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Intento organizar las ideas para comenzar a contarles la historia de Ernesto el hombre más afortunado y feliz de todos los tiempos y de cómo encontró a la mujer perfecta, pero un sentimiento de envidia se me atora al mezclarse con la pena por aquel desenlace.

Sentada con las piernas juntas y la mirada ensoñadora sobre las flores del jardín, Camila entonaba con su voz angelical aquellas tonadas que a Ernesto le recordaban una infancia feliz llena de amores y sueños, tarareaba las baladas de su amorosa madre en actitud devota para acompañar su reposo. Así despertó cada mañana durante veinte años dejando el lecho tibio de Magdalena lleno de sudores y aromas de cuerpos satisfechos; para recibir las viandas del desayuno del labriego servidas por las dadivosas manos de Lucinda mientras Miranda preparaba el baño de sales en la tina y Olga aprontaba sus prendas y herramientas para comenzar la jornada.

Durante veinte años Ernesto regresó cada tarde al calor del hogar dispuesto por Silvana y escuchar la lectura de Simona quién escogía con especial cuidado un libro diferente cada tres noches.

Entregado a los placeres de la carne y al alimento del intelecto las mujeres de Ernesto fueron una a una satisfaciendo cada uno de sus deseos convirtiendo su jardín trasero en eterna primavera. Nunca hubo rencilla alguna entre ellas y los días pasaban en armonía como si de la tierra brotara una fuente de eterna juventud y de los árboles el maná.

Al llegar a la cincuentena, regresaba una tarde por el camino de la montaña cuando escuchó los gritos de una mujer. Corrió como alma que lleva el diablo hacia la casa y encontró a sus mujeres serenas y tranquilas en sus labores como si los gritos no pudieran sacarlas del letargo en el que permanecían a consecuencia de la eterna felicidad del hogar en el que vivían. Y es que la felicidad produce endorfinas que con el tiempo se convierten en la droga más potente que jamás haya existido.

Asustado por el cuadro que observaba en medio de aquellos gritos que iban en aumento, salió de la casa azadón en mano, dispuesto a encontrar aquella mujer y enfrentar al monstruo que la estuviera lastimando. Se adentró en el bosque siguiendo el sonido cada vez más intenso hasta convertirse en un alarido sostenido. De pronto todo quedó en silencio por unos minutos y Ernesto se detuvo en un claro para agudizar el oído. Comenzó a escuchar el murmullo de una respiración agitada y giró a su derecha. Entre los matorrales alcanzó a ver las piernas de la mujer. Se acercó lentamente abriéndose paso entre las ramas y ahí estaba ella, recostada, extenuada y llena de sangre en su vientre. Ernesto se arrodilló y notó que sobre su pecho, envuelto en trapos, se encontraba el monstruo que la había lastimado. Era un bultito pequeño que la mujer protegía con sus brazos y acunaba con delicadeza.

La mujer parecía feliz pero, a diferencia de sus concubinas, a ella le brillaban los ojos y, en medio del cabello revuelto y las gotas de sudor y llanto que cubrían su rostro, se dibujaba una sonrisa placentera.

Ernesto la invitó a su casa y al llegar la encontraron vacía, sus mujeres habían desaparecido sin dejar rastro.

Texto agregado el 03-09-2008, y leído por 457 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
07-09-2008 Me gustó mucho Victoria******** 6236013
06-09-2008 Leído. Obrero-Del-Arte
05-09-2008 . Kafkahuamilpa
04-09-2008 mmm ajá Lucresia
04-09-2008 Igual mente_ranchera
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