez ¿En qué puedo ayudarle?
— Buenos días, ¿podría decirme si el doctor Rodríguez ha recibido una carta?
— Sí, ha llegado hace unos minutos. Me ha dicho que le pasara con él. Un momento, por favor.

Esperé unos segundos hasta oír una voz ronca, sin duda afectada por miles de cajetillas de tabaco.

— Esperaba impaciente su llamada.
— No lo creo, pero realmente no me importa. Además le dije que le llamaría la semana próxima. Supongo que habrá encontrado un hueco en su apretadísima agenda, ¿no es así?
— De eso mismo quería hablarle. Veo que es una mujer inteligente... sí, podría pasarse por aquí hoy mismo, a las cinco.
— Su secretaria me dijo que sólo trabajaba los jueves y hoy es sábado.
— Lo sé, pero haré gustoso una excepción. ¿Quedamos entonces?
— Claro.
— En ese caso hasta la tarde señorita.

Colgué el teléfono y me dirigí a la cocina, como no, para tomar un zumo de naranja. Tras ello, fui al cuarto de baño y abrí el grifo de la bañera, me quedé escuchando como corría el agua y pronto me di una rápida ducha.
Decidí comer una pizza en un restaurante de comida rápida de la Plaza Mayor. Solía ir a aquel local cuando tenía prisa. Lo cierto es que soy bastante costumbrista y me encanta hacer las cosas con una cierta continuidad, y no es que lo planee si no que la monotonía me lleva a repetir hasta las cosas que no depende de nadie más que de mi misma.
Llegué cinco minutos antes de la hora prevista a la clínica psiquiátrica. Llamé a la puerta y una mujer alta y delgada me abrió la puerta.

— Buenas tardes. — dijo con una forzada sonrisa en el rostro. — Espere ahí un momento si es tan amable.

Me senté en un sofá de piel sintética beige. Odio las salas de espera, especialmente las de médicos que llenan las paredes con diplomas que les acreditan, y aquella era una de esas espantosas estancias. Pronto apareció un hombre fuerte en la puerta. Llevaba camisa de cuadros verde y unos pantalones oscuros.

— Encantado, soy Alfonso Rodríguez. — dijo mientras extendía su mano.
— Sonia Veiga.
— ¿Veiga? Gallega, supongo.
— Si, de Santiago de Compostela.
— Bonita ciudad. Pase, por favor, estaremos más cómodos en mi despacho.

Entonces, si cabe, entré en una habitación aún más horrible que la anterior. Los diplomas habían dejado paso a los trofeos de caza y estantería llenas de libros que seguramente no habían sido abiertos y fotografías del doctor en compañía de personajes que seguramente él consideraba ilustres, de la talla de Rocío Jurado, Jesús Gil o incluso José María Aznar. Era detestable, sólo una foto me sorprendió, pues su compañero era nada menso que Fidel Castro. Me pareció irónico tener en el mismo estante dos fotografías de sí mismo dando la mano a Aznar y a Fidel con una sonrisa obviamente falsa en ambos casos. En cuanto las vi y me percaté de la hipocresía del asunto supe que no volvería a entrar en aquella sala, ya que seguramente no era una persona agradable y no pensaba darle ninguna oportunidad para hacerme cambiar de opinión.

— He de confesarle que me impactó su carta, su estilo y, como no, su mensaje. Debe tener gran conocimiento acerca de nuestra lengua.

Vaya observación más estúpida, recuerdo que fue este el único pensamiento que rondó mi mente en aquel instante.

— Tal vez le gustaría hablarme de sus... ¿crímenes? En su carta ponía veinte... no hay que ser tan injusta con una misma, señorita Veiga.
— Sonia.
— Sonia entonces. ¿Por qué cree padecer una psicopatía?
— ¿Creer? Nadie ha hablado de creer, yo no creo nada, no es algo acerca de lo que tenga dudas, simplemente es así. He asesinado a veinte personas en tres años. En vez de psicópata ¿preferiría homicida? No sería correcto, ha de saber que esta palabra no dice más de una persona que su costumbre de matar voluntariamente. Quizás el adecuado sea psicópata-homicida ya que designaría un enfermo mental que se manifiesta antisocialmente causando homicidios, asesinatos, muertes... me gusta encontrar el término que se ajuste perfectamente a cada definición. Y bien ¿le gustaría saber algo de mis crímenes? Seguro que sí. Lo siento, no voy a contarle nada, me parece evidente que no me entendería. Su mirada arrogante denota una personalidad cuadrada, de un miembro de la alta sociedad... las personas como usted lo miran todo por encima del hombro y se pierden lo esencial de la vida. Siendo así, la muerte no significará para usted más que un fin. Por lo tanto, un asesinato será equivalente en su cabeza a un fin... entenderá que no me interesa una persona como usted.

Estaba segura de haberle dejado sin habla, por lo que me levanté, me despedí secamente y abandoné aquel repugnante edificio.
¡Increíble, mis vacaciones tendrían que ser aplazadas! Y ahora ¿qué podía hacer? Continuar con mi trabajo, sin duda. No había escapatoria. Podría entregarme a la policía pero... no, no era una buena idea, tendría que pasar interrogatorios, juicios... ¡en fin! Habría que esperar demasiado tiempo.
Entonces me encargaría de Alfonso, aquel tipo no me había gustado en absoluto. Era, sin duda, un componente sobrante de la sociedad. Cinco minutos con él habían sido suficientes para darme cuenta de que no era un miembro importante. No creo que nadie necesite un médico como él. Y, ¿apellidándose Rodríguez López? ¿Qué cabría esperar? ¿Un genio? ¿Cuántos genios se apellidan así? Una gran cifra... NADIE.
Seguramente había hecho la carrera por cuestiones familiares, sería la tradición, de ahí aquel suntuoso despacho con sillones de piel y cortinas de terciopelo morado, sin olvidarnos del sofá a juego para la terapia. Un sofá de ésos que salen en películas en las clínicas de los psicólogos. Y los numerosos diplomas enmarcados con cuadros bañados en oro… Habría sido un estudiante diez, el primero en su promoción, y ¿algo más que eso? Nada. Las mentes humanas no creo que le interesaran en absoluto, se veía por encima de todos sus pacientes y a éstos como una buena fuente de ingresos. Dinero, el pilar del mundo.
En eso se ha convertido nuestro planeta, en una apestosa multinacional cumbre de la sociedad capitalista. Unos suben tras sumir en las profundidades a sus compañeros. La ley de la selva, donde sólo el más fuerte sobrevive... ¿Se habría convertido también la medicina en una máquina de hacer dinero? Tal vez.

Regresé a casa y me preparé unos deliciosos macarrones con salsa de tomate. Ordené mi habitación y comencé una carta para Miguel.

“Hace tiempo que debería haber escrito esta carta. Te he mentido, si no desde el primer día, muy poco después. Jamás te quise, no porque no lo merecieras, todo lo contrario, pero lo cierto es que nunca he querido a nadie y me considero incapaz de hacerlo. Realmente no sabes nada sobre mi, no soy periodista ni tan siquiera nací aquí- soy de Santiago de Compostela y mi ocupación es... ¿cómo decírtelo sin sorprenderte o asustarte? Podríamos decir que soy empresaria, encargada de la selección del personal en Madrid, pero bueno ¿qué importancia puede tener un empleo? Sólo fue una mentira más y no voy a pedirte perdón, ya que sería otra farsa. No soy una buena persona y, aunque suene a tópico, te mereces algo mejor. No vivimos en el mismo lugar, sencillamente nuestras mentes viven realidades diferentes, ven planos distintos.
Un beso”

No firmé. También Miguel en cierto modo era un desconocido. ¡Por fin libre y sin compromiso! Como siempre había sido, pero ahora para todo el mundo nuestro distanciamiento sería lo correcto.
Antes de que pudiera darme cuenta era lunes, tendría que ir de nuevo a la oficina de correos par mandar la carta a Miguel. Así lo hice y terminé, igual que el pasado viernes en “Chocolate y Café”. Pronto me levanté y abandoné la acogedora mesa del fondo para entrar de nuevo en la Gran Vía. Llegué al número 211 y subí en ascensor hasta el octavo. Llamé dos veces, como solía hacerlo cuando Diego y yo estudiábamos juntos. Había pasado mucho tiempo y la verdad es que no sabía que hacía de nuevo en aquella puerta, encima del gastado felpudo rojizo.

— ¡Sonia!. — La atenta mirada de Diego penetró en mi recuerdo como una ardiente llamarada.
— Sí, soy yo, ¿no vas a dejarme entrar?
— Claro, pasa. ¿Qué haces por aquí? Te echaba de menos, simplemente desapareciste de mi vida, de tu vida, tu trabajo, tus amigos...
— Primero, no era mi trabajo, ni eran mis amigos, ni tan siquiera mi vida. Pero prefiero no hablar de ello, necesito tu ayuda.
— Lo que quieras.
— Supuse que podía contar contigo. Necesito un psiquiatra y, uno de los buenos.
— ¿Un qué?
— Has escuchado bien. Y sí, es para mí.
— No lo entiendo. ¿Por qué necesitas tú un...?
— ¿Loquero? Recuerdo que siempre los llamabas así. Bueno, tengo una psicopatía peligrosa. Veinte personas han muerto en mis manos en tres años... ¿Necesitas más datos? No, supongo que no, espero que me ayudes, ya te llamaré.

Me levanté, le di un beso en la mejilla y sin más explicaciones abandoné el apartamento.

Serían las cinco de la tarde cuando sonó el teléfono.

— ¿Diga?
— Buenas tardes señorita Veiga. Usted no me conoce, tranquila yo a usted tampoco, pero me gustaría hacerlo. Mi nombre es Juan Carlos. Soy especialista en trastornos de tipo psicológico y me gustaría estudiar su caso. Creo que buscaba a alguien como yo, ¿no es así?

No esperó mi respuesta. Me gustaba la seguridad de su voz, eso me dio una buena impresión desde el principio.

— Podríamos quedar esta tarde, a las cinco en El Retiro, si le viene bien, claro. En un banco azul que está al lado del kiosco.
— A las cinco entonces.

Llegué completamente puntual a nuestra cita y un hombre de unos cincuenta años esperaba sentado. Era alto y fornido, pelo canoso y ojos muy oscuros. Tenía una barba grisácea de unos dos días. En cuanto me acerqué levantó cauteloso la mirada y la fijó en mis ojos.

— Encantado de conocerla. — dijo con una calidez impropia en un desconocido.- ¿Damos un paseo? Estaremos más cómodos.

Se puso de pie y cogió mi brazo.

— ¿Puedo tratarte de tú?
— Sí, por favor.
— Bien. Sonia, me gustaría que me hablaras de ti misma, especialmente del porqué de tu necesidad de un psicoanalista.
— Bueno, eso sería una larga historia. Yo... me gustaría tomarme unas vacaciones.
— ¿Crees que yo puedo dártelas?
— Sin duda, si te cuento todo lo que he hecho me ingresarías en un centro y así tendría unas merecidas vacaciones con todos los gastos pagados.
— ¿No crees que serían unas vacaciones incómodas? Tú no podrías decidir su duración.
— Creo que te equivocas, todos podemos decidir el fin de las cosas que nos conciernen.
— ¿Estás segura?
— Completamente.
— Prosigue con tu explicación, por favor. ¿Por qué necesitas unas vacaciones?
— Eso es sencillo. Llevo tres años en Madrid, sin descanso. Tu ciudad es sumamente estresante, más cuando te dedicas a una labor como la mía.
— Lo primero, no soy madrileño y, en segundo lugar ¿de qué labor tan ajetreada hablas?
— Bueno soy... una psicópata homicida, veinte crímenes me acreditan.
— ¿Veinte?
— Si, bueno, veinte en esta ciudad. Empecé muy joven en Santiago, mi lugar natal.
— ¿Eres compostelana?
— Sí.
— ¿Y qué te ha traído hasta aquí? ¿Una carrera? No lo creo, Santiago cuenta con un gran campus universitario y ahora que lo he mencionado ¿qué estudios tienes?
— Me diplomé en psicología y terminé la licenciatura de ciencias de la comunicación.
— ¿Periodista y psicóloga? Increíble.
— ¿Has ejercido en alguno de ambos campos?
— No.
— Dejaste una pregunta sin responder, ¿por qué viniste a Madrid?
— Si no eres madrileño... ¿de dónde eres?
— ¿Qué te hace pensar que lo soy?
— ¿Por qué respondes a una pregunta con otra?
— ¿Por qué lo haces tú?
— Creo que lo eres, por tu aspecto, tu mirada, tu forma de vestir, la seguridad en ti mismo y, sin duda, tu acento.
— Olvidé mi acento, claro.
— ¿Eres madrileño, entonces?
— ¿Me consideras seguro de mí mismo? Si, lo soy, nacido en Vallecas, puro barriobajero, ya me ves.
— Sí, te veo seguro de ti mismo, paradójicamente, ya que las personas que evitan respuestas formulando preguntas suelen ser sumamente inseguros.
— No lo sé, nunca me lo he planteado.

Pasamos casi toda la tarde caminando entre los árboles del parque.

— Tengo que irme. Ha sido un placer conocerte.

No tenía que irme, pero me vi obligada a inventar una excusa así. ¿Acaso alguien me esperaba? No, ¿quién iba a hacerlo?

— De acuerdo, lo mismo digo Sonia. Me gustaría volver a verte. Tengo una clínica privada en la Plaza Mayor, portal 32, 5º izquierda. Pásate cuando quieras, o llámame, aquí tienes mi tarjeta.

Era una elegante tarjeta de cartulina granate con letras clásicas de imprenta en color dorado. La guardé en el bolsillo de mi falda y me despedí agitando el brazo a tres escasos metros de Juan Carlos. Desde luego no tardaría en volver a verle. Aquel amigable doctor podía resultarme de gran ayuda.

Los días pasaron lenta y monótonamente hasta el jueves en el que decidí ir al número 32 de la Plaza Mayor. Era un viejo edificio y visiblemente cansado por el continuo trajín de trabajadores al que se veía sometido. No tenía ascensor, por lo que tuve que subir un montón de escaleras hasta llegar a una puerta con un pequeño rótulo gastado en el cual podías vislumbrar:

“Doctor Juan Carlos Valdés
Psiquiatra”

Timbré dos veces seguidas y pronto me abrió una jovencita morena de unos catorce años. Lo primero que me pregunté fue cuál sería la relación entre la joven y el doctor. ¿Sería su hija? No me había dicho que estuviera casado. Bueno, tampoco se lo había preguntado, ya que habría considerado entrometida e inoportuna la pregunta. Se abrió otra puerta y salió Juan Carlos sonriente.

— Ya creí que no volverías. Entra.

Nos sentamos en un sofá tapizado en terciopelo verde con franjas negras.

— Aún no respondiste a una de mis preguntas.
— ¿Estás casado?
— ¿Por qué viniste a Madrid?
— ¿Qué importancia puede tener el porqué? Responde.
— ¿Qué importancia puede tener el que lo esté?
— Motivos personales. La chica... ¿es tu hija?
— Eso no es una respuesta.
— Es la verdad.
— No es explícito.
— Vine por una relación sentimental.
— No estoy casado y Ana es mi sobrina. ¿Qué fue de él?
— ¿De quién?
— Tu pareja.
— Lo dejamos, simplemente no funcionaba. La verdad es que me alegro.
— ¿Y eso?
— No me gustan los lazos.
— ¿Te asustan?
— No he dicho eso, simplemente no me gustan.
— Tú si eres la insegura.
— ¿Cómo?
— El otro día, en el parque, dijiste que las personas que evitan respuestas suelen ser inseguras. No te gustan los lazos porque desconfías de ti misma.
— Eso es absurdo, no tiene nada que ver. Amo mi libertad, eso es todo.
— ¿Una relación amorosa suprime libertad?
— Por completo.
— Te equivocas. Considero que el amor da nuevos horizontes.
— ¿Nuevos horizontes? El amor, como liberación, sólo existe en la poesía.
— Cambiemos de tema... ¿Por qué nunca trabajaste como periodista o psicóloga?
— No surgió nada. Tampoco me interesaba el tema.
— Respecto a tus veinte crímenes... ¿por qué lo hiciste?
— Estoy enferma, ya te lo dije.
— ¿Acaso los psicópatas homicidas, como te denominas, no debéis explicaciones? ¿Estáis indultados para todo?
— Nuestra enfermedad es nuestro indulto.
— Eso sólo sucede cuando hablamos de genios. En estos casos la sociedad busca la locura.
— Considérame un genio entonces.
— Sólo busco un porqué, un motivo.
— Sobraban.
— ¿Quiénes, las veinte personas que asesinaste?
— Claro.
— ¿Tan poco vale una vida para ti?
— No soy una buena persona, además los elementos que eliminé eran dañinos para la sociedad.
— Pero tendrían familia, padres, hijos...
— Todo tiene un fin, algún día habrían de morir, simplemente apresuré la fecha.
— ¿Te arrepientes?
— El arrepentimiento es un sentimiento de una buena persona, ¿cómo he de decirte que yo no lo soy? Tengo comportamientos totalmente inhumanos, pero eso es algo que ni quiero ni puedo evitar.
— ¿Por qué?
— Tú eres el psiquiatra, no voy a dártelo todo hecho.
— ¿Siempre has sido así?
— ¿Así de mala? Sí, creo que sí. No recuerdo haber tenido ningún sentimiento mejor a la indiferencia.
— ¿Es sólo eso lo que te causo yo?
— No lo sé.
— Piénsalo.
— Lo haré. Ahora me voy, no quiero tenerte ocupado toda la mañana.
— ¿Quedamos el sábado?
— Me parece bien.
— Aquí, a las once de la mañana. Sé puntual, por favor.

Salí de la consulta pensativa, ¿era indiferencia lo que Juan Carlos me inspiraba?
Me sorprendí a mí misma a cada minuto con un único deseo, la inminente llegada del sábado.

Llegué diez minutos antes de la hora prevista, timbré y no tardé en escuchar unos pasos presurosos que se acercaban a la puerta.

— Hola Sonia.

Entré en el apartamento y esta vez nos acomodamos en la sala de estar, en un par de sillas de mimbre. Era una estancia acogedora. Las paredes estaban cubiertas de estanterías abarrotadas de libros en lujosas ediciones. En el centro de la habitación estaban las dos sillas en torno a una mesa pequeña con un mantel amarillo, encima un jarrón con dos gerberas rojas. Había un gran ventanal, pero la luz no era intensa, ya que los estores de madera clara impedían la entrada del sol.

— ¿Te gusta leer?
— Sí, me encanta.
— No sé por qué, lo suponía. ¿Has leído a Neruda?
— No.
— Te dejaré un libro. El otro día trataste con cierta ironía a la poesía. Espero hacerte cambiar de opinión con este libro. Toma.

Guardé el tomo forrado en piel en mi bolso y se lo agradecí cortésmente.

— ¿Qué pasó en Santiago? Dijiste que empezaste con tus crímenes muy joven, en tu ciudad natal. Me pregunto cuál fue el detonante para llegar a esto.
— No lo sé, no tengo ninguna explicación lógica, no hay motivos. Supongo que tenía que pasar.
— ¿Crees en el destino?
— No.
— Siendo así, no creerás que tenía que pasar, habría algún motivo.
— Entonces creo en el destino cuando me conviene.
— Vamos, que ni tú misma lo entiendes.
— No se trata de entenderlo, no hay nada que entender. Esperaba que me ayudaras con mis vacaciones, llevo viéndote tres días y no tengo ninguna noticia de ningún centro.
— No puedo hacerlo todo tan rápido, llevará su tiempo. Hay muchas preguntas sin responder antes.
— ¡Preguntas! Las odio, ¿para qué quieres conocerme mejor? Cumple con tu trabajo, nada más.
— Sonia, mi trabajo necesita porqués. No puedo ayudarte si tú no lo haces.
— No me gusta perder el tiempo.
— ¿Acaso tienes algún plan mejor? No hace falta que respondas, ambos sabemos que no. Hablemos de ti ¿cuántos años tienes?
— Veintiocho.
— Entonces vayamos a 1975, estamos en Santiago, ¿cómo era tu familia?
— ¿Mi familia? Completamente normal. Mis padres rondaban la treintena, habían tenido otro hijo y su mayor inquietud era que su cuenta bancaria aumentara. Dudo que se quisieran, dudo que alguien pueda hacerlo. Pero bueno, como decía, se limitaban a convivir con una permanente sonrisa en la cara. Javi, mi hermano, tenía cinco años cuando yo nací. Mi infancia fue como todas, supongo, monótona y aburrida, llena de pequeños detalles estúpidos que entonces hacían cada día fascinante. Fui a un colegio a las afueras, La Colegiata del Sar. Estudié allí hasta octavo, entonces me fui a un instituto. Tenía un pequeño grupo de amigos y solíamos pasar juntos las tardes, tumbados en la Alameda. Cuando acabé en el instituto no volví a verles y me dediqué a mis carreras. Descubrí que vivimos en un mundo horrible en el cual hay personas aún peores. Encontraba una persona que me desagradaba y la vigilaba un par de días para conocer la monotonía de su vida y luego, un día le esperaba en su paso de peatones habitual, todos solemos seguir una rutina en nuestros paseos, y, simplemente le atropellaba.
— ¿Nunca hubo testigos?
— ¡Claro que no! ¿Me consideras una chapucera? Siempre buscaba un lugar poco transitado.
— ¿_Y nada más? ¿Así de simple?
— Así de simple.
— Háblame de aquel chico.
— ¿Qué chico?
— ¿No habías venido a Madrid a causa de tu pareja sentimental?
— No, mentí. Igual que tú, sí estás casado.
— ¿Cómo lo sabes?
— Llevas puesta la alianza. Además, Ana, sí, se llama así, se parece mucho a ti. Se trata de observar, sé que vas a buscarla todos los días a clase. Normal, es tu hija.
— ¿Me vigilas?
— ¿Importa eso?
— Claro que importa.
— No deberías haberme mentido entonces.
— Recuerda, una por otra no es pecado.
— Basta de mentiras entonces... ¿Estás enamorado?
— Empiezo a estarlo, aunque no debería... no creo ser correspondido.
— ¿Tu esposa no te corresponde? Típico, un matrimonio absurdo.
— Nadie dijo que hablara de mi mujer. Tampoco sé si hablamos de amor, por el momento... atracción, deseo...
— ¿Acaso el amor tiene algo más? No, no me contestes. Sé que no estamos de acuerdo. Eres un romántico y, mírame a mí, estoy loca; tal vez no seamos tan distintos. Me voy, vendré pronto. Sigo esperando mis vacaciones.

Pasé el resto de la mañana en el centro de la ciudad, mirando escaparates y probando trapitos innecesarios. Cuando llegué a casa e introduje mi llave en la cerradura me percaté de que alguien me miraba, una mono rozó mi hombro y me estremecí por completo. Era un tacto frío pero agradable al mismo tiempo.

— Lo siento, no quería asustarte.

Era la inconfundible voz de Juan Carlos. Me giré y le miré con una mueca interrogante.

— Claro, te preguntarás qué hago aquí. Tenía que verte, he de decirte algo.
— No, lo primero que me he preguntado es cómo sabías mi dirección, no recuerdo habértela dado.
— Sólo se trata de observar. ¿Podemos pasar? ¿O tenemos que quedarnos en el rellano?
— Pasa. Está todo desordenado, no soy una buena ama de casa. Siéntate, hay un sofá en la sala, voy a dejar esto.

Pues encima de mi cama las bolsas con mis compras estúpidas, un par de camisetas y un vestido veraniego azul celests. No lo necesitaba en absoluto pero me había apetecido regalarme algo.

— Juan Carlos, ¿te apetece beber algo? Sólo tengo agua y leche. No bebo alcohol y los refrescos no me gustan,
— No, gracias, no quiero nada. Llámame Carlos, si no te importa.

Me senté a su lado y le miré directamente a los ojos. Tenía una serena mirada que se contradecía con los continuos movimientos de sus manos.

— ¿Puedo...?

No le dejé terminar. Me acerqué a él y hundí mis labios en los suyos. Fue un beso lento y duradero. No sé por qué lo hice. No soy de esa clase de personas que se dejan llevar por sus impulsos y ni tan siquiera estaba segura de que Juan Carlos me atrajera.

— Iba a decirte si podía besarte.
— Lo sé.
— Eras tú de quien me estaba enamorando, de quien me estoy enamorando. No sé si debería, tal vez este grado de confianza no sea lo correcto pero no puedo evitarlo. Sonia, eres mi único pensamiento día y noche. Veo tu sonrisa, imagino que tus manos cubren mi cuerpo, te escucho decir que me quieres...y tan sólo hace tres días que te conozco.
— Nunca hago lo correcto. Dejemos que las cosas sucedan. No pienses en el mañana, piensa en el ahora. En este preciso instante.
— Te quiero.
— Eso no puedes saberlo, es muy pronto. No necesito que lo hagas. Probemos. No hay nada que perder.

Entonces me recosté en el sofá, mirándole. Carlos se aproximó y fue tumbándome poco a poco. Empezó a besarme como nunca lo habían hecho, con una ternura inconcebible en un hombre de su edad. Era como un joven, tímido, asustado, inexperto... Poco a poco fue quitándome el vestido hasta dejarme desnuda ante él. Acarició cada una de las curvas que formaban mi intimidad y que entonces tomó como suyas. Le desvestí siguiendo su mismo juego infantil. Todo empezó a dar vueltas a mi alrededor, sólo escuchaba su voz acariciando mis oídos con dulces promesas de amor imposible. Nos amamos suave y dulcemente hasta acabar extasiados, dormidos, una al lado del otro.
Cuando desperté giré la cabeza y vi el sosegado rostro de Carlos. Apenas rocé su mejilla con mis labios y me levanté. Eran las cinco de la tarde. Tranquilamente preparé una comida ligera compuesta de dos ensaladas variadas. Carlos no tardó en aparecer. Su apacible mirada se había tornado nerviosa y asustada.

— He de irme, olvidé que había quedado con... mi familia.

No levanté los ojos del plato e hice un gesto de indiferencia con el brazo.

— ¿Quedamos mañana? Es domingo, no tengo consulta.
— Si tú quieres... estaré en casa así que... ven si te apetece.

Se acercó para darme un beso pero lo esquivé.

— ¿Te pasa algo?
— Estoy comiendo, ¿no me ves?
— Hasta mañana.

Pero, qué estaba haciendo. ¿Acaso quería a aquel tipo en mi vida? Me gustaba estar sola, no quería enamorarme, no merecía la pena. La raza humana me había desencantado totalmente. Sí, parecía un hombre perfecto, pero en un par de meses... No, era absurdo, ¿qué iba a hacer yo en una relación? Nada.

A las diez de la mañana del día siguiente Carlos apareció de nuevo en mi apartamento.

— ¡Buenos días! Toma.

Fue lo primero que dijo en cuanto abrí la puerta, y me acercó un precioso ramo de rosas blancas. No pude evitar sonreír; supongo que todos reaccionamos igual ante esa clase de detalles estúpidos. Entonces me besó en la frente y cerró la puerta.

— Bueno, ¿qué haremos hoy? ¿Una comida campestre? Conozco un hermoso paraje a las afueras de la ciudad. He traído mi coche y tengo hasta mantel, sólo tenemos que hacernos la comida. ¿Te parece bien?
— Sí, claro, genial.
— Vale, entonces cámbiate de ropa y mientras tanto haré un par de tortillas y una ensalada.
— ¿No quieres que te ayude?
— No es necesario, venga, corre a vestirte antes de que me arrepienta.

Salí riendo de la cocina y fui al salón en busca de un jarrón, lo llené de agua y coloqué las flores en el escritorio de mi habitación. Después me tomé un baño y vestí un peto de algodón violeta con una camiseta blanca. Me recogí el pelo y busqué mis gafas de sol en los cajones. Cuando por fin terminé y me giré hacia la puerta vi a Carlos apoyado en el marco, mirándome.

— Estás preciosa, bueno, eres preciosa. Ven aquí. — dijo retrayéndome hacia sí.

Me acerqué y le abracé amistosamente.

— ¿Vamos?
— Vamos.

Tardamos poco en llegar. Era un bosque solitario al lado de un río.

— ¿Te gusta?
— Sí.
— ¿Nos damos un baño? Hace calor.
— ¿Qué?
— ¿No te atreves? Bueno, yo lo haré.

Y sin dudarlo dos veces se zambulló en el agua cristalina, tal como estaba, zapatos incluidos.

— Así no está tan fría, ¿no vas a venir?
— Estás loco.
— ¿Pero no quedamos en que eres tú la chiflada?

Nos pasamos el resto de la mañana jugando en el agua, como dos niños. Nos abrazábamos, nos besábamos y, de repente, Carlos me hundía en el agua o yo lo hundía a él levantándole los pies. Cuando salimos nos pusimos a comer, estábamos empapados. Habíamos disfrutado cada minuto como si fuera el último. En eso está la gracia de la vida, o eso pensábamos entonces.

— Tengo una manta en el coche, ¿te la traigo?
— Sí, por favor.
— Aquí tienes, sácate la ropa, así se secará.
— ¿Bromeas?
— No, yo voy a hacerlo. Tendrás que dejarme un sitio en la manta. ¿No te la quitas? Lo haré yo entonces.

Todo comenzó como el día anterior, como un juego.

Fueron los mejores momentos de mi vida. Era completamente feliz, sólo nosotros dos importábamos y hacíamos todo lo posible para convertirnos en una sola persona. Cada beso, cada caricia, cada mirada, cada palabra... lo cubríamos todo con una magia inexplicable. Disfrutábamos de nuestro cuerpo como nunca lo habíamos hecho y nos queríamos, nos queríamos tanto... Era un amor irracional que rozaba la obsesión. El típico romance adolescente, creo que esa es la mejor forma de amar, sin condiciones, sin mañana... sólo con el presente...
Fueron muchas las veces que durante tres meses se sucedieron estos encuentros y cada uno era mejor y más maravilloso que el anterior. No tardé en decirle que le quería. Y era cierto, estaba completamente enamorada. Nunca había querido a nadie pero ahora también me parecía que nadie me había querido. No creo que haya ningún sentimiento mejor al del amor compartido.
Me olvidé de todo, sólo pensaba en la llegada del momento en el cual poder abrazarle, en el cual tendríamos unas horas paras estar juntos. Pero no me llegaban, el tiempo se me pasaba volando y en cuanto nos separábamos ya deseaba poseerle otra vez.
La última noche que estuvimos juntos nos quedamos en mi casa, estábamos tumbados en la alfombra, uno al lado del otro, mirándonos. Estábamos desnudos y nos contentábamos con besarnos y acariciarnos, redescubriendo todos los secretos que podían tener nuestros cuerpos.

— ¿Leíste el libro que te dejé?
— No lo he terminado y sí, tenías razón, es fantástico.

Terminamos la hermosa canción de Neruda, entregándonos plenamente el uno al otro, como nunca lo habíamos hecho. Si hubiésemos sabido que era nuestra última noche no habríamos logrado un final mejor.

A la mañana siguiente, muy temprano, sonó el teléfono.

— ¿Diga?
— Buenos días señorita, soy Javier Nuñez Iglesias. Diego me llamó, ya ve, tenemos un amigo en común. Soy catedrático en psiquiatría, especialmente me dedico a pacientes esquizofrénico-paranoicos. Ya que cursó psicología conocerá esta enfermedad.
— Por supuesto, pero me temo que se confunde de persona, padezco una enfermedad diferente y usted no creo que pueda ayudarme. Debe haberle entendido mal. Gracias de todas formas.

En ese mismo momento comencé una carta para Diego. La última que escribiría.


DIEGO

Acababa de levantarme cuando sonó el timbre, no esperaba a nadie. ¿Quién sería? Abrí la puerta y Sonia apareció ante mí. ¡Sonia! Debería haberlo imaginado, ella siempre llamaba dos veces. Desde el primer momento me inquietó su visita, no me imaginaba qué hacía allí. ¡Se había ido tan de repente! Y de la misma forma había vuelto.
Dijo que necesitaba mi ayuda, pero el motivo era tan extraño... había dicho que 20 personas habían muerto por su culpa, que había matado a 20 personas y por ese motivo necesitaba un psiquiatra. Era absurdo, como un sueño surrealista. Cómo podía aparecer y decirme eso, sin más, como si yo fuera a entenderlo. Su explicación, además de absurda, era imposible; Sonia era la mejor persona que había conocido, sólo mala para sí misma.
Durante días busqué explicación a mi encuentro con ella. Me preguntaba si sus palabras esconderían algún mensaje oculto, pero todo fue en vano. Un día decidí no esperar más y llamé a un viejo amigo, catedrático en psiquiatría. Se lo conté todo y habló de un posible trastorno mental esquizofrénico-paranoico. Según me explicó, las personas que lo padecen viven una falsa realidad y son incapaces de darse cuenta de dónde acaba la verdad y empieza la imaginación. Me pareció obvio y le di el número de teléfono de Sonia. Prometió llamarla al día siguiente, después hablaría conmigo.
Esperé impaciente la llamada. La mañana del jueves no me separé un instante del teléfono. Por fin sonó, a las diez y cuarto en punto.

— ¡Hola!
— ¿Diego?
— Sí, soy yo.
— Acabo de hablar con tu amiga, Sonia. No ha querido ni tan siquiera escucharme. Lo siento. Tal vez podrías quedar con ella un día y presentarme yo a la cita.
— Bueno, Juan, gracias, ya hablaremos ¿vale?. Gracias de todas formas.
— No ha sido nada, me gustaría haber hecho más. Ya te llamo un día para tomar un café. Hasta luego.

No tenía ganas de trabajar pero tenía un estúpido artículo pendiente en la redacción. Atravesé con mi coche las grises calles de Madrid que me separaban de la Plaza de España. Entré en el número 32, donde teníamos la sede del periódico. Odiaba aquel edificio, era triste y demasiado gastado por el paso del tiempo y de pies presurosos. El edificio llevaba allí muchos años, cuando se montó el periódico, en 1992, ya era antiguo, o al menos es lo que la fotografía que cuelga de mi despacho dice. Por supuesto, carece de ascensor y las escaleras son de madera.

— Llegas tarde, Diego. Queríamos mandar ya hoy el artículo a la imprenta.
— ¡Pero si la revista sale el domingo!
— Lo sé, pero los trabajadores han solicitado mi permiso para imprimir los ejemplares mañana mismo.
— Bueno, lo terminaré ahora, sólo quedan un par de retoques.
— Genial, después puedes acompañar a Sandra a Cibeles, mañana comienza el desfile. Ya sabes, entrevistas concretas a grandes firmas. Habla con Verino, Adolfo Domínguez, Vittorio y Luccino... bueno y, con alguna modelo. Como siempre.
— ¿No puedes mandar a Sofía con ella?
— Está ocupada. Por cierto, pareces cansado. Venga, a trabajar y anima esa cara.

Una vez terminé el artículo busqué a Sandra. Pasamos la tarde rodeados de diseñadores, modistos, peluqueros, estilistas... hicimos un montón de entrevistas de rigor y regresamos a casa.
En cuanto llegué me recosté en el sofá y me dormí. Eran las doce cuando me desperté. Telefoneé al periódico y dije a Sandra que no iría a trabajar ya que tenía fiebre, que elaborara ella la noticia.

— ¿Qué firma le pongo? ¿La mía, no?
— Sí.

En eso se había convertido nuestra redacción, un montón de periodistas sin vocación cuya única ambición era subir de puesto o colgarse medallas tras un buen reportaje. Peleas por noticias, fotografías o simples firmas eran habituales. Me acosté de nuevo y una hora más tarde bajé a la cafetería de la esquina. Tomé rápidamente un café con nata y regresé a casa. Abrí el buzón. Tenía tres cartas, dos del banco y una sin remitente. No era necesario, conocía perfectamente la letra, sin duda sería de Sonia. “¡Qué extraño!” pensé. Me senté en la cocina y abrí el sobre. Eran dos cuartillas con letra clara y separada.

“Adiós Diego:
Sé que debería empezar con un “hola” pero esta es cualquier cosa menos una carta convencional, más que nada pretende ser una despedida y una explicación que aún hoy he encontrado para mí misma. Quiero compartirla contigo ya que creo que fuiste la única persona que logró comprenderme y después de esto lo harás mejor que nunca.
Dicen que las personas estamos destinadas a decir nuestras grandes verdades cuando estamos cercanas al fin, ya sabes que la palabra muerte nunca me ha gustado. Pues bien, será entonces el momento de encontrar mi gran verdad. Tampoco creo que sea una gran verdad, pero bueno, es la mía.
¿Recuerdas el día en que me despidieron? Seguro que sí, aquel día supongo que lo sentiste tanto como yo. Escribir era mi vida y me habían echado. Fui cobarde, pude buscar otro trabajo, tenía un currículum intachable y un buen expediente. Pero no lo hice, el motivo de mi despido fue demasiado para mí. Y en vez de luchar, como siempre lo hice, me hundí. Tuve un momento de flaqueza imperdonable y, desgraciadamente, irremediable.
Lo único que pensé cuando abandoné la redacción con mis cosas fue que quería regalarte una noticia, una buena noticia, más que buena sería de gran audiencia, y está claro que esto es lo único valorado en los tiempos que corren. Quería regalarte un buen reportaje, pues estabas harto de pasearte por Cibeles o escribir acerca de los beneficios de la coliflor. Y durante tres años busqué la noticia, una psicópata, una asesina en serie con veinte crímenes en tan solo 36 meses. Sin quererlo yo fui la protagonista de la noticia y hoy resulta que todo es mentira. No hubo crímenes, soy cobarde para eso y siento que incumplí mi promesa.
Pero tengo otro reportaje para ti, no venderá tanto pero puedes intentarlo, sangre tendrá de todas formas y, eso es necesario para la audiencia, ¿no?
No es un asesinato, simplemente un fin, un suicidio.
En cuanto recibas mi carta toda habrá terminado, sólo quedará la noticia, espero que la escribas.
He dejado las llaves bajo el felpudo. ¡Ah! Y hazme un favor, no vengas solo, llama a la policía.
Un beso,
Sonia.”

Me quedé petrificado durante unos segundos. ¿Hablaría en serio? Sí, sin duda, seguro que lo hacía. Salí corriendo de mi apartamento y marqué con manos temblorosas el número de la policía. Esperé un el portal de Sonia hasta que llegaron los agentes. Les conté lo de la carta y uno de ellos la leyó. Finalmente abrieron la puerta. Fuimos directamente a su habitación. El escritorio estaba cubierto de recortes de periódico. Todos eran de atropellos en Madrid. En la silla yacía Sonia, con un indescriptible rostro de calma y felicidad. La sangre corría por el suelo desde su brazo.

— No tiene pulso. — confirmó uno de los policías. — Lo siento.

Llegué a casa aturdido, envuelto en una mezcla de dolor y paz que Sonia me había otorgado con su carta y, sin más, comencé a escribir el reportaje, su reportaje.

“Un día más suenan las sirenas en Madrid. Una ambulancia lleva un cuerpo que yace ya sin vida. Esta noche no ha sido el alcohol, ni las drogas, ni la desesperación, ni las ansias de poder, ni las rivalidades... simplemente la frustración ante la verdad. Una mujer, Sonia, cae de bruces sobre nuestra sociedad viendo por vez primera el horror en el que se ha convertido, simplemente decide que no es su lugar y se quita de en medio. Hace tres años, esta misma mujer era una joven rebelde cuya única meta era ayudar a los más necesitados. Ayudar de la mejor forma que sabía hacerlo, escribiendo sobre ellos, enseñando al mundo el lado oscuro de cada lugar y no dudó en trasladarse a los arrabales de Madrid. Elaboró un gran reportaje del que soñaría escribir un libro. Mostró el lado más desgraciado de nuestra sociedad, pobreza en estado puro. Una noticia sin adornos ni moralejas. Unos días más tarde, sobre su mesa, una carta de despido. Nada más, simplemente no vendió. Hoy día no son noticia las muertes por hambre, ni el dolor, ni la soledad, ni la explotación.
Si siempre pareció diferente hoy la veo más normal que nunca, tras olvidar las grandes metas, tan sólo buscaba ser amada.
Simplemente esta mañana un pequeño corte sesgó su vida, como siempre dijo “todos tenemos un fin”.
Me abstuve de moralinas ya que Sonia las detestaba. Fue una crónica corta y sencilla que apareció en nuestra revista en una pequeña columna. Eso sí, la noticia apareció en portada de la mano de Juan Carlos, el redactor jefe y encargado del despido de Sonia. Recuerdo perfectamente el titular: “MUERE UN GENIO”. Fue curioso, durante unas dos semanas todo el mundo conoció a Sonia, se hablaba constantemente de su labor periodística. Tres días más tarde me despidieron, fue una carta, simplemente, no vendía.









Texto agregado el 28-04-2004, y leído por 144 visitantes. (0 votos)


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