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La Joven Embajador

Aquellas campanas lejanas y llorosas tañían sin prisa, fragmentando el nostálgico aire viciado de cenizas de la vieja ciudad.
El sonido claro e intacto se desplazaba de tejado en tejado, despertando al tiempo dormido y oculto del otro lado de nuestros sueños.
Aromas de tintas melancólicas de poetas; y perpetuas fragancias de acuarelas bohemias, dueñas del paraíso, evocaban los fantasmas medievales, aquellos que habitan en las calles milenarias, cruzando el arco, pasando el puente ahí, dónde se detuvo para siempre la magia, bajo ese cielo de ausencia colmado de tristeza.
La joven acurruco en sus ojos el perdido pasado de nuestros días e invento esa mañana, corrió lentamente el oscuro manto de la noche, sin olvidar el rayo de la luna, cómplice de su corazón.
Desde el momento, que reveló a este el misterio del suspiro, cediéndole su trono de luz camino a ese primer beso, el que imagino murió de amor en sus labios.
Entre sollozos de violines y tenues acordes de jilgueros recorrió la ciudad como una golondrina al final de primavera, presta a partir.
La sombra de sus pasos se perdía inevitablemente por esos caminos antiguos, donde la voz se levanta, echa a andar, y se hace poesía, por esas calles de piedras impregnadas de rocío, que fueron tejiendo en cada una de las esquinas, transparentes lagrimas posadas en sus pies, como brillantes cristales crujientes de ternura.
En las cúpulas desnudas de iglesias y castillos, se enredaban los velos del otoño.
Humeaba la niebla en el éxtasis puro de las artes, los puentes cercados por dioses de
piedra gastaban sus ojos mirando pisadas que iban y venían, y aguardaban en vano aquellas otras que ya nunca volverían.
El sol tibio de aquel óleo praguense la vio partir y desde entonces la espera. Por más que duela el frío del invierno, o que el agua desbocada inunde su tierra, este no tornara su puerta hasta volver a tenerla en el lienzo de donde sé ha ido.
Como la brisa fresca que arrastro en su sonrisa de niña, atravesó el mar. Una flor de pronto, abriéndose en el viento...
Miró el paisaje de sus manos en silencio. Después, cerrando sus pupilas húmedas de recuerdos, presintió el rumor eterno y monótono de pequeñas historias de viajeros del ayer, los que siempre la aguardaron en el diáfano e interminable cielo azul del sur del mundo.
El sonido de las ráfagas del viento, que a las márgenes del río de La Plata se dilataban; y la angustia permanente de aquel imperceptible llanto desterrado del viejo Bohemio, que quedó atrapado entre sus aguas el día que quiso regresar a su pasado, rompiendo sus alas contra el muro que se alzaba e impedía que volara a encontrarse con sus tardes lentas e inocentes de niño.
Tardes en las que asomado a la ventana azul de su cuarto, absorto en su alegría, contemplaba sobre el ancho campo que verdeaba, aquellos ciruelos en flor y esos almendros rozados, que había amado tanto, y que luego en su sentido dolor del primer adiós dejo al cuidado de los duendecillos de la imaginación, en la amplia línea armoniosa del horizonte, poco antes de la guerra.
Y aquel otro Moravo que supo de soledades...
Pudo encontrar en el valle de mi pueblo el refugio y la esperanza.
En gratitud, ofrendó a la tierra polvorienta su piel blanca, su sudor a los surcos sedientos y sus manos encallecidas se hundieron en cada hilera de viña, sintiéndose unido a los rojizos racimos de las viñas, por el profundo frío que dejaban las estrellas y el impiadoso fuego de las llamas de las siestas.
Una acequia más sonora que las otras le trajo la añoranza, como el crepúsculo les trae a los pájaros la imagen de sus nidos, un destello en el azul de sus ojos cerraba aquella tarde.
Buscando respuesta, alivio, consuelo:
Elevó su mirada a lo alto de la cumbre, cerca del cielo, cerca de Dios; donde se acoplan la mañana y los cóndores en aludes de luz y de blancura, donde vuelven claras las almas más queridas a encontrarse con la extensión más definida de los silencios de amistad, ahí descubrió en un oasis de nieve como el agua se alejaba de su fuente, de la misma manera que él cuando se fue de su patria.
Igual que su vida, esta bajaba murmurante y decidida por los brazos frescos del río, por los cauces curvos de rocas talladas, libre, clara e ilusionada, en busca de la amarilla dulzura de los álamos y el cobrizo paisaje de su claro sol poniente, abrazada en llantos y risas al solitario viento de montañas, a prenderse para siempre en la existencia sublevada del surco y la simiente de las parras, como la sangre de este Checo en el alma del vino.
Ellos, esperaban a la joven...
Al llegar, su mirada inconfundible se percibía a la distancia, como el mar que atesora en el color de sus ojos, como el césped húmedo de verano, en una orilla inalcanzable.
De su boca florecían las palabras con un tono particular, dulce, plástico y melódico, y al recorrer el infinito aire del silencio, acariciaban nuestros oídos como un canto torrencial, como el eco en la montaña, como la lluvia venidera en los campos sedientos, como el rayo que en cielo se deshace, en la melancolía pura de su propia belleza.
De un alma traslucida, tocada con la virtud de los grandes, que aunque ocupen escenarios y estén siempre rodeados de aplausos, nunca pierden el contacto con el suelo; ahí, dónde camina la gente, donde no se compra ni se vende la amistad ni la esencia de la vida.
Su delicada sencillez nos fue cubriendo lentamente, como una nube formada a nuestro tamaño, en un océano de sangre que nos une decididamente de un modo continuo e imperceptible, como un torrente cargado de historia que incesantemente se mueve en nosotros y se combina con lo que nos es propio, para constituir aquello singular, no repetido, que somos en cada acto de nuestra vida.
La joven, después de cumplir su misión, colmar de pasión todo cuanto tocó y amar este antepasado que circula por las venas, este río púrpura rugiente que nos arrastra encarnizadamente en su corriente desde el primer llanto, en el imperioso reino que extendemos hasta la eternidad en la memoria, guarda hoy la llave del sentimiento que nos une y empieza a caminar los pasos del regreso. La semilla de su sueño hoy es planta en nuestra tierra, si sabemos cuidarla será un árbol que nos queda.
Un árbol y nuestras vidas en las raíces, polo en potencia de un verdor profundo, donde quizás mañana veremos en su retoño los rostros que hemos tenido antes que se deshoje la vida y el alma se quede desnuda entre verdades.
La joven se va, de las manos, de las miradas, de la Argentina.
No del alma, junto con la soledad de una lagrima sincera que la despide, a las tímidas huellas de dormidos senderos, a oler en esa rosa melancólica y pura todo el bosque que se entristece en el otoño bohemio, el que arde perdido en su corazón.
El amor en todas sus formas, cuando menos lo pensamos, se nos viste de ausencia.
Gracias Edita, por inventar aquella mañana.
Claudio

























Texto agregado el 10-11-2008, y leído por 77 visitantes. (0 votos)


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