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Tu cabello estaba susurrando en mi almohada al compás de tu respiración. Mis ojos estaban abiertos y sólo escuchaba los grillos. Un mosquito pasó junto a mi cabeza y traté de ahuyentarlo agitando la mano pero sólo conseguí incomodarte; entre sueños gruñiste algo antes de volver al silencio. Me levanté y caminé hasta la ventana.

La luna brillaba pálida y desganada, las hordas de mosquitos revoloteaban en torno al cristal cerrado, hacía frío y el ruido apagado de un motor le hacía coro al viento entre las ramas del almendro vecino. Suspiré. Miré al cielo y dibujé tu cara con las estrellas para guardarla luego tras los párpados. Sonreí.

Tu imagen disuelta en mi memoria jugó un rato con mis pensamientos hasta que ella apareció. Su mirada afilada y su mueca despectiva restallaron en mis ojos con violencia; abrí los ojos. Comprobé que no fuera verdad y ya más tranquilo me dirigí a la cocina.

Saqué algo de leche del refrigerador y la bebí directo del envase, avancé hasta el sofá y me dejé caer; recostado de lado comencé a pensar. Hacía ya un par de años que ella y yo habíamos terminado todo; la violencia con que me hubo arrojado el ramo de despedida vino a significar un rompimiento definitivo. No habíamos hablado desde entonces. Hasta el día anterior.

Cuando sonó el móvil con el tono personalizado creí que me lo había imaginado. Al primer sonido me supe equivocado.
- ¿Te acuerdas de mí?
- Ni cómo olvidarte. ¿Qué pasó?
- Estoy en la ciudad.
- Ah que chido, creí que seguías en Europa.
- Eso fue hasta el año pasado.
- …
- Ya en serio, necesito verte.
- ¿Dónde estás?
- Alcánzame frente al Sagrado Corazón.
- Llego en veinte minutos.
- O.K.
- Nos vemos.

Era la una con cuarenta. La ciudad estaba muerta y tú no ibas a despertar en unas horas.

Llegué al lugar. Ella estaba esperando bajo una chamarra militar al amparo del arco de la puerta.

- ¿Decías?
- Necesito tu ayuda.
- Tú dime.
- Ven conmigo.
- ¿A dónde?
- Tú arranca.

Conduje por la zona roja de la ciudad, en la frontera con la nada, cerca de la carretera a la capital. Nos detuvimos en el motel de siempre.

Sin una palabra, pasó.

Abrí los ojos y busqué la hora.

- Ya es tarde mujer.
- Yo me encargo.
- Es la primera vez que pagas.
- Es la primera vez que me vengo.
- Jaque mate.

La devolví al mismo lugar bajo el arco.

- Ponte la chamarra, hace frío.
- Mañana te hablo como a esta hora.
- Nos vemos entonces.
- Te cuidas.

El camino de vuelta transcurrió sin percances.

El día pasó igual que siempre. Llegué incluso a creer que había sido un sueño; pero al caer la noche la inquietud me sobrecogió.

El sofá siguió soportando mi peso y el de mis preocupaciones hasta que un olor familiar me hizo abrir los ojos.

- ¡Arriba osito! Ya está el desayuno y te toca llevarme a la escuela.
- Mmm…
- Jeje, dormilón.
- ¿Qué hora es?
- Las siete y media.
- Voy a bañarme.
- Te espero para desayunar.

Mi teléfono yacía junto a la almohada, sin ninguna llamada en el registro.

El día transcurrió sin contratiempos. A la mañana siguiente, al tomar el desayuno, leí el periódico. Una mujer había sido asaltada frente a una iglesia del centro. Un aparente forcejeo con el delincuente había desembocado en un asesinato accidental. El perpetrador se había dado a la fuga.

Texto agregado el 06-12-2008, y leído por 177 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
06-12-2008 Me agradó tu texto. Hay ciudades donde la vida no vale nada. ZEPOL
 
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