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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / Historiales clínicos de la vampira. Muñeco vudú.

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Massei escuchó voces antes de poder abrir los ojos. Creyó estar en medio de una multitud. Le pareció que un foco potente hería sus párpados, pero al acostumbrarse al resplandor abrió los ojos y vio que se trataba de un par de vehículos. Estaba acostado en la pinocha, en medio del campo, con Lina a su lado, atada. Vignac estaba hablando por celular y el Tano los vigilaba con una jeringa en la mano. Sentada en la camioneta abierta, una mujer los miraba con disgusto.
Habían recogido a sus compañeros, incluso al muerto, y los habían guardado en la camioneta. Tuvieron la suerte de partir un minuto antes de que llegara la policía. El jardinero tenía celular y las dueñas de la mansión habían podido pedir ayuda con él.
Vignac estaba histérico pero Lucas no llegaba a entender lo que decía; terminó la llamada y le dijo algo a la médium. Esta se les acercó con un gesto siniestro. Llevaba en las manos un muñeco de cera, tan apretado que le escurría aceite entre los dedos. El Tano se levantó y Lucas sintió un malestar en el cuerpo, una náusea incómoda.
Salvo por el muñeco vudú, la mujer que ya no traía el velo, parecía una simple ama de casa. De pronto, entró en trance con sus ojos en blanco, poniéndole la piel de gallina. Lucas trató de moverse, pero no logró hacerlo. La mujer empezó a murmurar por lo bajo, haciendo eco del cántico que entonaban en el cuarto oscuro, lleno de humo, frente al hospital.
–Alguien con verdadero poder chamán, mágico, colocó un hechizo sobre este hombre –le explicó Vignac al aturdido mercenario, que se había apartado de la escena asustado–. El doctor viene de una familia con conexiones, y recién invadimos su propiedad. Así que para librarnos de la policía, le vamos a echar la culpa de todo. La única forma de salir limpios es que lo encuentren metido hasta el cuello en mierda –aunque preferiría consumar su venganza con sus propias manos, se dijo Vignac.
Lucas se vio sosteniendo un machete y una voz en su cabeza le decía: húndeselo en el corazón, es un vampiro. Aferró el mango y lo alzó por encima del cuerpo desmayado de su paciente. ¿Odiaba a esa mujer como para matarla? No, no le agradaba mucho, antes desconfiaba, y ahora tenía la certeza de que podía ser una psicópata, pero... ¿no era médico, salvaba vidas, curaba? Aunque para proteger a los demás, esa peligrosa mujer debía ser eliminada. Titubeó apenas un segundo y luego abatió la hoja sobre su pecho.
Parpadeó, asombrado. Algo lo detenía en su intento. Lina había abierto los ojos de pronto y le clavó un pie en su tórax antes de que el filo mortal le cayera encima.
–¿Cómo? –exclamó el Tano, porque le había puesto tranquilizantes como para tumbar un buey.
–Tengo un metabolismo rápido –replicó ella, empujando al doctor de una patada y saltando para ponerse en pie–. Hace rato que los estoy escuchando...
Aunque tenía las manos esposadas en la espalda, el Tano y aun Vignac dudaron antes de atacarla, tanta energía rebozaba. La única que no flaqueó y siguió impasible fue la médium. Lucas se abalanzó nuevamente sobre Lina, el machete zumbando al cortar el aire, y los otros se salieron de su trayectoria. Ella retrocedió de un salto, giró al tiempo que él hundía el metal en su espalda, y se corrió apenas lo suficiente para que le cortara las esposas. Liberada, se volvió y atajó su antebrazo, lo que arrojó el machete al suelo.
Desorientado, Lucas sintió que alguien lo alzaba, y flotaba. De pronto, estaba en el techo de un vehículo, desfallecido. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Qué hacía ahí?
–¡Quieta o lo mato! –gritó Vignac, y Lina soltó al mercenario.
Había pensado en deshacerse de la basura antes de dedicarse a su enemigo. Pero Vignac tenía el muñeco de cera en la mano y amenazaba romperlo. ¿Tendría algún efecto en Massei? Trató de recordar las cosas que le contaba su padre. No sabía nada de vudú. ¿Sería verdad? Vignac sonreía, complacido. De pronto, Lina cambió de expresión y decidió atacar de todos modos. Él quebró el muñeco y empuñó su pistola. Ella lo esquivó a la vez que el aire explotaba en disparos. Las balas agujerearon la camioneta, rompieron un farol; ella saltó a la combi, tomó al doctor y se sumergió en la oscuridad. Vignac iba tras ella, disparando al azar hasta vaciar el cargador.
–Es un demonio –murmuró el Tano, pasmado y decidido a renunciar a este trabajo en cuanto volvieran a la ciudad.
Veía pasar las ramas y las estrellas como borrones blancos y negros. Lina lo llevaba recargado en sus hombros, él trataba de hacer responder a sus torpes pies. Pronto pudo respirar libremente y su mente se aclaró. Comenzó a sentir el aire helado de la madrugada y el perfume limpio de los pinos. ¿Dónde se habían ido los asaltantes, y la bruja sin ojos?
–Déjame... –susurró con una voz ronca como si hubiera bebido. Tiritó, cansado, y Lina lo dejó sentarse en una roca hasta que se recompusiera–. ¿Dónde estamos? –la miró, estaba extrañamente fresca, animada.
–No me pongas esa mirada, doctor. Ves que puedo defenderme sola. ¿Por qué no te quedaste en la casa? Ya estaría lejos...
–¿Si no me entrometo? Perdón, pensé que era injusto que cinco hombres armados persiguieran a una mujer –dijo Lucas con ironía, odiándola por el dolor de cabeza que tenía–. Además, te dejaste atrapar.
–Fue para no dejarlo solo... –replicó ella enfadada, y al instante se arrepintió de sus palabras que parecían traicionar un interés en su bienestar que no sentía.
Tarant siempre mantenía a su familia en un círculo cerrado de amistades. Hablaba de la sangre, de la tradición, del orgullo de su raza, le advertía que no se mezclara con los simples mortales. Vivía como una pequeña princesa con su padre y un puñado de sirvientes obsequiosos, en una casa ostentosa que subrayaba su linaje, su modo de vida. Luego vino la madrastra, y ella se alegró de tener a una mujer que le enseñara a divertirse, porque Diana era simpática, volátil, vana, presuntuosa, y daba toda la impresión de alguien que sabe pasarla bien.
Se estaba poniendo muy malcriada e insensible, y creía que así agradaba a Tarant, por eso se sorprendió cuando su padre trajo a Dimitri, un niño de la calle que recogió en alguna ciudad del este, y le encomendó que lo cuidara. Mucho tiempo después, su hermano le contó cómo se habían conocido. Impresionado por la apariencia distinguida de Tarant y pensando en alguna recompensa, le había devuelto un papel de su billetera, luego de recuperarla de uno de sus compañeros de pandilla. No se imaginaba que ese señor lo iba a adoptar y llevar al seno del lujo y las comodidades de su propia familia. Lina entendió un poco el carácter de su padre; altivo pero al mismo tiempo predicaba la gratitud y la reciprocidad, con todos.
–Lo siento –Lucas la sacó del recuerdo de los suyos. El sabor de la sangre los hacía tan presentes, casi podía tocarlos, olerlos. Ahora Massei podía caminar solo, tenía la voz clara y preocupada–. Yo... casi te mato. No sabía lo que hacía.
–¡Ah, eso! –Lina se lo tomó a la ligera.
Lucas se detuvo para encararla. Estaban al borde de la carretera solitaria.
–En serio. Tú... realmente, podías dejarme allá, y me ayudaste. Gracias.
–Es que... es la persona que me dio asilo en su casa, y me protegió aun cuando creía que estaba loca –Lina hizo una pausa y agregó–. Ahora que viste todo esto...
–No me preguntes si creo, estoy muy cansado para pensar. La noche fue larga.
Los policías, de vuelta de la mansión De Bouche, se asombraron al ubicar a los secuestrados en medio del camino, y los devolvieron a la casa. Sus tías habían hablado de un intento de robo, y los agentes comprobaron el corte de la alarma. Lucas confirmó todo y dejó para mañana las explicaciones. Aunque su espalda encorvada y extrema palidez daban cuenta de su tremenda fatiga mental y física, no pudo encontrar descanso en su cama. Cuando el cielo anaranjado anunciaba el fin de la noche, Lina cerraba los ojos con satisfacción y los demás dormían profundamente luego de la imprevista conmoción, mientras él paseaba por su habitación, lleno de dudas y temores.

Texto agregado el 30-11-2008, y leído por 105 visitantes. (0 votos)


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