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Inicio / Cuenteros Locales / charlieson / La foto más triste que he tomado

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Eran cerca de las 6 de la tarde. El sol caía y se ocultaba dentro de una incesante ola calurosa del último verano que me tocó vivir. Lima, la ciudad que me acogió toda mi vida, hoy deja de brillar para mí. La recuerdo con mucha añoranza en mis sueños, en mis pensamientos y en mi corazón. Se podría decir que es una de las pocas o única capital del mundo que tiene una vista privilegiada antes de que se haga de noche. Adoraba subir al tejado de mi casa y contemplar ese majestuoso momento, lo disfrutaba con mucho placer: mis ojos se llenaban de alegría, era una de las cosas más bellas que había visto. Es por esa razón que decidí ser fotógrafo y registrar con mi lente todo lo que me pareciera digno de retratar y expresar. Una fotografía es mejor que escribir 2000 párrafos con redundancias y sandeces, que la verdad hace perder el tiempo en vano.

Mi historia cambió cuando tenía 27 años, aproximadamente. Un día de invierno, luego de haber tomado diversas fotos para un reportaje en el medio donde trabajaba, decidí ir por un trago, que aplacara el agotamiento que sufría, a un bar barranquino que frecuentaba. Ahí conocí a Helena, quien se convirtió en mi novia. Ella era muy sociable y le gustaba bailar cualquier música con tal de mover los pies. Esa noche fue curioso cómo nos conocimos. Yo ya estaba de salida y ella bailaba cerca de mi mesa; con el cúmulo de personas que había, derramó, sin querer, el vaso de vodka que portaba, encima en mi saco.
- Tienes que tener más cuidado, le dije.
- Si, ‘sorry’, déjame limpiarte, me respondió asustada.
- Ya, olvídalo, le respondí.
- ¿Cómo te llamas?, le pregunté para entrar en confianza Y calmar sus nervios.
- Helena, me dijo, mientras seguía secando mi saco y acariciaba mi mano.
- ¿Y tú?, me repreguntó.
- Guillermo, pero dime Willy.

La noche se comportaba distinta a lo que pensaba que iba a durar. Conversamos, bailamos, tomamos y la llevé a mi casa, la hice pasar, hicimos el amor; fue una noche increíble a su lado. Ambos quedamos contentos y nos tomamos una foto a la mañana siguiente. La llevé a su casa, pensaba en ella todo el día, la llamé y salimos esa noche también, luego del trabajo. La foto de los dos la coloqué al pie de mi velador y la veía cada mañana; me había enamorado de ella como cuando de niño lo había hecho con las tardes de verano.

Mi álbum de fotos registraba otro acontecimiento importante en mi vida: Helena ocupaba todas las páginas. Me obsesioné mucho con ella, ya no hacía fotos a paisajes o a la caída del sol. Quería tenerla en todos los rincones de mi cuarto: pegada en la pared, en el techo, en el baño, ventanas, en donde fuera; para que sea mi luz guía, de la buena suerte y protectora. Meses prodigiosos a su lado. Eran las mejores fotografías que había tomado.

Siempre buscábamos pasar el día juntos, a pesar de que cada uno tenía mucho trabajo. Iba a su trabajo a esperarla e irnos a almorzar juntos. La recogía a la hora que salía. En cualquier espacio que me daba, la llamaba y le decía lo mucho que la quería, lo imposible que podía llegar a hacer por ella; estaba perdidamente enamorado, no tenía opción, mi corazón le pertenecía.

Para semana santa, decidí llevarla a mi casa de playa en Máncora. Ahí nos encontramos con otro grupo de amigos que fue con el mismo fin que nosotros. Disfrutamos tres días de intensa diversión. La libertad se asociaba con el descaro. Nos tomamos muchas fotos registrando todo nuestro amor, donde el sol era testigo de esa unión entre los dos. Me dieron ganas de decirle que se casara conmigo, pero decidí esperar nuestro regreso a Lima para hacerlo con más tranquilidad.

Llegamos de noche, entre risas y besos. Fuimos a mi casa, no queríamos que su mamá se despertara, porque era de madrugada. No podía estar tranquilo, quería ver las fotos y llevar a mi mente esos recuerdos que hacía poco se dieron. Esperé que Helena se durmiera para bajar a mi laboratorio y revelarlas. Tenía mucho sueño, pero mi curiosidad y obsesión me hizo seguir ahí abajo. Mi mirada andaba de lado en lado. En eso, sentí que mi pierna se había rasgado con un clavo que andaba en un lugar equivocado, retrocedí bruscamente y me tropecé con la repisa que estaba detrás de mí y me resbalé con el impacto que generó. Tirado en el piso, subo la mirada para ver lo que había botado y el ácido con que les daba vida a mis imágenes me traicionaba y me caía en los ojos, provocando un ardor incesante. Gritaba de desesperación, me movía de un lado a otro sin poder hacer nada, tan solo sufrir. El mundo se me venía abajo. Helena escuchó a lo lejos mis quejas y corrió en mi auxilio. Me llevó a la clínica más cercana y el cirujano de turno se acercó a ella después de 3 horas que me encontraba ahí y le dijo: lo siento señorita, su novio ha quedado ciego. Ella lloró amargamente, sola en la esquina de un pasillo donde se encontraba. Esa noche presencié la fotografía más difícil que me había tocado vivir.

Pasaron dos meses de lo sucedido, me dieron de alta, mi madre me llevó a mi casa en medio de tinieblas. Todo era distinto para mí, sólo podía ver un umbral oscuro en el horizonte lleno de neblina opaca. El único consuelo que me quedaba era Helena, mi esperanza de luz que me motivaba a sobrepasar ese cruel momento. Postrado en una silla de ruedas, una tarde de tantas, mi oído escuchó la voz cortada de ella, me dejaba las llaves de la casa encima de la mesa, me dijo, y que si necesitaba algo le dijera a mi madre, ya que no podía seguir conmigo, “sería un golpe muy duro en la relación”. No podía contener las lágrimas y apreté fuertemente un pañuelo que llevaba entre mis manos y me quedé solo. Viajó a Buenos Aires, a la casa de una amiga, debido a que no podía soportar permanecer cerca de mí. Mi álbum de fotos se manchó con su traición.

Pasó un año de su partida. Visité al médico que me operó la primera vez y me dio la agradable noticia que la herida había madurado y que en un mes me volvía a operar. Mis esperanzas de seguir siendo fotógrafo regresaron. Sin embargo, la herida que Helena dejó en mí no tenía cura. Un 25 de mayo recobré la vista; mi madre, que siempre estuvo al pie de mi cama, tenía los ojos hinchados de tanto llorar y sufrir por mi culpa. Ese día descubrí que era la única persona en quien debía confiar a ‘ciegas’, que nunca me fallaría ni dejaría. Es la imagen más leal y noble que he podido captar con mi lente.

Retomé mi empleo en el medio donde trabaja. El editor me recibió con los brazos abiertos y me dio ánimos para seguir adelante. Volví a retratar lo que mis ojos, mis nuevos y renovados ojos, veían, ¡que emoción sentía!; en ese momento aprendí a valorar lo importante que era el sentido de la vista para el ser humano. Por esos días, Argentina no pasaba por un buen momento político y la prensa local necesitaba estar presente en la noticia que daba que hablar. Mi situación económica había bajado y necesitaba el dinero que me ofrecían por viajar y tomar fotos, a pesar de que no quería, porque sabía que Helena estaba allá. El destino hizo que nos reencontráramos, yo me encontraba en medio de una protesta con mi cámara y ella huía del lugar para que no le sucediera nada. La divisé a lo lejos y corrí desesperado. Ella se quedó sorprendida y anonadada con sólo verme. Nos sentamos en un parque a conversar y a pedirle una explicación: por qué me abandonó cuando más la necesitaba. Lloró, no sabía qué decir. Pensaba que yo me iba a quedar de por vida ciego, pero nunca se imaginó una pronta recuperación. Sonó su celular y era su marido. Se despidió de mí y me pidió que me alejara y nunca más la vuelva a buscar. Corrió a la esquina donde se encontraba la camioneta con su esposo, su suegra y un bebé en brazos: era su hijo. No tenía nada más que hacer en ese lugar. Regresé a Lima con el material que había recopilado en mi estancia en Buenos Aires. Me pagaron lo que ofrecieron y premiaron mi informe como el mejor foto-reportaje de ese año. Elogios por todos lados, pero dentro de mí sabía que no compartía ese sentimiento de alegría.

Ahora tengo cerca de 60 años, vivo en Miami, pero regreso cada 3 meses a Lima, para ver cómo ha cambiado. Me casé, tengo dos hijos. Nunca antes había contado este suceso que marcó mi vida. No quería que tenga difusión por lo grave que fue. Pero ahora que estoy viejo y las críticas no me afectan, quiero pronunciarme. Le debo mucho a la cámara, porque sin ella no sería lo que soy ahora, pero también me hizo sufrir mucho. Todo suceso que me marcó, lo consideré una foto, las cuales llevo dentro de mi álbum cerebral. Y hoy, frente a esta maravillosa vista que siempre me da la caída del sol en épocas de verano, puedo decir que mi vida es una fotografía que puede tener momentos difíciles, pero también hermosos como el que estoy presenciando en estos momentos en el tejado de mi casa.

Texto agregado el 14-11-2008, y leído por 186 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
14-11-2008 buen texto un abrazo grande y mis 5 estrellas sapoeta
14-11-2008 velocidad djtiesto
 
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