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Cerré el grueso libro y lo dejé caer sobre la mesita de noche, junto a la lámpara que iluminaba mi pequeña y adusta habitación. Acababa de leer las últimas páginas de una novela en la que se narra una historia medieval ficticia que gira en torno a una iglesia gótica que sí existe en mi ciudad. Miré fijamente el techo, con una sonrisa esquinada dibujada en los labios, saboreando mentalmente la resolución final de la trama, identificándome con uno de los personajes de la novela: un tipo algo pesimista y con una perspectiva ligeramente amarga de la vida. Mis pensamientos fueron interrumpidos por unas voces sobreexcitadas: «¡Siii! ¡Siii! ¡No pares! ¡Nooo!», gritaba mi salvaje vecina, golpeando con sus manos la pared de su habitación que, lamentablemente para mí, daba a la mía. Viendo que la cosa no paraba, y desechando la masturbación como entretenimiento, salí de la cama, y, enfundado en mi pijama gris oscuro, me dirigí al comedor. Al comprobar que los gritos de la felina retumbaban por toda la casa, opté por poner un disco de blues para que amortiguara el griterío de la vecina en celo. Envidia insana tenía yo de aquel escándalo; no recordaba cuándo lo había hecho yo por última vez; triste y lamentable, pero cierto. Para disfrutar mejor de aquella música funeraria, me hacía falta la compañía de un whiskey con hielo. Me serví un generoso vaso de preciado y exquisito Cardhu, y lo bebí lentamente, sorbo a sorbo, sin prisas, ya que mi vecina parecía tener cuerda para rato. Gracias a la combinación del whiskey y de blues, pude evadirme y olvidar, por un rato, el apasionante mundo del sexo al que había sido inducido por aquellos gritos. Mis pensamientos se encauzaron, de nuevo, hacia la novela que acababa de leer. En aquel preciso instante resolví que, al día siguiente, visitaría la iglesia gótica; de hecho nunca había entrado en ella, sólo la había visto desde fuera. Tomé el último trago y bajé la música para comprobar que, gracias a la divina providencia, mi vecina había sido saciada satisfactoriamente –o quizás la habían dejado a medias; nunca se puede saber con total certeza algo así–. Lo que era seguro es que ya no rugía, por lo que pude volver a la cama con la intención de dormir la mona y con una idea clara en mi cabeza: al día siguiente, visitaría la iglesia.

Me levanté con una sensación de mareo que me alarmó en un primer momento. Sentándome en el borde de la cama, sentí un zumbido molesto en mis oídos. Beber y meterme inmediatamente en la cama no me sentaba muy bien. Subí la persiana y una molesta luz matinal se filtró a través de los sucios cristales de la ventana. Si hubieran estado limpios, dicha luz me hubiera cegado durante un buen rato. Eran casi las doce de la mañana de un sábado; mi día favorito de la semana.
Salí al filo de la una, dejando en mi casa el aroma del café que acababa de tomar. Cogí el metro para llegar al centro antiguo de la ciudad. Los vagones iban bastante llenos; las compras movilizaban a un gran sector de la ciudadanía, y los turistas acababan de completar el paisaje humano que desde allí podía divisar. Un hombre de mediana edad, con mirada huidiza, pasando sus manos por debajo de la americana que asía sobre sus brazos, intentaba, disimuladamente, alcanzar mi bandolera que reposaba sobre mi costado. «¡Parece mentira! ¡Antes sí que eran profesionales! ¡Pero ahora! ¡Qué vergüenza! ¡Hasta un niño se da cuenta!», grité a voz en cuello, llamando la atención de todos los pasajeros que me rodeaban. El patoso ladrón huyó rápidamente por entre la multitud. Una mujer con aspecto de profesora de inglés negó con la cabeza, mostrándome con una sonrisa, sus perfectos dientes blancos. Resoplé sonoramente y comprobé con un vistazo mi bandolera. Seguía cerrada y en perfecto estado.

Frente a mí, la iglesia gótica, iluminada por los rayos melancólicos de un sol de otoño, me daba la bienvenida. Muchos turistas que allí se congregaban, llevaban bajo el brazo el mismo libro que yo había acabado la noche anterior. Alcé la vista y contemplé con detenimiento el gran rosetón que, por encima del pórtico, quedaba encajado entre los contrafuertes. El sonido estridente de un timbre hizo que desviara la vista hacia un ciclista que, como Dios lo había traído al mundo, circulaba parsimoniosamente a pocos metros de donde me encontraba. La gente observaba, entre risas y chanzas, al arriesgado ciclista que parecía no tener en cuenta las temperaturas otoñales. Un escalofrío me recorrió el espinazo al verlo, eso de sentarse desnudo en un sillín de bicicleta me resultaba no sé si incómodo o de mal gusto. Volví mi vista hacia la puerta principal de la iglesia y dirigí mis pasos hacia ella.
Una vez en el interior, me percaté que los fieles que se reunían allí eran probablemente minoría. Gran parte de las personas que pululaban por el interior del templo andaban con aire despistado y con el cuello torcido a cada momento, admirando los pilares, los grandes ventanales, las fantásticas bóvedas, y un sinfín más de elementos arquitectónicos. Un hombre grueso, con cara de carnero, dirigía su mirada hacia el presbiterio mientras hojeaba el mismo libro que yo llevaba en mi bandolera. Paseando por el interior del templo, pude constatar que prácticamente todo el mundo asía en sus manos el mismo libro.

El sonido de un impresionante órgano tubular del siglo XVI llenó de música la iglesia. El olor a incienso era intenso y penetrante; cientos de pequeñas y oscilantes llamas ardían al compás de las notas de aquel magnífico y singular instrumento construido probablemente a medida, aprovechando la fantástica acústica del templo. Con las notas litúrgicas de compañía, fui flanqueando algunas capillas hasta que, una vez llegado a la altura del presbiterio, me encaminé hacia una cripta que se encontraba debajo de éste. Empujado por la curiosidad, descendí unos escalones de piedra y entré en una pequeña sala semicircular acondicionada para la celebración de liturgias íntimas. Entre los bancos de madera que allí había, una pareja ajena a todo lo que les rodeaba se besaba apasionadamente, ante la mirada silenciosa y agonizante de un cristo crucificado tallado en madera. En la parte posterior de la sala, casi oculto en la penumbra, apareció ante mis ojos un confesionario de madera oscura. Me acerqué al pequeño habitáculo y acaricié su cortinilla de raso morado, imaginándome a un sacerdote en su interior, escuchando, a través de la rejilla, las confesiones de algún cristiano temeroso de Dios. Un impulso infantil –si se le puede llamar así– hizo que me metiera en aquel artilugio de madera y que me mantuviera a la espera de la llegada de algún hipotético fiel, deseoso de confesar sus pecados.
En el interior del confesionario, sumergido en una total oscuridad, perdí la noción del tiempo. El único sonido que me acompañaba era el del órgano, que con notas hipnóticas, cargaban de música el aire el templo. Nadie parecía necesitar confesarse aquel día, lo que hizo que mi espera fuera cada vez más aburrida, provocándome que entrara en un estado de duermevela.
Unas voces enérgicas y amenazantes me desvelaron. Retiré ligeramente la cortinilla y miré al exterior; para mi sorpresa, pude ver como una especie de fraile, cuyo rostro mantenía oculto bajo una capucha, vestido con túnica negra, amenazaba con una porra a la pareja que había visto antes besarse. La chica se negó a obedecer al “fraile”, y éste le propinó con el puño, sin compasión, un golpe en la mandíbula. Ella lloraba desconsoladamente mientras su pareja la asía con sus brazos. El joven miró con furia al “fraile”, y cuando parecía que iba a lanzarse sobre él, otro “fraile” apareció a sus espaldas y sacudió con su porra el cráneo del chico, quien cayó desplomado al suelo. Mientras esto sucedía, gritos provenientes del templo se entremezclaban con la música del órgano. Aterrorizado por lo que estaba sucediendo, contemplé desde la penumbra del confesionario como uno de los “frailes” se llevaba a cuestas, como si fuera un saco de patatas, al joven inconsciente, mientras que el otro “fraile” empujaba a la chica con su porra, indicándole la dirección que debía tomar para salir de de la cripta.
Permanecí quieto, sin mover ni un músculo de mi cuerpo, en el interior del confesionario, escuchando los gritos que provenían del exterior de la cripta. No sabía que hacer, estaba asustado.
Pasaron los minutos y mis oídos dejaron de escuchar los gritos; ahora sólo llegaba a mis tímpanos el cadencioso sonido del órgano. Sigilosamente pasé la cortinilla y observé que en la sala no había nadie. Con temor y lentamente salí del confesionario. Atravesé la sala y ascendí los peldaños de la escalera de piedra y salí de la cripta con cautela, comprobando que no hubieran moros en la costa –o mejor dicho: “frailes” –. Apoyé mi espalda en la fría pared de un lateral del presbiterio, justo al lado de la entrada a la cripta. En aquel momento el órgano dejó de sonar y un silencio sepulcral se apoderó de la iglesia. Tragué saliva, despacio, intentando no emitir ningún sonido que me pudiera delatar. El silencio fue rasgado repentinamente por el tono solemne y, a la vez, empalagoso de un hombre que iniciaba un discurso:
–Hermanos, no os asustéis y calmaos. No debéis temer nada. Estáis en la casa del Señor y él os protege. Hoy es un gran día para vosotros, la Fe os guiará por el correcto camino…
A medida que el discurso fue avanzando, yo fui rodeando con cautela el presbiterio, hasta que pude contemplar los bancos repletos de gente amordazada, con los ojos y la boca cubiertos por vendas negras. Varios “frailes” flanqueaban el altar mayor, mientras otros, en parejas, se movían entre los presos, inyectando alguna sustancia en sus cuellos por medio de unas jeringuillas. Me puse en cuclillas y contemplé la grotesca escena. Una vez todos los amordazados fueron inyectados, el discurso finalizó y el órgano volvió a sonar. Los “frailes” empezaron a quitar los vendajes y mordazas de aquellas gentes. En ese momento se inició un nuevo soliloquio con el mismo tono solemne y cargante que el anterior, sin que yo, debido a mi posición, alcanzara a ver al orador:
–La Fe inyectada en vuestra alma os empujará a ser fieles siervos de nuestro Señor. Vosotros empezáis hoy una nueva vida. Ahora vuestro cometido es esparcir por el mundo la palabra de Dios…
El discurso sólo podía haber sido redactado por algún loco enfermo. Pero para mi sorpresa, contemplé como aquellas gentes, ahora libres de sus mordazas, escuchaban con gran atención las palabras del orador; muchos empezaron a llorar de emoción, poniéndose de rodillas. Después de más de una hora de discurso, el orador ordenó que se abrieran las puertas de la iglesia y despidió a los presentes.
Aproveché ese momento para escabullirme entre la muchedumbre. La gente salía de la iglesia sin hablar, con los ojos inyectados en sangre y el rostro empalidecido. Intenté hablar con alguna de aquellas personas, pero me ignoraban, estaban como hipnotizadas. Cuando ya me encontraba en la calle, vi a una pareja cogidos de la cintura que se alejaba. Era la pareja que antes había visto en la cripta. Corrí y me planté frente a ellos.
–¿Estáis bien? ¿Qué ha pasado ahí dentro? –pregunté.
–Sí, estamos bien –respondió ella indiferente– ¿Qué ocurre? –inquirió extrañada.
–¿Qué ocurre? ¡Os han amenazado, os han golpeado, amordazado…! ¿Os parece poco? –pregunté en el colmo de mi asombro.
–¿De qué está hablando? –preguntó el chico con cara de sorpresa– Acabamos de visitar la iglesia, somos unos fieles devotos de Dios. ¿Es un crimen eso?
Me quedé de piedra, torciendo la boca, sin responder a la pregunta del muchacho. La pareja continuó su camino, dejándome allí tieso y mudo, en medio de la calle, bajo la luz otoñal de un sol que empezaba a ocultarse tras los edificios. Negué fatigosamente con la cabeza y saqué el libro de mi bandolera. Observé con atención sus tapas, intentando encontrar en ellas una respuesta a lo sucedido. Alcé de nuevo la mirada y el sol había desaparecido, la penumbra se cernía sobre la ciudad y el alumbrado público empezó a funcionar. Inicié mi camino de vuelta a casa hundido en un mar de conjeturas. Ya en el metro, hojeando la novela, una sospecha empezó a fraguarse en mi cerebro cuando las notas de un acordeón me sacaron de mi embeleso. Un gitano enjuto, de pelo ralo y tez enfermiza tocaba el instrumento, en busca de algunas monedas. Guardé el libro en mi bandolera y miré a través del cristal la oscura negritud del túnel.

Texto agregado el 10-11-2008, y leído por 127 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
10-11-2008 Muy buena narración, bien llevada, excelente ambientación. Disfruté mucho de tu texto. Saludos. Jeve. Jeve_et_Ruma
 
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