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Carroña


No cerró los ojos. No me sorprende, siempre fue así: me vigiló en todo momento, cuidó cada paso, contó cada minuto. No podía hacer algo sin que se enterara.

–¿Qué haces?

–Nada... sólo veo la calle.

–¿Estabas pensando?

–...no.

–¡Claro que estabas pensando! Como si no te conociera. Ya te dije que dejes de hacerlo, me pones nerviosa. Algo tramas. Ponte a hacer algo provechoso: Dale de comer al minino, mira cómo llora porque no ha tragado.

Se convirtió en una sombra, en mi conciencia. Siempre con miles de consejos en la lengua para concluir con un, te lo dije, como si lo supiera todo.

Tengo que aceptarlo, un día comencé a odiarla. A ella y a ese gato que eran el mismo demonio en distintos cuerpos. Igual de simples, igual de hipócritas.

–Tráeme otra botella que ésta se acabó.

–Ya tomaste mucho, es la tercera.

–¡Cállate! Tú que sabes si tomé mucho o no. Me siento bien, sólo quiero otra botella.

La casa era oscura, a veces húmeda. En verano había goteras a lo largo de todo el techo, en invierno la vivienda era muy fría y yo siempre tuve que dormir desnudo. El calor de la primavera era sofocante pero las ventanas no se abrían, Amparo no lo permitía. Después, en verano, regresaban las goteras pero prefirió que nadie llegara a arreglarlo. A esos hombres sólo les interesa cobrar sin trabajar, mascullaba para sí misma, además, no vaya a ser que te quieran hacer algo.

No le gustaba abrir las cortinas ni las ventanas. Odiaba que me quedara frente a ellas viendo pasar a las personas. Yo a veces lo hacía a escondidas pero el nerviosismo en la panza me ganaba y prefería refugiarme en mi guarida junto a la del gato. Algunos días la casa olía a orines pero yo no podía decirlo.

–¡El gato no se mía el suelo! Los gatos mían y cagan en su caja; para eso la tienen. Tú has de haber sido. ¡Mira tus pantalones...! ¡Cochino! ¡Te lo dije!



–Dolores, pequeño. Ven, acuéstate aquí conmigo.

–(...)

–Dolores, pequeñito. Acércate más, ¿qué no sientes frío?

Logró seducir mis pensamientos y mi tiempo. Mi mente se concentró en ella desde el amanecer hasta el ocaso. Mis entrañas comenzaron a excitarse cada vez que mi piel la sentía cerca, cada vez que su voz se aproximaba a mis oídos y me hablaba quedito: suave como una flauta. Mis pensamientos se distorsionaron, varias noches me imaginé junto a ella en la cama; en mis sueños sí podía tocarla y ella me tocaba a mí. Al despertar todo era distinto.

–¡No me toques! Cochino, qué no sabes quién soy. ¡Sucio! bájate de la cama. ¡Bájate de la cama!
Durante el día ella siempre permaneció en el cuarto: sin luz, con las cortinas cerradas y sumergida dentro de sus propias ideas.

Nunca me dejó salir. Me quedé encerrado en la galera formada de su piel y sus huesos tal como ella se quedó entre los cristales color ámbar, vacíos de ron. Las horas se contaban con botellas. A veces solía romperlas y amenazarme con los vidrios, en otros momentos lloraba con ellas y platicaba hasta el amanecer como si fueran sus mejores amigas.

Siempre me dijo que era mejor quedarse dentro. No se sabe qué malas intenciones encuentres afuera, decía sin verme a la cara. A través de la ventana de sus ojos, de los espejos rotos por toda la casa y aquellos instantes frente al ventanal en que me escapaba de su custodia, pude que imaginar cómo sería el exterior.

Solía maldecir a todos los hombres que la conocieron antes que yo llegara a su vida: los insultaba por haberse alejado; después me maldecía a mí por no irme. Me culpaba de que ya nadie se le acercara, de que al verme junto a ella se alejaran. Mira cómo me has dejado, decía señalando su cuerpo; después se veía al espejo y de un golpe intentaba desvanecerlo todo. Lo único que desaparecía era su reflejo y el mío detrás de ella; ambos permanecíamos ahí.

La odiaba por ser tan sensual, por provocarme ese infierno desde mis entrañas y después yo me aborrecía por guardarlo como un secreto, como algo prohibido. Sus gritos rompieron mis deseos. Me asfixiaba su histeria. Deseaba odiarla. Odiaba desearla.

Me martirizó durmiendo desnuda junto a mí. Nunca me dejó tocarla pero tampoco me permitió dormir en una cama distinta a la suya. Y el gato… ese gato siempre entre nosotros.



Hoy soy yo quien la vigila desde su sillón preferido. Desde este lugar alcanzo a ver su imagen tal como ella lo hacía conmigo. Es gracioso, parece como si me observara. Puedo escuchar sus frases repitiéndose en mi mente y, aún, sus labios lanzando las palabras tan filosas como los vidrios que rompía en los momentos de recriminarme. Estoy enloqueciendo…



Me pidió la toalla cuando terminó de bañarse en la tina y así no tuve que buscar otro pretexto estúpido para entrar al cuarto de baño. Abrí la cortina y ahí estaba ella: desnuda, con su piel blanca y acuosa. La encontré acostada, con los ojos cerrados. Se sentó, dejó mostrar sus pechos blancos y selváticos; envueltos en la espuma que no cubría en su totalidad aquellos pezones tan generosos.

Fue ahí donde la presión de la sangre comenzó a correr más fuerte por todo mi cuerpo y no pude esconder mi erección. Ella, con una sonrisa extendió su brazo para tomar la toalla y yo la dejé caer al agua, se mojó toda...

–¡Estúpido! ¡Sabía que ibas a hacerlo! ¡Imbécil! ¿Qué no sabes hacer nada? ¡No! si yo siempre supe que eras un pendejo. ¡Mira! ni una toalla sabes dar en la mano. Pero... te... ¡Te lo dije! ¡Te lo dije!

Al principio mi voz permaneció callada mientras mis oídos recibían el golpe certero de sus labios; sólo mis ojos pudieron lanzar un poco del odio acumulado. Esa última frase, aquel te lo dije, me dio la fuerza para que mis manos cubrieran su cuello. Empezó a gritar y yo también. Sumergí su cabeza dentro del agua y su mirada se llenó de rencor, de un coraje que antes no había visto: como diciéndome que merecía morir pero que mi muerte provocaría la suya. Una de sus manos alcanzó mis cabellos mientras la otra enterró sus dedos en mis ojos, en mi brazo, en mi cara. Su cuello se escapó de mis manos y sus dientes alcanzaron mi mano. La mordida arrancó un pedazo de mi piel. Agarré nuevamente su garganta y golpeé su cabeza en la tina, muchas veces. No paraba de gritar, de decirme imbécil, de maldecir mi nombre y mi nacimiento; en ese tono seco, bañada en lágrimas pero con aquel filo en el reclamo que congela lo débil y lo transforma en áspero. Me sumergí en el coraje y mi puño golpeó su nariz; explotó en una bomba escarlata y reemplazó al color blanco de la tina. Mis dedos se celaron en su garganta y trataron de enterrarse en la piel pero lo único que lograron fue tatuar espacios morados alrededor del cuello. Mis dedos apretaron más y más hasta hundirse totalmente en su carne. Me dedicó una mirada terminal de resentimiento, de repugnancia, de hastío. La última en su estado vivo; la misma que aún cargo en mi recuerdo.

Por la ventana del cuarto de baño podían verse las estrellas brillando, radiantes como sus ojos muertos, abiertos todavía; brillantes y claros como el agua que goteaba despacio, tan despacio que podía seguir su camino al sumergirse en el rojo de la tina. Su piel se tornó morada y las uñas que ya se habían enterrado en mi carne perdieron fuerza hasta convertirse en nada.



Ya han pasado tres días desde aquel momento. Su cuerpo aún flota en el agua; cada vez se infla más y parece que va a reventar. La pared, sostiene todavía, de manera cómica, su brazo hinchado como pidiendo la palabra. Su mirada brillante señala a donde quiera que voy y el hedor es más insoportable.

Hoy puedo sentarme en su sillón preferido. Supongo que le hice un favor.



Todo lo que me queda es agradecerte, Amparo. Tú me diste la vida. ¿Miserable? No importa. Nadie es perfecto.

–¡Sal, maldito gato! Hipócrita...

Mira Amparo: sus garras y su hocico llenos de sangre. No te preocupes, no dejaré que se coma el otro ojo ni la lengua que ya empezó a mordisquear. Aprovecha en las noches cuando duermo y el estúpido... ¡cínico! se relame los bigotes bañados en sangre.


Gustavo Gamboa

Texto agregado el 06-04-2003, y leído por 585 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
07-04-2003 te felicito, el " no cerro los ojos.. " implica que todo lo que viene ya paso. encuentro algunas incongruencias : traeme la cerveza es muy imperativo, dudo que funcione en alguien tan dominante. por un momento pense en una dualidad del personaje, se me acabo la idea cuando mencionaste lo de la ereccion. del gato sabia que iba a hacer algo bochornoso con quien tanto lo adoraba. es un poco a la alan poe : el gato begro. siempre hacen algo al respecto. la justificacion desde .. la casa oscura, las goteras.. me suena a: voy a endulzar mi accion, Chejov decia del cuento; la brevedad es talento. siento que eso sobra. en mi opinion desde luego. un abrazo yajalon
06-04-2003 uhhhhhhhiiiiiiiii...como ke me has puesto los pelos de punta...muy a lo "calle 13" me parece tu historia..aunke el elemento gato no me convence mucho...tu estilo es siempre impecable, su admiradora.. dulcilith
06-04-2003 por el título suponía que me revolcaría el estómago... y así ha sido. fuerte este cuento Gabrielly
 
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