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[C:378]

La mano del campesino se agitó en el aire como última despedida y el carro se fue alejando en un crujir cansino de madera vieja. Me dejé caer en el polvoriento banco del apeadero y abandoné la mirada sobre los campos trigueños que se perdían hacia el horizonte. Mucho antes de que llegara, pude divisar al chiquillo, andando sobre los traviesas con la pequeña maleta balanceándose a un costado. Se acercó silbando a paso vivo, casi saltarín, para acabar sentándose a mi lado con un hola diáfano de infante feliz.
—¿Qué tal, pequeño? —le respondí con una sonrisa—. ¿Cómo es que vienes solo?
Se me quedó mirando con sus grandes ojos castaños, como estudiándome curioso, mientras sus piernas se columpiaban distraídamente.
—¿Usté se llama Juan? —espetó con una mueca simpática en el rostro.
—Pues... no —alcancé a decir sorprendido por la pregunta— Mi nombre es Carlos.
El niño se encogió de hombros:
—Bueno, Carlos no está mal, pero a mí me gusta más Juan. —Y añadió—: Yo me llamo Miguel.
—Pues es un nombre bonito, Miguel.
—Sí, pero no tanto como Juan.
Concentró su vista unos segundos en el vaivén de sus pies sobre el cemento del suelo.
—¿Va para allá? —dijo señalando con el brazo extendido hacia las vías que se alejaban hacia el oeste.
—Sí, voy para allá —asentí, inclinando afablemente la cabeza.
Miguel volvió los ojos otra vez hacia sus zapatos, hinchó brevemente los carrillos y levantó las cejas en gesto candoroso antes de replicar:
—Yo no.
—Entonces aún te queda bastante hasta que llegue el otro tren —le dije echando un vistazo al reloj.
—No importa.
De nuevo se giró hacia mí con una sonrisa alegre de blancos dientes contrastando sobre la tez morena:
—¿Quiere ver lo que llevo en mi maleta?
—¡Claro! Me gustaría mucho —accedí.
El mozalbete se apresuró en coger su pequeña valija desvencijada y, colocándola sobre las rodillas, la abrió para mostrarme:
—Mire, encima llevo las camisas buenas para que no se arruguen.
—Están muy bien dobladas. Tienes una mamá muy hacendosa.
Una sombra de pena se dibujó en su cara para decir:
—Mi mamá está muerta. Ahora sólo tengo papá.
—Vaya, cuanto lo siento —le contesté no sabiendo excusar mi torpeza.
Pasó la manga de su camisa sobre la mejilla para borrar un conato de lágrima y enseguida volvió a sonreír, inundándome con la enormidad de sus ojos:
—Pero me enseñó muchas cosas, y yo todos los días, mientras papá anda con la ganga o a cazar gorriatos, hago las cosas de casa: lavo, hago las camas, la comida... y doblo la ropa así de bien, ¿ve usté?
—Sí, Miguel —convine pasándole una mano sobre la cabeza—. Sí que lo haces bien.
—Al fondo tengo el tirachinas y las canicas. Las mías no son tan bonitas como las de mi amigo Julito, que las tiene hasta de cristal y con colorines dentro. ¡Mire! Son de barro pero ruedan mu bien. Me las hizo mi papá.
—Muy bonitas, sí señor.
—Y aquí tengo la fiambrera con cecina y queso para el camino, ¿ve?
—Vaya, pues has pensado en todo, muy bien.
—Claro, señor —asintió el niño con un deje orgulloso—. Es que ya le digo que mi mamá me enseñó mucho. Decía que cuando me haga mayor voy a ser alguien importante y que tenía que prepararme porque no quería que pasara penas como ella y papá. Me compraba libros con fotos en color de lugares mu bonitos y me hizo prometer que iba a estudiar mucho en la escuela de don Manuel. Se puso muy contenta cuando aprendí a leer y escribir y entonces me cogía en el colo y leíamos los nombres que había debajo de las fotos. Eran raros, pero aún me acuerdo de todos: Egipto, Aconcagua, el Coliseo, Venecia, Torre Eiffel con dos efes, la Puerta de Alcalá,... ¿Quiere ver a mi mamá? Tengo aquí una fotografía de ella. ¿Quiere?
Miguel no esperó la respuesta, pues tampoco era una pregunta. Metió la mano en el bolsillo interior de un lateral de la maleta y me puso en el regazo una foto en blanco y negro amarilleada por los años. Sus bordes aparecían dentados como los sellos, al hábito de otros tiempos, y en ella pude contemplar la imagen de una chica, casi una adolescente, de mirada lánguida y rasgos macilentos. Al darle la vuelta descubrí unas letras, escritas con pulso tosco e irregular: “A mi cachito de bida, a mi Cielo en la Tierra”. Y dentro de un corazón, “Bibe mis sueños”. No pude disimular una sonrisa a la vez tierna y triste. Con una caricia en la mejilla le devolví el retrato:
—Era muy bonita tu madre. Seguro que desde el Cielo te está mirando muy contenta de lo listo que has salido.
Toda su cara se transformó en una expresión de absoluta alegría:
—¿De verdad que lo cree?
—Pues claro, ¡anda que no presumirá allá arriba de hijo!
Casi con lágrimas de felicidad en los ojos, guardó devotamente la estampita en su lugar, alisó las ropas con esmero y cerró la maleta. La dejó a su lado sobre el banco y, de un brinco vivaracho, saltó al suelo. Bajó de la plataforma hasta las vías y se volvió hacia mí mientras hacía equilibrios sobre uno de los raíles, con los brazos en cruz:
—¿Sabe que en un sitio llamado Brasil hay una estatua muy grande de Jesús con los brazos así?
—Así es. Brasil es un país que está al otro lado del mar y al monumento le dicen el Cristo del Corcovado.
—¡Vaaaya! ¿Lo ha visto? —preguntó con ansiedad.
—Pues no —reconocí—. Pero unos amigos míos que han estado en Brasil dicen que es impresionante.
—¡Ah, no! —replicó divertido mientras bajaba los brazos, mirándome como sopesando si sería yo un poco tonto—. Digo el mar.
—¿El... el mar? Pues... sí. Ahora voy hasta Lisboa, que es una ciudad que está en la costa, en Portugal.
—¡Jopé, qué suerte! Mi mamá decía que es como si pusieran una sábana azul enorme como de aquí al horizonte y el viento le soplase por debajo. Pero todo con agua, claro.
—Sí, es algo así. La verdad es que es muy bonito.
—Cuando sea mayor, yo...
Miguel se interrumpió de repente, indicándome con el índice en los labios que guardase silencio. Bajó del riel y se agachó para poner las palmas sobre el metal caliente. Un par de segundos después estaba dando botes de contento mientras gritaba:
—¡El tren! ¡Ya viene el tren!
Efectivamente, un inconfundible pitido se dejó oír, precediendo a la aparición por el este de la locomotora, detrás del monte pedregoso del que surgía en curva el doble hierro. Se la vio llegar orgullosa, arrastrando tras de sí su camada de vagones, anunciando su llegada triunfal de reina coronada. Miguel se subió al pequeño andén para unirse a mí, que me había levantado y movía el brazo en lo alto para avisar al maquinista de nuestra presencia. Mientras el tren comenzaba poco a poco decelerar, miré al niño, que seguía saludando con una cara plena de ilusión y entusiasmo. Me puse en cuclillas ante él para despedirme:
—Bueno, Miguel. Ha sido un placer conocer a un chaval tan majo como tú. —Saqué una rubia del bolsillo y se la puse en la mano—. Toma, para que te compres unas canicas como las de Julito.
El chiquillo me retribuyó el regalo con una adorable expresión de asombro:
—¡Ooooh, gracias! Es usté mu amable.
Con un bufido de bestia resoplando, el tren se detuvo al fin. Vi como el revisor se asomaba desde los vagones del fondo, me dirigí hacia él y, antes de subir, miré otra vez hacia el niño, que se había sentado en el banco y agitaba su mano con la maletita sobre el regazo. Entré y busqué un compartimento con sitio junto a la ventanilla, del lado que daba al apeadero. Entonces pude ver como Miguel se levantaba y comenzaba a correr junto a los vagones. Intuí que me buscaba, así que bajé el cristal y asomé un brazo. Él me vio y se acercó a la carrera. Cuando llegó, el tren ya se había puesto en marcha con escándalo de metales y pito, así que en un primer momento no pude entender lo que me gritó. Acompañó el lento arranque del ferrocarril mientras seguía desgañitándose sin que yo pudiera oírlo. Parecía repetir una misma frase, poniéndose de altavoz la mano que no sujetaba la valija. Cuando ya el tren había acelerado demasiado para que Miguel pudiera seguirlo, se detuvo posando la maleta en el suelo y dibujando en el aire con sus manos la forma de un gran corazón. Sólo entonces llegué a comprender aquellas tres palabras que porfiadamente salían de su boca, cuyas líneas fueron desvaneciéndose con la distancia. Asomé medio cuerpo por la ventanilla y, con el pulgar en alto, le indiqué que su mensaje me había llegado. Bajó entonces él los brazos y dobló las rodillas para recoger su maletita. Mientras la sierpe ferrada me alejaba para siempre de Miguel, me quedé observando cómo daba la vuelta y empezaba a desandar los pasos que lo habían traído hasta el apeadero. Mañana, quizás, algún otro viajero ocasional lo vería acercarse entre los raíles con un silbido alegre en los labios y su pequeña maleta adelante y atrás acompañándolo.

Texto agregado el 19-08-2002, y leído por 739 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
16-11-2002 maravilloso. se me quedo un pedazo de corazon en la parada de tren. welip
 
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