Veo una niña en la calle. Camino al trabajo, a la mañana. Su cabello despeinado por el júbilo, saltando en una rayuela inventada sobre baldosas grises. Su sonrisa denota que no salta sobre el piso hediondo de Buenos Aires. Está saltando sobre nubes acolchonadas. Imagina mucho más que la ruidosa avenida. Y pensar que gente como mis padres dicen que antes se jugaba en la vereda. Si pudieran ver a esta niña. Sigo caminando pero no puedo borrarla de mi mente. Comienzo a imaginar mi propia rayuela. Quiero saltar pero mis pies están atados. Entre ellos por los tobillos. Y ambos al suelo. No puedo despegar de allí. Sin embargo sigo caminando. Mis ojos no ven más que la avenida ruidosa.
Me pregunto si hay que ser niño para saltar en una rayuela. ¿Es el tiempo quien se encarga de atar los tobillos entre sí y al suelo? ¿Es el tiempo quien ciega nuestras miradas al cielo claro e infinito?
Cuántas rayuelas inalcanzables. Cuántos cielos que recorremos y tantas veces caemos en infiernos coloridos antes de llegar a alguno de ellos. Cuántos saltos en un pie...
Cuánto que cuesta inventarnos una piedrita y disponernos a patear fuerte.