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Aquella noche se abrió la puerta de un abismo. Tras bajarme maniatado del carro, volvieron a azotarme con palos y con hierros. Los gritos de la muchedumbre no cesaron, hasta que alguien me obligó a entrar en la oscuridad de aquella cerca de locura; después, la cancela de hierro se cerró estrepitosamente, y el desamparo se hizo hueco a mis espaldas mientras que un silencio absoluto se anudaba a las entrañas de una noche que presentí infinita. Ya nadie me acosaba, y la estridencia de las voces se había desvanecido tras la puerta.
Permanecí quieto unos segundos; varado en la casi absoluta oscuridad del laberinto, reteniendo los gritos de dolor que reclamaban mis sentidos. Sólo dos antorchas, a ambos lados del muro iluminaban levemente el inquietante pasillo. Temí que la puerta se abriera, y aparecieran de nuevo los hombres que me habían apaleado, pues desconocía el oráculo; lo que ellos llamaban con solemnidad el designio de los dioses.
Anduve tembloroso a lo largo del túnel, e incluso me estremecí con el eco confuso de mis pasos. Tuve miedo al pensar que alguien más podría haber allí, dispuesto a seguir ensañándose conmigo. Luego me serené, y seguí caminando tras comprobar que estaba sólo.., brutalmente sólo.
Una progresiva oscuridad ensombrecía los frisos y, aún así, los fui descubriendo, uno a uno, a lo largo del muro. Me detuve a contemplarlos mientras la espesa oscuridad me engullía. Quise olvidarme de la puerta de salida, pues tras ella se encontraba el mundo hostil de los hombres. Me sentí por primera vez libre, en medio de una total soledad densa y oscura, y sólo me acordé del mundo cuando eché en falta a las estrellas.
Llegué exhausto al final del camino. Me tumbé a esperar y, una vez más, mis huesos crujieron de dolor al recostarme en la frialdad inhóspita del suelo. Me entró sueño, y en aquella vigilia inacabable el enigma de los frisos se dio cita en mi cabeza. Su lógica sangrienta viajó desde los códices más antiguos del tiempo y su lógica sangrienta atravesó de parte a parte mi memoria. Todo estaba consumado. Ya no tenía ningún miedo.
Sentí crujir los goznes de la puerta. Cuando por fin llegó hasta mí, no pude ver bien su rostro, y confieso que me hubiera gustado ver de cerca la ebriedad de los dioses crepitarle en los ojos. Sólo pude dirigirme a su sombra para decirle animado: ¡Ya era hora amigo! Después, Teseo concluyó su trabajo.

Ángel Sotillo

Texto agregado el 05-05-2004, y leído por 117 visitantes. (0 votos)


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