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Manel miró de soslayo a su hermano y pulsó la desgastada y casi ilegible “B”. El ascensor, estrecho y claustrofóbico, iluminado por una mortecina luz, olía a tabaco rancio, lo que hizo que Lluís, enfundado en un impecable traje azul de lino, arrugara su recta y pequeña nariz. Manel había deseado rompérsela muchas veces; pero no era un hombre violento, su última pelea había tenido lugar en la escuela de trabajo, cuando era un adolescente y estudiaba química, y de eso hacía ya más de veinte años.
El ascensor se detuvo en el tercero y una joven, con cara de caballo y andares frenéticos, entró acompañada de un nauseabundo perfume que se mezcló con los aromas rancios del exiguo artefacto. Lluís miró con desprecio a la joven por encima de su pulcro hombro sin que ella se diera cuenta; la chica estaba concentrada en el envío de un sms con su móvil de última generación. Manel bajó la mirada y se miró las zapatillas sucias que llevaba, preguntándose que iba a hacer con la masía, sólo la había visto una vez, cuando era un niño; no tenía muy claro como era, hacía mucho tiempo de eso, por aquél entonces incluso su hermano le caía bien y le tenía una gran estima.
Llegados a la planta “B”, las compuertas se abrieron, permitiendo que sus ocupantes abandonaran la incómoda estrechez del ascensor. Los dos hermanos salieron del edificio, en el que el notario tenía su despacho, y comprobaron que en la calle hacía un calor terrible, el aire venía en ráfagas secas, como salidas de un horno. Ambos ni siquiera se miraron a la cara para despedirse; un lacónico y vacío “adiós” salió de la boca de Manel sin que su hermano respondiera. Tomaron direcciones opuestas y se alejaron el uno del otro; algo que hacía muchos años habían hecho ya.


La tarde era de agosto, pesada y tórrida. Por una ancha y empinada pista forestal repleta de socavones infernales, el coche vibraba como un poseso endemoniado cuesta arriba. Los árboles que flanqueaban el camino estaban cubiertos por una fina capa blanquecina proveniente del polvo que se levantaba cada vez que un automóvil pasaba por allí. Manel tuvo que preguntar cómo podía llegar hasta la masía, conocía el pueblo de Fontviva, pero no la zona en la que se encontraba la casa. Bajó el volumen de la radio, las estúpidas preguntas de unos radioyentes le hicieron sentir vergüenza ajena; «esa gente o se aburre o es imbécil», pensó. Tenía la espalda empapada de sudor y la camisa se pegaba desagradablemente a su piel; el aire acondicionado había dejado de funcionar fatídicamente en plena ola de calor.
En una curva, inesperadamente, Manel tuvo que dar un golpe de volante para esquivar a una especie de suicida melenudo que, a todo gas, circulaba con una furgoneta amarilla escacharrada, en sentido contrario, por en medio de la pista. Envuelto en una nube de polvo y con el susto en el cuerpo, Manel se detuvo y subió las ventanillas para impedir que aquella mugre de partículas en suspensión entrara en el interior. Con el corazón casi en la boca, se preguntó cómo podían dar el carné de conducir a individuos indeseables como al que acababa de ver; le había parecido un hippie colérico y enloquecido por alguna sustancia alucinógena. Mientras se dispersaba la nube y sus latidos volvían a la normalidad, pensó, sin saber muy bien por qué -como si hubiera una relación íntima y secreta que uniera al colectivo hippie con el motero-, en cómo le sacaban de quicio los motards con sus ruidosos y brillantes artilugios custom de dos ruedas; ahora sólo faltaba que se precipitara uno sobre su coche para rematar la faena. Pero eso no sucedió, el camino quedó libre de nuevo y continuó la marcha ascendente, con el objetivo de llegar a la masía heredada.

Negó con la cabeza lentamente, lanzando un resoplido ruidoso, con el ceño fruncido y el sudor resbalando por sus sienes palpitantes. Contemplaba afligido, apoyando la espalda en el tronco de un retorcido y negruzco olivo centenario, la maltrecha masía que, hundida en un mar de zarzales y malas hierbas, presidía un pequeño terreno sin cercar. Las paredes desconchadas de la casa reflejaban el abandono sufrido durante años. El tejado estaba cubierto de musgos verdes y rojos, con matas de jaramagos que se alzaban vanidosamente en los aleros. Frente a la masía, a unos veinte metros, semioculto por la maleza, había un pozo que apenas se dejaba ver. Manel volvió a negar pesadamente con la cabeza y observó los cuatro viejos olivos que, estropeados y tristes, acompañaban a la casa y el pozo. El calor era prácticamente insoportable. La contemplación de la casa le estaba agotando y poniendo de mal humor. «¿Qué voy a hacer con esta vieja masía? Venderla», se dijo. De todas formas, él nunca se había planteado vivir en un sitio como ese.
Abrió la puerta, que chirrió ásperamente sobre sus bisagras, y entró. El recibidor quedó iluminado por el ardiente sol que abrasaba, desde lo alto de un cielo azul, el pesado aire que respiraba. Su sombra proyectada en el suelo sucio, habitado por cucarachas que se movían pausadamente, se deslizó como si de un fantasma se tratara. Manel, sumergido en la penumbra de la casa, abrió los batientes de las ventanas para que entrara la luz. Olía a agrio y a humedad. Hizo un mohín de disgusto y estornudó sonoramente, con rabia: «esto es una puta mierda», pensó. El comedor era pequeño y oscuro; la cocina exigua y demasiado larga. Desde el comedor, franqueando una menuda portezuela, se accedía a un almacén con techo de caña y barro por el que se filtraban las aguas de las lluvias. Allí, unas cuantas ratas se escurrieron velozmente, ante la presencia de Manel, por los numerosos agujeros que había en las rajadas y sucias paredes. Tras verificar el estado deplorable de la planta baja, se dirigió a la planta de arriba, subiendo por una pina y angosta escalera, en la que había tres habitaciones comunicadas gracias a un estrecho pasillo iluminado por un rosetón con el cristal roto en el que unos moscones rezongaban. Abrió la ventana de una habitación y se sentó a horcajadas en el alféizar.
«La casa está vacía; tanto como yo me siento en este momento», se dijo mirando los olivos maltrechos y el pozo que se ahogaba en la maleza. Manel también creía ahogarse, pero no por el calor. Pensaba en la mujer de la que se había enamorado; en lo vulnerable que era ahora. No podía quitársela de la cabeza, lo que suponía una tortura para él, ya que ella no sentía lo mismo; todo lo contrario, ella sólo veía a Manel como a un simpático y peculiar amigo con el cual podía charlar de sus cosas de tú a tú. Él sabía que esto no podía seguir así; tendría que alejarse de Luisa y no volver a ver sus hermosos y expresivos ojos marrones; así no la oiría hablar sobre su pareja y sus planes de futuro -en los que Manel no entraba ni por asomo-. Tristeza y melancolía se mezclaban, formando un cóctel que tenía que beber trago a trago, e intentar no emborracharse por el alto grado de soledad que contenía. Observó el cielo azul en el que un avión dejaba una huella blanca tras de sí y pensó con una sonrisa esquinada en sus labios: «Mísera y extraña vida que te hace desgraciado tan fácilmente; o que uno mismo la convierte en desgraciada por complicársela.»
Los pensamientos de Manel fueron quebrados por un temblor que lo hizo brincar del alféizar y correr escaleras a bajo como si el diablo le persiguiera. Cuando atravesaba velozmente el comedor, algunos cascotes se desprendieron del techo sin que ninguno lo alcanzara. Salió de la casa mirando hacia atrás, sudoroso y con la cara empalidecida, esperando que la vieja y ruinosa masía se fuera a desplomar en cualquier momento. Pero la casa permaneció en pie, como si nada hubiera sucedido. Manel arrastró los pies hasta un olivo, y sentándose en la base del tronco, se quedó muy quieto, sin dejar de observar la vieja casa, pensando que ésta, al igual que su vida, requería una reforma.

Texto agregado el 02-11-2008, y leído por 75 visitantes. (1 voto)


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