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El que agarra la pata

No estaba seguro que fueras a venir. Ni tampoco pensé que fuera a ser tan pronto. Me imagino que al final te ganó la curiosidad. No, no la curiosidad, la necesidad de oír lo que pasó de mi propia boca. Primero lo tuviste que escuchar de desconocidos y luego de los periódicos y me imagino que a través de preguntas malintencionadas de gente morbosa. ¡Por lo que debes de haber pasado! Si se te nota nomás de verte. Y ahora tienes que venir hasta acá, para oírlo una vez más en este cuarto sucio y apestoso. ¿Te registraron al entrar? Estos desgraciados no respetan nada ni a nadie. Ni siquiera a ti, que nunca le has hecho daño a nadie. Yo no sé ni que decirte, ni por donde empezar. Se me cae la cara de vergüenza de verte aquí y de todo lo que habrás sufrido por mi culpa. Lo peor es que lo que yo pueda contarte de poco consuelo te será. Aunque no tienes por que creerme después de lo poco que lo he demostrado desde que era chiquito, si me importa lo que sientas. Por eso me duele más saber que ni consuelo te pueda dar una explicación para hacerte menor la pena de quedarte viuda. Igual y al menos te ayuda a olvidarte de que tienes un hijo que puras penas te ha dado siempre.

¿Te acuerdas cuando era niño? Ya desde entonces te daba problemas. En mi fiesta de cumpleaños, cuando cumplí diez, que saqué una botella de ron del gabinete donde las guardaba mi papá y junto con tres de mis amigos, creo que eran Perico de la Serna, Claudio Pérez y el “Tico”, nos metimos a la despensa y nos la tomamos entre los cuatro. Todavía me acuerdo que tú y las otras mamás nos andaban buscando para que fuéramos a romper la piñata. No llegamos a romperla, después de que nos descubrió la señora Pérez y echó aquel grito tan fuerte, la fiesta se acabó. Tú te deshacías en dar disculpas y tratar de dar explicaciones. Algunas de las mamás trataban de fingir comprensión y disculpaban todo como travesuras de niños, eso al mismo tiempo que tomaban a sus hijos para marcharse lo más pronto posible. No te voy a decir que fue idea de otro y que a mi me presionaron a hacerlo, tampoco que fuera todo idea mía. De lo que me acuerdo todos estuvimos de acuerdo. De nada me sirvió a la hora que llegó mi papá. No sé con que sufrí más, esperando a que llegara y sabiendo lo que me esperaba o con los cinturonazos que me dio cuando llegó que me siguieron doliendo los tres días que me quedé encerrado en mi cuarto. Desde ahí te oía llorar. No era la primera vez que me golpeaba. Ya se me había hecho costumbre de cada vez que reprobaba alguna materia, que era todos los meses, o de cuando me expulsaban por haberme robado algo o por darme de trancazos con alguien en el recreo. A veces lograbas ocultárselo, pero cuando no, ya sabía lo que me esperaba. Lo diferente esta vez es que decidió utilizar la hebilla. De ahí que luego me dijeran “La tortuga” en la escuela: porque tenía toda la espalda marcada.

Tú sabrás más que yo, pero creo que a mis hermanos les iba mejor, o menos mal, más bien dicho. A Eva por ser mujer y a Pedro porque daba menos problemas y sacaba buenas calificaciones. Aunque ni eso lo salvaba de que de vez en cuando también a él le pusiera la mano. Yo no sé si ya era así cuando se casaron ustedes dos. Alguna vez me contaste que, antes de la boda, cuando la gente te advertía de su genio les contestabas que no darías razón para que se enojara. ¡Lo que debes de haber pensado en eso todos los años que siguieron! Si nomás bastaba con que anduviera de malas por cualquier pendejada para que agarrara parejo con el que se le pusiera enfrente. A veces tratabas de defendernos, sobre todo a mí. Le escondías que me echaba la pinta, o simplemente le suplicabas que no me golpeara, aunque fuera con miedo de que a ti también te tocara. Yo ya me había acostumbrado a verte con anteojos oscuros para esconder los ojos hinchados de llorar o morados de los golpes. Yo creo que Pedro y Eva nunca se acostumbraron y por eso en cuanto tuvieron la oportunidad se fueron a estudiar fuera. Si yo me quedé fue por ti y porque a mi lo de estudiar nunca se me había dado como para salir después con que me quería ir a estudiar a otro lado. Me quedé hasta aquel día, hace ya seis meses, que ya no aguanté que me golpeara y me defendí. Tu andabas en León, visitando a la abuela, así que no sé lo que te haya contado. Había invitado a jugar dominó a mis cuates, aquellos que nunca te gustaron, siempre pensaste que eran mala influencia sobre mí y todavía me lo dices con la manera en que me ves ahora que los menciono. La verdad es que no sé si la mala influencia era de ellos conmigo, o mía con ellos. Yo creo que éramos todos iguales, ¡Dios los hace y ellos se juntan! Dirías tú que tanto te gustan los dichos. Habíamos empezado a jugar como a las siete de la tarde, yo creía que mi papá andaba de viaje, por eso los invité. Cuando llegó como a las nueve y nos descubrió jugando ya se enojó bastante pero peor se puso cuando vio que nos estabamos tomando su botella de whisky de pura malta, aquella que le habían regalado en Navidad y que guardaba como su alma. Les dijo a mis cuates que se largaran de su casa. Cuando le reclamé que también era mía se me acercó y me dio una cachetada, así, con el torso de la mano. Ya no sé si debo seguirle, mamá, que ya estás llorando y sonándote los mocos y todavía ni te cuento como se murió. El caso es que me dio mucho coraje que me diera la cachetada enfrente de mis amigos, una cosa es que me golpeara pero otra que lo hiciera enfrente de la gente. Le di un puñetazo en medio de la cara, perdió el balance y se cayó para atrás. Se levantó a medias hasta quedar sentado en el suelo y se me quedó viendo. Primero como asombrado y luego muy fijamente, con esos ojos inyectados que tenía él, pero no se levantó. Yo ya ni dije nada, todo el coraje se me atoraba en la garganta. Nomás me di la vuelta y me fui.

Ya no se la voy a hacer cardiaca, porque usted está sufriendo mucho oyendo esto, y siento no poder hacer nada para evitarle la pena de saber que por culpa de su hijo se quedó sin marido. Me fui a vivir con Manuel Moreno, el de la familia que tienen la panadería esa, la de la calle de Madero. Pero eso ya lo sabe. Me empecé a meter en negocios con gente mala. Yo, que me había acabado creyendo lo que me decía siempre mi papá: que no servía para nada. Le voy a ahorrar los detalles, que al final carecen de importancia y usted no tiene para que enterarse. Pero acabé con deudas muy gordas, y esa gente sabe como arreglar las cosas si no pagas. Me preguntaron si no tenía familia que pudiera pagar por mí, y primero casi me gana la risa. Pero luego se me ocurrió. Porque sí, fue a mí al que se le ocurrió aunque tú hubieras preferido pensar otra cosa. Pensé que si fingíamos que me habían secuestrado a la mejor entonces sí mi papá soltaría la lana. No me mires así, siempre me dijiste que mi papá en el fondo me quería como el hijo que era de él, pero ya para entonces llevaba mucho tiempo de no creerlo. Yo mismo fui con el Japonés a la Tercera Chica a la entrega del dinero. Se suponía que yo me iba a quedar en el coche mientras que el Japonés recogía la pasta. Estaba muy oscuro, así que no había riesgo de que mi papá me viera. Cuando llegó, el Japonés se bajó del coche y se le acercó. Yo los veía claramente desde la oscuridad. Mi papá traía una bolsa de esas de deporte. Pensé que ahí traería el rescate. Desde que empezaron a hablar él y el Japonés, mi papá estaba muy agresivo. Yo no podía oír lo que decían, pero se veía que estaban discutiendo. El Japonés le señaló la bolsa, mi papá la abrió, metió la mano y sacó una pistola. Antes de que el Japonés pudiera hacer nada lo puso contra la pared con la pistola debajo de la barbilla. Me bajé del coche y cuando me iba acercando oía que gritaba “¿Dónde está, hijo de la gran chingada? Más te vale que no le hayan hecho nada.” El pinche Japonés pendejo sacó la navaja que siempre traía en el bolsillo trasero. No pude hacer nada, solo alcance a ver como salía la hoja de la empuñadura y se le clavaba en las costillas. Oí el disparo, pero debe de habérsele movido la mano con el navajazo, porque el Japonés salió corriendo. Pasó junto a mi gritando “¡Órale. Pélale, cabrón!” Pero yo me quede ahí, tieso en el mismo lugar hasta que llegó la policía. No me pude acercar al cuerpo, pues me daba miedo que pudiera seguir vivo y me fuera a ver a los ojos. Luego supe que ya estaba muerto, que la navaja le había atravesado completito el corazón. Me ves como si te sorprendiera. Tampoco me parece raro que tú hubieras creído que era yo el que mató a mi papá, como dictaminaron en el juicio. Así que quédate tranquila, si te da tranquilidad, que no fui yo el que lo hizo. Pero como si lo hubiera hecho. ¿Cómo dice el dicho? “Tanto peca el que mata a la vaca, como el que le agarra la pata” ¿No? Igual tenías razón y a su manera algo me quería. A mí lo que me pesa es lo que sufran ustedes, tú y mis hermanos. Que la gente los señale por culpa mía. Y más me duele todavía verte llorar como ahora en esta maldita cárcel. Mejor vete ya y olvídate de que existe este cabrón que es también tu hijo. ¡Pobre de ti, mamá!


(Se agradecen comentarios y/o que me digan - con sus votos- que tanto les gustó. Gracias. Luis)

Texto agregado el 06-05-2004, y leído por 352 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
25-07-2004 Suena muy autentico y lleno de emociones diversas. El amor de una madre, el sufirmiento de ella y el de los hijos por el caracter del padre, el sentimiento de culpa, etc. LAs imagenes muy bien manejadas y relatadas de manera tan holgada que parece real. Coincido enque es estremecedor. Excelente. Saludos. Raymond
06-05-2004 Relato atrapante y estremecedor! Muy bueno. amadeo
 
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