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Inicio / Cuenteros Locales / sacanueces / T845 CUENTO DE LA SELVA

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La jungla se abría, apresuradamente se habría y le daba paso a ella en la despiadada huída.
Los pájaros la veían desesperada correr contra el destino. Desnuda, con su piel trigueña, sus ojos negros, su pelo negro, sus pechos erguidos, corre. No muy lejos, los hombres que la siguen, en la misma selva, abriéndose paso con machetes, espadas, picas; destruyendo todo a su paso, dejando una calle muerta. Ellos, los hombres blancos, los justos, los civilizados. Con sus brillantes armaduras, sus pesados escudos, sus cascos, sus filosas hachas, sus arcos, su ignorancia.
El cielo avergonzado se nubló y la jungla se hizo más espesa con bruma y tenue luz.
Los pájaros, aún en la penumbra, la veían correr y la selva abrirse paso y cerrarse atrás, compulsiva, compacta, casi entretejiéndose como un muro verde y húmedo impenetrable.
Un jaguareté corre a su par por lo bajo de la jungla sin que ella lo sepa. De tanto en tanto, una escueta luz que se escapa entre la bruma le hace brillar los ojos. Redondos brillan como monedas de vidrio ámbar, casi amarillos, traslúcidos. Ella y él corren en igual tiempo y forma, como si uno fuera la sombra del otro sin saberlo. Un brazo, un brazo que se repite y las piernas y el jadeo es también al unísono. Y con sus ojos miran al mismo tiempo de un lado para otro girando ambos la cabeza, mirando por encima del hombro o la paleta, como un espejo mágico sin dimensión.
El corazón le late agitado bajo los pechos que se le menean al compás de la carrera. Erguidos, duros, rozagantes, pero con el ritmo del andar felino, mujer gato, gato mujer.
Siente que el peligro avanza lento pero sin parar y la pregunta le invade: -¿hasta cuando podrá huir sin caer desvanecida?-
Ellos no se han detenido jamás y nada ni nadie los ha podido detener y a su paso sólo hay muerte. Ella lo sabe y sabe que pueden llegar (el gato de esto no entiende nada, pero parece que piensa o presiente).
Otra vez la jungla se abre para ella, y ella se detiene frente a eso que sus ojos no pueden creer: un enorme charco de agua cristalino que rompe su espejo la caída de una gran cascada que desde los cielos nace. Distingue en el alto Guacamayos, tucanes, monos Carayá que de una rama a otra se mueven como inquietos. A unos pasos de ella, una víbora Pitón se desliza perdiéndose en el espejo del agua. Ella se ve reflejada en el espejo del agua como una escultura perfecta.
Hace calor, su cuerpo traspirado requiere de esa agua fresca que reposa. Se mete al agua, nada hasta el centro de la laguna y ahí abriendo los brazos en cruz se deja flotar. Desde arriba los pájaros la ven como una diosa desnuda surgiendo del cielo, cielo que se refleja en el mismo cristal del agua. En la orilla, algo nervioso, el yaguareté la mira, pero esta atento a los ruidos que siente acercarse. Los reconoce, sabe del sonido de las espadas, de las armaduras, de la muerte en metal brilloso.
De una en una, lentamente cientos de plantas acuáticas se van arrimando, hasta rodearla casi por completo. Ella siente como poco a poco las pequeñas plantas la van cubriendo con sus hojas atreboladas, con sus flores multicolores, hasta ir quedando un camalote a la deriva no más grande que una diosa camuflada.
El jaguareté en un salto prodigioso queda sobre el camalote, en el mismo momento en que irrumpen los hombres de la muerte. Hombres que no quedan estupefactos ante la belleza del agua, charco ahora adornado con un camalote de flores con un felino encima. Los hombres parados al lado del espejo no se reflejan, son y se saben fantasmas, están sólo para matar, no para admirarse.
Sobre el camalote, el yaguareté, con sus orejas pegadas a su cabeza, semi-agazapado, muestra los dientes a la vez que lanza terribles gruñidos amenazadores advirtiéndoles que habrá guerra. Ellos los malditos, desde la orilla escuchan y hacen caso omiso, toman sus arcos, apuntan y hacen una andanada de filosas flechas. Flechas que se diluyen en el aire, ninguna llega ni hace blanco. Recién ahí advierten de la seriedad de la amenaza. Pero se saben invencibles, piensan que sólo es cuestión de arrimarse y terminarlo con sus espadas, con sus hachas... qué podría hacer un gato contra todo un ejercito de seres malignos?
Abre sus ojos, se sienta, siente aún el dolor en el pecho, dolor que la despertó. Claro como no le iba a doler, si se le había sentado el enorme felino. Vio el maldito ejército en la orilla, el que la miraba, el que deseaba matarla cueste lo que cueste. Cientos de soldados sin rostro, con sus yelmos brillantes, con sus armaduras y escudos lustrosos, con sus picas y hachas y espadas y puñales, con sus arcos y sus carcaj llenos de flechas, con sus botas de hierro y cuero por encima de la rodilla, con sus miradas vacías, miradas que no tenían rostro como había dicho. Vio también la jungla que la mira y entiende el mensaje.
Se para sobre el camalote, ella gato, gato ella, sus pechos parecen cañones que amenazan disparar, se mueven con el torso como una torreta cañonera de un buque de guerra. Frente a sus ojos da comienzo al Apocalipsis: la jungla lentamente se retira. Dejando una enorme ciénaga hambrienta al borde del espejo, que de a montones va tragando soldados, hombres blancos y negros, escudos armaduras, picas y flechas, maldad, con rostro y sin rostro. Poco hacen por escapar, se saben perdidos, se saben victimas de sus propias maldiciones y van desapareciendo.

Texto agregado el 14-09-2008, y leído por 372 visitantes. (0 votos)


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