Con el filoso cuchillo desgarraba la carne. Sintiendo en cada corte como se abría la piel. Olía la sangre, la saboreaba. El oxidado sabor rojizo del líquido le incitaba a continuar. Sobre la mesa de la cocina, los despojos humanos que alguna vez, enteros, había amado, besado, deseado, el cuerpo de cuyos fluidos había bebido, todos, ahora también la sangre, lucía esplendoroso convertido en un manojo de piel con vísceras repartidas. El corazón… siempre lo había anhelado, ese precioso corazón. El agua ya hervía. Tomó el pequeño y lacerado músculo y lo echó a la olla. Ahora se prepara para comer.