| Una tarde dos gorriones se conocieron.
 La jaula, por siempre su cárcel, mantenía preso a
 aquel gorrión desde casi toda su vida.
 Eran pocos y muy borrosos sus recuerdos de infancia,
 allá en el sur, cuando aún era libre, cuando todavía
 era muy pequeñito.
 Soñaba con un día poder volar, volar hacia el sur,
 regresar de donde había venido;pero estaban
 aquellos barrotes, barrotes de metal, barrotes fríos
 que le apartaban del mundo exterior... que le
 mantenían “dormido” en cuatro paredes estáticas.
 Por las mañanas el gorrión cantaba, a veces muy
 suave, a veces con gran fuerza;como intentando
 alcanzar el cielo con su melodía. Su canto no era el
 mismo que el de otros gorriones, había una gran
 tristeza dentro suyo. Sería muy difícil describirlo.
 
 Un día, quien sabe por qué, se aproximó una
 encantadora y hermosa gorrioncita hacia su jaula y
 se puso a cantar con él. La melodía de aquella
 señorita era sublime, no existen palabras en el
 diccionario para definir la belleza de su cantar.
 –¿Como te llamas?
 –Jacques, ¿y vos?
 –Cecilia
 –¿Por qué estás triste Jacques? –pregunto ella.
 –Porque estoy acá, encerrado.
 
 A veces, cada tanto, ella volvía para visitarlo y luego
 volvia a marchar. Pasaba gran tiempo y otra vez
 volvía a verlo. Siempre a través de los barrotes... siempre.
 El soñaba con volar y volver hacia el sur, pero de
 poder hacerlo, hubiera volado con ella hacia Granada,
 la hubiera acompañado hasta donde sus alas pudieran
 llegar.
 
 Una madrugada lluviosa de marzo, Jacques despertó
 de sus sueños. Observó con furia incontrolable la
 puerta de su jaula, la observó pensando que detrás
 de ella el mundo le esperaba… le esperaba el sur o le
 esperaba Granada. Aquella madrugada, entre
 relámpagos y tempestades, ahogado de rabia
 contenida, forcejeó contra los barrotes. Forcejeó con
 todas sus fuerzas. Insistió e insistió, golpeó
 las rejas con todas las fuerzas de su alma. De pronto,
 cuando ya casi no quedaba en él gota de aliento ni
 respiro, lo pudo ver… la reja había sido vencida, por
 fin había logrado derribarla.
 Por instantes tuvo temor, allá afuera le esperaba un
 mundo desconocido, pero no le importó en absoluto.
 Esperó unos minutos para recuperar un poco de
 aliento,ya que se sentía demasiado agitado, se
 acercó hacia la puerta de la reja y de un salto se dio
 al viento, planeando junto a él.
 ¡Una experiencia hermosa que nunca había vivido!
 
 –¿Y ahora que hago? ¿Hacia donde voy? –se
 preguntó Jaqcues a si mismo.
 Pensó en el sur, pero también pensó en Granada.
 Quería encontrar a Cecilia para verla, para poder
 verla desde otra perspectiva, no la de un triste
 pájaro enjaulado, sino la de un pájaro libre y lleno
 de vida.
 
 Guardó en su alforja apenas un poco de alimento y
 agua que había juntado dificultosamente en una
 plaza. Sin más esperas, se lanzó a la aventura, a lo
 desconocido, también al agotador viaje que le
 esperaba hasta llegar a Granada.
 
 Una tarde, luego de muchos y muchos kilómetros,
 descubrió que por suerte había llegado a destino. Su
 alegría era incalculable, sabía que Cecilia por algún
 lado de la ciudad estaba, únicamente tendría que
 recorrer los parques, las plazas o los bosques hasta
 encontrarla.
 Esa misma tarde llegó hasta un gran bosque situado a
 unos treinta kilómetros de la ciudad. Había cientos de
 árboles, entre ellos sauces, ombúes, pinos y cipreses.
 Entre lo alto, desde toda aquella mezcla verde de
 naturaleza, había una pequeña cabaña de madera
 con árboles frutales, muchas flores y un gran ombú.
 Jacques volaba y miraba desde lo más alto, cuando
 de pronto, allá arriba, allá en el aire, oyó su cantar.
 ¡Era ella, era Cecilia!
 Su canto provenía desde la cima de ese árbol junto a
 la pequeña cabaña.
 ¡No podía ser verdad! Le costaba creer que
 finalmente la había encontrado.
 
 Jacques fue acercándose al árbol y casi al llegar
 sintió escuchar el pío de dos pequeños
 gorrioncitos acompañando la tan celestial melodía que
 Cecilia le regalaba a la tarde.
 Llegó hasta las puertas del nido y se encontraron…
 ¡se encontraron!
 El sol brillaba ante la copa del gran ombú. Éste
 descansaba y reposaba ante una tarde
 tranquila, cálida y soleada; ante la inigualable y
 hermosa melodía de Cecilia y su canto.
 
 Se encontraron los dos gorriones y ambos, juntos en
 la cima del holgazán ombú,comenzaron a cantar…
 ¡a cantar! Su canto se elevó
 muy alto y cuenta el ombú, que el cielo se
 estremeció conmovido. La tarde brillaba; el árbol, el
 cielo y el sol también.
 –¡Que estas haciendo por acá! ¿Como llegaste?
 –pregunto ella con una gran expresión de alegría en
 su cara.
 Jacques miró fijamente a Cecilia, se moría de ganas
 de decirle que había viajado muchos kilómetros en su
 búsqueda. Quería decirle cuan alegre se sentía de
 finalmente haberla encontrado; y por sobretodo,
 quería decirle que le gustaría quedarse por
 siempre con ella allí, en Granada… pero no lo hizo.
 Se dio cuenta que ambos viajaban en direcciones
 opuestas, se dio cuenta que
 aunque una tarde sus caminos se habían cruzado,
 fueron viajantes de un tren en la vida y que como
 toda historia de la vida, cada cual necesitaba llegar
 hacia su destino.
 –Voy hacia el sur, pienso cruzar el océano. La
 casualidad me trajo hasta acá, vine
 hacia estos lugares a visitar a unas palomas que
 conocí de camino, muy simpáticas ellas. De
 casualidad que te encontré –se podía oír el corazón
 de Jacques destrozarse a medida que respondía.
 
 Siguieron charlando un rato más, ella le contó que
 estaba “compartiendo piso” con la chica de la cabaña
 de madera.
 –¿Compartiendo piso? –pregunto él, un poco
 extrañado.
 –Jaja, es una manera de decir. Yo utilizo el árbol y
 ella la cabaña, ese es nuestro
 acuerdo –respondió ella con una gran sonrisa.
 En ese instante, la puerta de la cabaña se abrió y
 salió una chica muy joven, de complexión pequeña,
 con el pelo corto de un color negro azabache y un
 sombrero hermoso como las estrellas.
 La chica de la cabaña, con una taza de té en la
 mano y una contagiosa expresión
 de armonía en su rostro, se sentó junto al ombú a
 saborear la infusión. Jacques al verla notó algo muy
 especial en esa chica, no se sabe qué.
 –¿No es de por aquí verdad? –pregunto él
 –No, no es de aquí, viene de lejos, desde muy lejos.
 Se llama Silvana. Le gusta el arte y le gustan mucho
 los dibujos, los árboles, las aves, las montañas y los
 ríos.
 
 Cecilia le contó a Jacques un poco acerca de
 Silvana…
 
 Silvana era hija la hija única de dos estrellas muy
 grandes y lejanas. Su nacimiento fue el resultado de
 un gran amor que éstos una vez habían sentido.
 Nació en un lugar muy distante: en Andrómeda. Había
 llegado a la tierra hace casi unos diecinueve años,
 una madrugada de lluvias estelares… una madrugada
 de abril de lluvias universales. Los dioses del universo
 quisieron enviarla hacia aquí mismo, hacia la tierra.
 Quien sabe por qué, solo ellos lo saben, a lo mejor a
 este mundo agónico le estaba haciendo falta una
 criatura tan pura y celeste como ella para iluminar
 todo a su paso y así transformarlo. Puede ser eso…
 puede ser.
 
 –¿Hasta cuando te quedas por aquí? –preguntó Cecilia
 –Un ratito nada más, el viaje es largo y voy bastante
 retrasado.
 Secándose disimuladamente una, dos, tres, y varias
 escondidas lagrimas en sus ojos, Jacques le dio un
 abrazo muy grande a Cecilia y se despidió.
 –Algún día nos volveremos a ver… algún día.
 –¡Hasta pronto Jacques, hasta pronto!
 Jacques dio media vuelta y con los ojos enrojecidos
 se lanzó de lleno hacia el viento agitando
 enérgicamente sus alas.
 
 Los días se hicieron noches, las noches se
 acompañaron de la luna y esperaron la
 llegada del sol. El sol trajo consigo la mañana que,
 desperezándose y de ojos todavía dormidos, saludó a
 la luna.
 Jacques volaba rumbo al sur, sin brújula, guiado
 únicamente por su instinto aventurero. Llegó hasta la
 cima de una montaña donde había unas aves
 migratorias.
 –¿A donde vas? –preguntó una de ellas.
 –Voy hacia el sur. ¡Pienso cruzar el océano!
 –jaja, ¡pero estas loco! –le advirtió una de las aves–
 no vas a lograrlo, es un viaje muy largo para realizarlo
 guiado solamente por la suerte.
 
 Quien sabe cuanto tiempo estuvo Jacques volando
 sin tomar siquiera un mínimo descanso. Estaba
 agotado, pero todavía se encontraba en medio del
 océano. Se hizo la noche, una gran tempestad se
 desató. Empezó a llover torrencialmente. Hacía mucho
 frío y, a medida que pasaban las horas, Jacques se
 sentía perder las fuerzas, pero seguía extrayéndolas
 de la nada pensando que en cualquier llegaría a
 destino.
 Se hizo la mañana y después la tarde, nada más que
 océano se veía a su alrededor.
 Estaba sin gota de aliento, ya había perdido las
 esperanzas y estaba a punto de dejarse caer al mar,
 cuando de pronto, muy de lejos, empezó a divisar la
 costa.
 –¡Estoy llegando, no lo puedo creer! –gritó Jacques
 de alegría y euforia.
 Reunió sus últimas reservas de fuerza y voló
 desesperadamente hasta que por suerte, y con un
 más aún desesperado planeo, llego a tierra firme.
 Era una playa de arena blanca y muy fina, de lejos se
 veían muchos árboles. Sintió como poco a poco los
 latidos de su corazón iban regresando a la
 normalidad.
 
 –¿Donde estoy? –le preguntó a unas gaviotas que allí
 habían
 –En Santa Ana. ¿Te gusta el lugar?
 –¡Me encanta! –respondió él
 Las gaviotas se alejaron y Jacques se quedó mirando
 el mar, por un lado contento de haber llegado, por
 otro un poco melancólico pensando en Cecilia, que
 había quedado a miles de kilómetros de distancia
 
 Aquel día pasó muy rápido, también las horas, los
 meses… y los años también.
 Año tras año Jacques, en una fecha muy particular
 que este humilde y desmemoriado narrador no puede
 recordar, iba hasta aquel sitio en la playa y se
 pasaba las horas sentado en las rocas esperando a
 Cecilia, esperando verla llegar de un momento a
 otro… pero nunca apareció, año tras año nunca
 apareció. Nunca más supo de ella, pero jamás perdió
 las esperanzas de un día volverla a ver, de un día
 verla llegar.
 Y así los años siguieron su curso, y así Jacques de a
 poco fue haciéndose cada vez más viejo, siempre y
 como todos los años yendo hasta la costa con la
 esperanza de un día encontrar a Cecilia… pero nunca
 la volvió a ver. El tiempo siguió su curso, implacable.
 
 Amanecía. Las llegadas de sol, allá en Santa Ana,
 eran algo indescriptibles.
 Acompañando la llegada del nuevo día, Jacques
 despertó sabiendo que su cuerpo se estaba
 apagando, que su motor interno se estaba quedando
 sin gasolina. Su rostro se veía tranquilo, se le veía
 sereno y en armonía con el mundo. No sintió miedo ni
 rencor por tener que partir, sino todo lo contrario, se
 sentía en paz y feliz por todas las cosas vividas, por
 todos los recuerdos fantásticos e invalorables que a
 lo largo de su existencia fue atesorando en su viejo
 baúl de la memoria… también se sentía agradecido
 con la vida por haber tenido la suerte de haberla
 conocido a ella.
 
 Con sus pocas fuerzas de pájaro anciano fue hasta la
 costa, al sitio de siempre, y allí, como todos los años,
 se sentó en una de las rocas para poder ver el mar.
 Pensó en Cecilia, ¿Qué habrá sido de ella?
 La mañana estaba despejada y soleada, unos niños
 jugaban a la pelota en la playa, gritaban y
 correteaban de un lado a otro llenando de vida todo
 el lugar; un grupo de gaviotas sobrevolaban la costa;
 un hombre con un cigarrillo en la boca y una taza de
 café en la mano, envuelto en nostalgias de recuerdos
 antiguos, recuerdos de una juventud lejana,
 permanecía de pie a la orilla del mar como esperando
 desde hace años la llegada de alguien o de un abril
 cualquiera.
 Todo se movía en equilibrio, el mundo giraba
 alrededor de Jacques.
 Sus ojos lentamente comenzaron a perder brillo, a
 apagarse. Por instantes volvió a su mente el rostro
 de Cecilia. Tantos años habían pasado, pero él
 siempre la recordaba como antes, tan linda, tan
 alegre, tan joven y tan llena de vida… joven, como
 una vez él también lo había sido.
 Se imaginó extendiendo bien grande sus Alas. Aspiró
 la última bocanada de aire disfrutando de todo
 cuanto había a su alrededor. Los ojos de Jacques se
 pagaron por completo, y en un último suspiro, se dio
 nuevamente al vuelo, a la aventura… al vuelo eterno
 sin billete de regreso.
 
 La mañana estaba calida. Uno de los niños del juego
 de pelota festejaba enérgicamente un gol de media
 cancha. El hombre del cigarro se fue alejando
 lentamente por la arena, sobre la orilla del mar. Todo
 se movía, el universo seguía su curso y su equilibrio.
 En alguna parte del mundo se daría a la vida una
 nueva historia, una nueva historia que empieza, que
 nunca se sabe como termina.
 Jacques, volando ante una mañana repleta de mística
 y colores, se perdía para siempre en el mar
 
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