Manos sobre el teclado del piano, cigarrillo en la boca, respiración profunda. Fantasmales volutas de humo se disgregan por la habitación. Dos notas, tres, un arpegio. Es inútil, las musas no acuden al llamado del compositor. Las manos abandonan el teclado. El tipo se levanta y se asoma al ventanal, suspira. Anochece, es noviembre.

Manos sobre el teclado del computador. El escritor pulsa una que otra letra y, en el intertanto, pareciera meditar. Sus ojos se fijan en la lámpara colgante. Hace calor, es noviembre. El tipo regresa a su labor, mira al infinito, su cabeza se dobla y se rinde a la fatiga de no haber hecho absolutamente nada. Se acoda sobre la mesa y murmura incoherencias.

Manos sobre la cintura de la mujer. Luego, las mismas manos suben y dibujan los relieves de esos pechos generosos. La mujer gime y se convulsiona de placer. Las manos descienden sin alejarse de la superficie de ese cuerpo tan bien afinado. En menos de un minuto, ha esculpido cada centímetro de piel y ha besado los labios nacarados de esa hembra en celo. Es noviembre, medianoche. En escasos instantes, hombre y mujer han escrito la más vibrante sinfonía de pasión…