Grandes pechos de rellenos de carne de croqueta. Unas piernas talladas en mármol sujetan un culo moldeado en barro húmedo. Su cintura de avispa sugiere contorsiones imposibles. A parte de esto, nada más. La cara no es nada del otro mundo, una nariz afilada, una boca desproporcionadamente pequeña y una frente demasiado ancha. El pelo cae lacio y negro. Un rostro obvio. Su expresión no es ningún enigma. Es la típica chica triste. Con los tíos folla, con las amigas habla de tíos y el cóctel resultante, a la fuerza soso, se lo vomita a sus amigos, la mayoría de los cuales le meterían la polla en la boca entre calada y calada si no fuera porque esperan poder hacerlo en un momento más oportuno.

Yo soy uno de esos amigos. No el mejor, está claro. Aquella noche ansiaba carne y dientes pringados de nicotina, así que fui a su casa. Decepcionante, como siempre. Todo el rato con la polla dura, y esperando recibir el porro. La habitación era la apoteosis del convencionalismo juvenil. La tía estudiaba Historia del Arte. Que desperdicio, me decía, mientras escuchaba su sarta repetitiva de lugares comunes. Al rato, cuando me aseguré de que no iba a follar, me marché. En esos momentos parece injusto que la vida no sea una película porno. Afortunadamente, ése sentimiento se va con una paja.