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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / Historiales de la vampira: Magia negra

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A pocos minutos de la medianoche, el grupo se reunió silenciosamente en la habitación ya preparada con velas y pesados cortinajes que ocultaban las puertas y ventanas, así como las paredes cascadas de la ruinosa casa que Vignac había mandado alquilar. No la había tomado por sus comodidades, ya que sólo era una modesta vivienda de dos cuartos con la instalación eléctrica y las cañerías más viejas que hubiera visto.
En un rincón, un altar pintado de negro sostenía una figura demoníaca de cera roja, del cual colgaban rosarios de huesos y caracolitos. Siete personas, cinco cubiertas con una túnica larga del color de la noche, otra mujer con un velo sobre el rostro y un mantón de lana sobre la ropa de calle, el último parecía un sacerdote de algún culto africanista, tocado con turbante, y ropa de colores vivos. Su rostro parecía una máscara de roble durante los cánticos y rezos, que dirigía con leves movimientos de su brazo. Seis personas alzaron los rostros, extáticos, al dar las doce en punto, mientras que la mujer de velo se doblaba como asaltada por un súbito aguijón en el estómago.
Las voces espectrales se podían oír desde la calle, que a esa hora estaba desierta y oscura, porque las lámparas habían sido rotas. Sólo se veían manchones de luz blanca entre los árboles, provenientes de los focos situados sobre el hospital psiquiátrico, un edificio oficialmente gris y cuadrado, cruzando la calle y la reja de dos metros.
Lucas no había vuelto por casa de sus tías, temiendo que alguien lo estuviera siguiendo. En los últimos días, se había atenido a su rutina: iba a la clínica, a sus guardias, a dormir y cambiarse en su apartamento. Estaba parado en su oficina, soñoliento, sólo le faltaba sacarse una manga de la bata para salir, ya que había regresado a cubrir una emergencia.
Sintió una picazón en la piel y se pasó la mano por el pecho, molesto. De pronto olvidó lo que estaba haciendo. Creyó parpadear, y se encontró en el pasillo del segundo piso sin recordar cómo había llegado. Se miró a los pies, asombrado; tenía puesta la bata de nuevo. Giró la cabeza y no vio a nadie en el escritorio de enfermería. Quería preguntar si tenía algo pendiente, por lo que hubiera vuelto, ya que tenía un vacío en la cabeza.
El sacerdote hizo surgir una botella entre sus manos y con una reverencia, volcó el líquido en el pote alrededor del cual oraban. Luego se la pasó a la mujer y esta bebió un largo trago del fuerte licor, sin descorrer su velo. Exhausta, cayó de rodillas, lanzó un grito y dejó caer la cabeza. De un manotazo se sacó el tocado y sus compañeros contemplaron sus ojos vueltos hacia atrás, mientras sacudía los brazos, temblando. Lo veía.
–Mm... –la joven se agitó en su sueño, a pesar de las drogas la alertó una presencia extraña, los pasos desconocidos en su cuarto.
Ana entreabrió los ojos y vislumbró contra la luz eterna del pasillo, una persona alta. No podía ser un auxiliar ni Débora Kromp. La silueta le tapó la luz al acercarse en dos pasos al lecho, y de un tirón abrió la manta. Ana trató de asir con dedos torpes la tela que la cubría, pero él fue más rápido, y entonces lo reconoció. Muda de asombro, con el corazón agitado esperó que su doctor le dijera algo mientras se inclinaba sobre ella, pero su silencio y la respiración pesada la asustaron. Había algo mal. Lucas se llevó la mano al bolsillo y, para su sorpresa, palpó un objeto que no debería tener. La mujer lo observaba con ojos desorbitados y él estaba disfrutando su miedo paralizante, hasta que Ana bajó la mirada, descubrió el filo en su mano, dejó escapar un chillido que le erizó la nuca. Lucas retrocedió, sobresaltado. Quizo hacer un gesto para que se callara, tranquilizarla, pero estaba rígido. No podía moverse y temía que si lo hacía se iba a lanzar sobre la indefensa Ana, ponerle el cuchillo en la garganta, amenazarla para quitarle la ropa interior y...
La luz del cuarto se encendió, la joven suspiró al ver a Débora y el doctor retrocedió hasta la puerta, lívido, los puños cerrados dentro de su bata. La enfermera lo estudió, extrañada, por las gotas de sudor sobre su frente:
–¿Qué pasó, doctor Massei? –exclamó, y tras una pausa repitió–. ¿Doctor Massei...
–L-lo siento –tartamudeó él, rascándose el pecho, y no supo que decir.
–M-me a-susté al verlo, al... despertarme de golpe –susurró Ana, poniéndose roja, tratando de sonreír.
Ellas siguieron hablando, pero Lucas se dio vuelta y huyó por el pasillo tan rápido como se lo permitían sus temblorosas piernas.
–...se cruza con alguien, un enfermero, la oficina, toma las llaves del auto... –la mujer con ojos en blanco iba relatando en un tono grave, monótono, a la pequeña congregación.
Lucas pasó un armario y notó que en algún momento lo había dejado abierto. La pequeña llave seguía en la cerradura. De allí había tomado el bisturí. Lo tiró entre el instrumental, giró la llave. Luego se cruzó con Carlos, ignoró su saludo, corrió y al final logró salir de la clínica. Apoyó su cabeza afiebrada contra el costado de su camioneta y la oleada de náusea que pugnaba por vencer subió por su garganta. Tosió, y un chorro de bilis y vómito caliente salió violentamente, sofocándolo por unos minutos.
–No es fácil controlarlo –comentó el sacerdote, levantando del cuenco un muñeco de cera.
Lo acercó a una vela, apretándolo entre sus pulgares hasta que se deformó y de la panza salió un rollito de papiro. Vignac emergió de entre las sombras, es decir, de atrás de la cortina, y replicó: –El hechizo es poderoso –lamentaba haber juntado aquel grupo de brujos y kimbandistas sin estar seguro de sus credenciales. Pero a falta de tiempo para traer de Europa a sus iniciados, tenía que arreglarse con la fauna local–. Supongo que no se puede obligar a un hombre a hacer algo contra su conciencia...
–Sí se puede –replicó el hechicero–, o al menos liberarlo de las cadenas de su moral si tiene la inclinación en su interior. Todos tenemos un monstruo adentro.
Vignac sintió la vibración en el bolsillo de su pantalón. Lucas se estaba moviendo, le avisaban por mensaje de texto, y al parecer no se daba cuenta de que lo estaban vigilando.
Estaba demasiado nervioso, tratando de no salirse del camino y no pensar en lo que había estado a punto de hacer.
Lina escuchó llegar la 4 x 4, que paró frente a los establos a unos cien metros para no alarmar a nadie, y pensó que venía por ella. Pero pasó un rato y no sintió pasos en esa parte de la casa. Era la una y media. Ya estaba vestida, sólo tenía que ponerse los zapatos y salir a curiosear. Las dueñas de casa dormían profundamente. Bajó, esperando ver al doctor atento a su llegada para comunicarle alguna noticia importante. No estaba ni en la biblioteca, ni el despacho, ni el salón. Iba a revisar el invernadero cuando su nariz percibió un aroma agrio proveniente de la cocina.
En efecto, el hombre había entrado por allí para apagar la alarma y dejó su esencia. Luego se había esfumado: Lina miró atentamente en torno y no encontró rastros. Así que salió, pensando ver desde el exterior qué ventana del castillete estaba iluminada.
¿Qué había en ese ático? Se preguntó al levantar la cabeza y descubrir una luz titilante en el techo. ¿Haría visitas al dormitorio de alguna de las sirvientas? No, Lina sacudió la cabeza, porque la única que vivía allí era la cocinera gorda con edad para ser su madre. Del otro lado del jardín, uno de los perros aulló y salió a la caza de algún conejo. A unos kilómetros, otra jauría de caza se dirigía hacia ella a toda velocidad, no guiados por un aullido sino por la llamada de su compañero, apostado ya en la entrada del parque.
Lucas escuchó un golpeteo, rascado y chirrido, y se volvió asustado.
–¿Qué haces? –exclamó, asombrado, al ver la cabeza de Lina metiéndose por una ventana alta y estrecha.
–No sabía el camino, así que subí por el tejado desde mi ventana –explicó ella, bajando de nuevo el panel oxidado.– ¿Qué te sucedió, doctor?
Olía a miedo y agitación, y tenía un aspecto abochornado y desencajado. Massei titubeó, pero le contó más o menos lo sucedido. Lina lo escuchó sin escepticismo. Al menos no se rió de él cuando dijo que creía que alguien lo controlaba.
–Suena a magia negra o vudú.
–No puede ser –Lucas sacudió la cabeza, con una mueca–. ¡Eso no existe!
Lina lo miró por un instante, harta de su incredulidad, y replicó con ironía: –Entonces se está poniendo esquizofrénico, doctor.
Dicho esto le abrió la pechera de la camisa y se apartó para que él pudiera verse en el espejo de pie:
–No puede ser –repitió Lucas, con diferente entonación–. ¿Es algún tipo de tatuaje?
Unos signos azulados se habían hecho visibles en su pecho.
–¿Por qué subiste aquí?
–No sé... –seguía confuso–. Era mi escondite favorito de chico.
Apenas dejó de hablar, los trazos se disolvieron ante sus ojos. Había llegado hasta la casa sin pensar, y ni siquiera recordaba subir la escalerita. Sus pies lo habían llevado al lugar donde por alguna razón siempre se sentía seguro. Luego de unos minutos de deambular por el ático, se había calmado, hasta que Lina lo sacó de su abstracción.
En los minutos de silencio que siguieron, ella observó el altillo, largo, lleno de polvo y telarañas, sus cabezas casi golpeaban una viga. Había tabiques de madera a modo de paredes y de ellas colgaban cuadros y crucifijos de plata vieja. Lucas se había sentado frente al espejo sobre un arcón enorme con una cerradura labrada, a su lado tenía una mesa y encima pendía una lámpara del techo.
De pronto, sus sentidos se aclararon y Lina se inclinó hacia la ventana:
–¡Alguien viene! –anunció, percibiendo un vehículo que venía a toda velocidad por la avenida arbolada, patinando en el balasto.
En seguida estiró el brazo y apagó la bombita. Lucas se levantó con tanta urgencia que casi se dio contra la viga; esquivó a la mujer y se pegó al cristal tratando de discernir algo en la quieta oscuridad que rodeaba la casa.
–Se detuvo antes de salir de los árboles –informó Lina, cuando él se volvió a mirarla intrigado.
Aunque no creía que hubiera ningún intruso, Lucas guió el camino de vuelta a la cocina. Salieron detrás del enorme fogón que ya no se usaba. Lina estaba cerrando la puerta con el pasador y la cadena que ella misma había soltado para salir, mientras Massei armaba la alarma. Pensaba que le estaba siguiendo la corriente a su paranoia hasta que verificó en el panel central, oculto tras la librería del despacho, y un punto verde indicaba que el perímetro había sido cortado y la alarma silenciosa ya se había disparado.
–Es cierto... Pero no te preocupes, la propiedad es tan grande que se tardarán y mientras tanto llegará la patrulla de seguridad. ¿Qué pasa?
Lina estaba escudriñando el jardín a la luz de media luna, inquieta porque los perros no ladraban. A unos doscientos metros, silenciosos, dos hombres esperaban agazapados junto al vehículo cargado de armas, con latas de gas a mano, suficientes para librarse de esos y cualquier otro animal.

Texto agregado el 27-10-2008, y leído por 99 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
28-10-2008 hermoso , hermoso oscuridad llena en tus obras lindo bello publicacion gothic_buterfly6
 
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