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Largo tiempo quedé sin atreverme a entrar ahí.

Ya está. Lo he hecho. Acabo de subir por la escalera molinera y levantar con dificultad la pesada trampa de roble que lo cierra. Ésta ha recaído estruendamente levantando un remolino de polvo irisado. Pero, por suerte, estoy solo en casa.

Descubren entonces mis ojos un desván inmenso, abuhardillado y casi vacío que es para mí una revelación. La belleza de su armazón, de sabio ensamblaje, me maravilla. A distancia de varios metros delante de mí, se alza un muro de piedra seca, alumbrado a izquierda y derecha por dos tragaluces, uno de los cuales está entreabierto. Algunos cordeles, en los que duermen apiñadas como otros tantos minúsculos murciélagos, pinzas para la ropa olvidadas ahí, van de lado a lado, a altura de hombre, fijados con escarpias en las vigas de la parte abuhardillada del tejado. Una claridad lunar dibuja dos cuadrados de azulada luz en las sombras del suelo entarimado. Me acerco al muro y cuando alargo la mano hasta tocar la pared, puedo sentir el calor que emana del conducto de la chimenea situada detrás.

Me siento a salvo en este espacio cerrado en el que dominan los tonos cálidos de la tarima empolvada, del oscuro maderamen labrado con la azuela, en el que se clavaron años ha chillas sin cepillar, de un color más claro, atravesadas con intérvalos regulares, por las extremidades de los ganchos de las pizarras del techado.

E inmediatamente o casi, me entran ganas de encontrar un refugio ahí. De crear mi mundo en este espacio. De dormir en él. Puedo volver cuando me dé la gana ahora que hurté la llave y sobrepasé el entredicho.

Me apareció vacío, pero es una ilusión creada por sus dimensiones y la escasa luz. En realidad, encierra, escondidos en sus caramanchones, tesoros cuyo inventario iré haciendo a lo largo de las noches de mis días.

Un viejo pupitre escolar de dos asientos, con sus tinteros de porcelana, manchados de tinta violeta. Será un pupitre de 4° o 5° curso de primaria. Ahí me siento, de modo inconfortable hoy, pese a mi modesta estatura. Éste será mi escritorio.

Un baúl, de abombada cubierta, con asas de latón e interior forrado con tela tornasolada, poblado de correas, botones automáticos y compartimentos múltiples, pero vacío de cualquier contenido. Ésa será mi caja fuerte.

Me pongo a ese pupitre, del lado izquierdo y levanto la tapa. Aparece un cuaderno escolar color de humo. Lleva a modo de título, no el nombre de su propietario ni el de la asignatura a la que va dedicado, sino una inscripción en grandes minúsculas de molde, en dos renglones subrayados y sin alinear : "Nuestras colonias".

Debajo, en marco oscuro, una fotografía de blanco y negro de un desierto con, en primer plano, tres tuaregs con turbante. Al fondo y a la derecha, se vislumbra lo que podría ser un pueblo. El pie reza con sobriedad : Tipos y escenas : camelleros.

Este cuaderno, lo reconozco. Ya lo vi, estoy seguro. Era de mi madre. Hojeándolo, encuentro una fecha : "Los Campillos, a 30 de octubre de 1934" como encabezamiento de una narración. Su último año de escuela. Tenía doce años. La última página ha quedado en blanco. Claro, el papel se ha puesto un poco amarillo, pero creo que valdrá.

Tomo el portaplumas que yace en su ranura y lo mojo en el tintero más cercano. ¡Milagro! Hay tinta, morada, como conviene, cruje mi pluma en la página y por poco tropieza en una irregularidad. En aquellos tiempos, no existía papel glaseado. Tengo que ir con sumo cuidado. Es que no tengo papel secante y aparte de este milagroso cuaderno, está vacío el pupitre.

Con cierta prisa, pero es demasiado tarde ya para corregir, acabo de escribir : "Querida Ana". Dos puntos. A la línea.

Llegado ahí, tengo que pensar un poco. Por cierto, es la segunda vez que escribo a una chica, pero la primera fue cuando tenía diez años y quedó la carta olvidada en mi armario debajo de una pila de sábanas, a falta de la dirección de la destinataria o del valor para mandársela. Ahora, tengo trece y menos espontaneidad que antes. Voy mascullando el palillero un momento y por poco hago una mancha.

Resumiendo, tengo que decirle cuán hermosa me parece, que la quiero y ponerle una primera cita. Dicho así, parece tirado. Pero, de pronto, me resulta imposible la tarea. Se me confunden las palabras en la mente. Aquella primera frase es peor que la del Señor Jourdain de Molière. Ese portaplumas ya no quiere escribir. Ha quedado solidificada la tinta.

Oigo un crujido detrós de mí y me sobresalto. Febrilmente, dejo la pluma, cierro cuaderno y pupitre antes de extraerme del asiento y encontrar refugio en la sombra del caramanchón. No era sino una falsa alarma. La madera viviente que se estira para sacudirse el cansancio. Pero se quebró el encanto. Reintegro el hogar sin más consideraciones.

Aquí estoy de nuevo, algún tiempo después, sin haberlo pensado y... se me está esperando. Me habré olvidado de cerrar con llave la otra noche. Pero esta presencia no sería posible si el desván de nuestra casa no fuera común a varios pisos y situado en todo lo alto de unas escaleras que van estrechándose hasta cuartos de servicio antes de acabar con esta abrupta escalera molinera. Hace algunos días, por fin, le mandé a Ana, mi primera carta, pero sin darle cita, a espera de algún signo alentador suyo que me evitase la contrariedad de que me diera un plantón temido.

Por eso, estoy más que sorprendido. ¿Cómo descubrió ella mi escondite? Si no lo comenté con nadie, excepto con mi hermano, que se inquietó de mi ausencia, la otra noche. Por una vez, a ese incorregible metelapata, le agradezco haberse ido de la lengua.

Está Ana sentada al pupitre, con el cuaderno abierto delante de ella. "¿Así que era verdad?" En mi carta, yo le revelaba toda la dificultad que había tenido para escribírsela. "Pues, ya lo ves". Ana es morena, pero aquel atardecer el sol poniente que va entrando por un tragaluz, está dorando sus cabellos y la encuentro más bella todavía que de costumbre.

En el colegio, las chicas no gastan pantalones sino faldas, calcetines bajos y zapatos sin tacón. Lo cual resulta muy práctico en ocasiones. Yo mismo, sólo he dejado los pantalones cortos desde hace un año, tras mi Primera Comunión Solemne. Y esta noche, le doy las gracias al cielo de que no esté autorizado el porte del pantalón a las chicas de catorce años. Sentados juntos, a ese pupitre escolar, se rozan ya nuestras rodillas y siento el calor de su piel a través de la tela ligera del mío. Y cuando volvemos la cara el uno hacia la otra, basta una mirada para que nuestros labios se hallen, se acaricien, se exploren y no se suelten ya hasta que nos falte el aliento.

Arriesgamos mucho si nos pillan. Malos tratos, seguro, privaciones, por cierto y, sobre todo, la pensión al final, ¡ay de nosotros! Por eso, no me atrevo a ir mucho más lejos y me parecería descarado que ella lo hiciera. Bueno, sí, le acaricio los pechos besándola y hasta insinúo una mano entre sus rodillas, pero las mantiene apretadas y de ahí no pasamos.

Por suerte, tienen los acontecimientos una lógica que nos supera y quiere esta lógica que muy pronto nos encontremos de nuevo en este refugio. Esta vez, es de noche. No importa cómo lo logramos. La cosa es que estamos solos, en la complicidad de una noche de junio, colmada de las fragancias florales de un parque cercano, en este desván cuyo maderamen va restituyendo el calor que almacenó durante el día. Hemos encontrado en un caramanchón un colchón puesto al traste que ahora ocupa el primer sitio entre el baúl y el pupitre...

Aquí estamos, ignorantes ambos de las precauciones que conviene tomar, abrazados, con la impaciencia de nuestros casi quince años para ella y apenas catorce para mí. Hizo muy bien las cosas la noche quitándonos la aprensión de la desnudez. Me sorprende mucho no encontrar ya calcetines bajos ni braga de colegiala bajo mis dedos inexpertos y torpes sino la ropa íntima de una mujer. Le habrá metido mano Ana al ropero de su madre. Me ayuda ella para liberar sus medias del liguero, para enrollarlas hasta sus tobillos, para desabrocharle el sujetador. Luego, me voy desnudando con prisa a mi vez.

Al principio, nuestros besos son recatados, casi tímidos ; luego, apresurados, emprenden la aventura de ir adónde no fueron nunca, por montes y valles, pegajosos, mojados, salados. Muy rápido, caen nuestras últimas barreras. Estoy encima de su cuerpo y sus brazos alrededor de mi cuello me atraen en ella. No sabemos ni uno ni otra lo que hay que hacer. Pero la Naturaleza todo lo previo. Ya vamos. Ya llegamos.

Yo, por lo menos. Me despierto, y aquí está la prueba, en las sábanas. Tengo cincuenta años y no he conocido nunca a cualquier Ana.

¿Por qué será que siempre me tengo que acordar de mis sueños ?

©P.-A. G., 2004.
http://pierrealaingasse.fr/esp/

Texto agregado el 05-05-2004, y leído por 181 visitantes. (0 votos)


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