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Al mediodía, las sirenas de las fábricas anuncian con sus ruidos desafinados, que ha llegado el momento de una de las pocas cosas que los obreros han aprendido a querer con fervor: la hora del almuerzo. Con sus rostros sudorosos y risueños, miles de ellos dejan por unos minutos sus máquinas frías para saborear con deleite los platos calientes que le han traído sus madres, sus esposas o sus hijos.

A esa hora, respirando fatigado por el calor del verano, Raulito llega con el portaviandas a una fábrica de muebles donde su padre es empleado.

-¡Señor Harrington, ya llegó su sobrino!- grita el guardia de seguridad desde la torre de control.

De inmediato, un hombre gigantesco, rubio y obeso, sale de su oficina, va al portón de entrada con sus pasos de tortuga y recibe la comida que le ha enviado la madre de Raulito.

-¿Y qué hay para hoy?- pregunta, secándose la frente sudorosa con su pañuelo azúl.

-Guiso de Frejoles, tío- responde Raulito, con una ligera sonrisa.

-Ummm....delicioso, magnífico, sobrino- dice el hombre, con una expresión de placer en su rostro, oliendo con los ojos cerrados el portaviandas y se despide de Raulito dándole unas palmaditas en la espalda.

Y Raulito vuelve a casa tarareando las canciones de moda y le cuenta a su madre lo contento que se puso….“papá”

-¿Sí?, qué bueno, seguro que olió la comida- comentó ella, mientras planchaba la ropa.

-Sí, mami, como siempre, oliendo con los ojos cerrados- dijo Raulito, suspirando del alivio porque casi dice “tío” en vez de “papá”.
Y es que nunca le dirá a su madre, que el señor Charles Harrington, su padre, desde hace tiempo le obliga a que le diga “tío” y no “papá”. Eso la pondría muy triste.

Todo empezó cuando un día Raulito llegó con el portaviandas a la fábrica y el guardia de seguridad le dijo que entrara y le indicó cómo llegar hasta la oficina del señor Charles Harrington, quien no podía salir porque le dolían las piernas.

Raulito, por primera vez, ingresó a la fábrica y se sorprendió de la infinidad de enormes tablas de madera por todos lados. Cruzó por el comedor donde comían decenas de obreros y llegó hasta la puerta de la amplia oficina, donde su padre laboraba al lado de secretarias y empleados.

-Pasa, sobrino- le ordenó su padre. Y el muchacho, desconcertado porque le dijo "sobrino" y no “hijo”, avanzó tímidamente hasta el escritorio de él para entregarle el portaviandas con el suculento Arroz con Pollo.

-Qué guapo tu sobrino, ¿cómo se llama?- dijo una de las secretarias de modales amables.

-Raúl, mi sobrino Raulito- dijo don Charles y dijo muy despacito a los oídos de su hijo:

-No me digas "papá", por favor, o me despiden del trabajo. Aquí sólo permiten trabajar a hombres sin hijos, ¿entendiste?, no le cuentes de ésto a tu mamá.

Raulito, asintió moviendo la cabeza. Como buen niño educado, se despidió de todos, dándoles su manito inocente. Y con la diafanidad de su tierna voz, le dijo obedientemente a su padre:

-Hasta luego, tío Charles.

Desde entonces, así lo llama don Charles cuando el chico ingresa a la oficina. Aunque el verdadero motivo para obligarlo a que le diga “tío” era porque tenía verguenza del color de Raulito, quien había heredado la piel morena de su madre. Y así lo supo el muchacho, cuando cierta noche se encontró por la calle con el guardia de seguridad de la fábrica de muebles, quien andaba medio ebrio.

-Qué malo es tu padre. Decirte "sobrino", qué malo. Obligarte a que le digas "tío", qué malo. Sólo porque eres negrito, qué malo- repetía el guardia con su voz de borracho, abrazándolo para consolarlo, moviendo la cabeza en señal de desaprobación.

Pero Raulito no se hacía bolas. A pesar de todo, y sin saber por qué, él quería a su padre. A pesar de saber que sólo su mamá le compraba algún juguete en las navidades, pero nunca él.

Raulito sólo tenía cabeza para soñar con viajar. Viajar a esa selva que veía en sus libros. Esa selva llena de animales que aún no conocía. Conocer leones, gorilas, rinocerontes, serpientes, jirafas, elefantes, cebras, ¡uaau!, eso era lo que deseaba.

Y cuánta alegría sintió una noche, cuando escuchó a su padre comentarle a su madre que viajaría a la selva al día siguiente para traer madera con el trailer de la fábrica. Esa era su gran oportunidad. Apenas su padre terminó de hablar a su madre, se lanzó a los pies de él y le rogó que lo llevara a la selva.

-He sacado las mejores notas en la escuela y además, siempre he sido...obediente contigo.. papá.

Pero, por más consideraciones que le expuso, su padre se negó.

-Es todo un día de viaje, un viaje largo y agotador. Y sumamente peligroso- dijo finalmente su padre antes de irse a dormir, dejando a Raulito apenado, quien buscó consuelo en las faldas de su madre.

Al mediodía siguiente, don Charles Harrington, tres obreros y el chofer salían con el inmenso trailer de la fábrica rumbo a la selva.

Al anochecer, cuando atravezaban las cumbres de las serranías, tuvieron que tomar harto café para calentarse del frío que hacía por esa zona. Para don Charles, era la primera vez que viajaba a la selva. Aunque sabía que allí no existían los gorilas con los que soñaba Raulito, sintió un inocente deseo de ver y emocionarse con uno de ellos.

Pensó en Raulito y se lamentó de no haberlo traído. El muchacho que era tan obediente...

A medianoche, él y los tres obreros, dormían plácidamente. Toda la madrugada el chofer tuvo que soportar los atronadores ronquidos de ellos.

-¡Selva a la vista!- exclamó poco después del amanecer.

Todos contemplaron desde lo alto de una montaña, aún a muchos kilómetros, la verdosa majestuosidad de la selva.

Una cabecita asomó, entonces, bajo el toldo amarillo que cubría la parte trasera del trailer. Era Raulito, que se las arregló para meterse al vehículo sin que nadie lo descubriera. No iba a desperdiciar la oportunidad de conocer la selva y se arriesgó a colarse detrás del trailer. Si no era ahora, ¿cuándo sería?, quizás nunca.

Impaciente, quiso también ser testigo de aquel panorama fascinante. A lo lejos, le pareció tan enanitos aquellos árboles monumentales y milenarios. Se emocionó de pensar que ya pronto conocería a los chimpancés, a las panteras, a las anacondas… Luego, escondió la cabecita para que nadie lo descubriera.

A las pocas horas, supo que ya estaban cerca de la selva por el bullicio de los pájaros cantores. Estaba saltando de la alegría, cuando de pronto, escuchó el ruido ensordecedor de los frenos del trailer que querían parar el vehículo y no lo conseguían. Entonces, todo empezó a dar vueltas y vueltas. Entre los gritos de espanto de los pasajeros, reconoció los de su padre. Raulito se aferró a una baranda metálica hasta que terminó la volcadura…

Todo era silencio. Callaron los pájaros, seguro asustados por el repentino accidente.

Raulito, felizmente con apenas algunos rasguños en un brazo, salió arrastrándose y vió al trailer volteado patas arriba a orillas de un río.

-¡Ayúdame, hijo mío!- dijo una voz que le sonó hondamente hermosa a los oídos de Raulito. Era su padre, solicitándole auxilio. Y qué bello era escuchar que le dijera "hijo" y no "sobrino".

Presuroso, abrió como pudo una de las puertas laterales, sacó arrastrando a su padre que tenía la cabeza ensangrentada y lo echó sobre el suelo pedroso y húmedo. Vió que el chofer y los tres obreros yacían inconscientes dentro del trailer.

Su padre quiso decirle algo pero no le salían las palabras. Algo ocurriría en su cerebro que se quedó mudo.

-Voy a buscar a alguien que nos ayude. Vuelvo enseguida- dijo Raulito y empezó a trepar el barranco de diez metros de altura por donde cayeron. Al llegar a la pista, volteó para observar a su padre y vió horrorizado que un cocodrilo salía del río, con las intenciones de acercarse hacia don Charles.

-¡Noooooooo! ¡Largo de allíii!- gritó Raulito y bajó desesperado por el barranco. Agarró unas piedras enormes y, escudando a su padre, las lanzó contra la cabeza del animal. Este retrocedió algo y de inmediato quiso avalanzarse hacia ellos. Pero una lluvia de piedras lo hizo retroceder otra vez.

-¡Fuera de aquí, salvaje, nadie le hará daño a mi padre!- bramó Raulito, amanazándolo con una varilla de acero que encontró entre las llantas del trailer.

El chico astutamente, procuró llevarse al animal a otra parte para poner a salvo a su padre. Corrió hacia unas rocas y desde allí lo provocó.

-¡Ven aquí, rufián, ven que no te tengo miedo!- lo desafió y el cocodrilo se lanzó hacia él. Estuvo a punto de morderlo, pero un certero varillazo en el hocico lo detuvo. El animal rugió de la rabia.

Don Charles, respirando como un moribundo y con los ojos brillosos, aplaudía en silencio la valentía de su hijo, peleando como un guerrero contra ese animal para salvarle la vida. Y reflexionó: “Y pensar que fui tan.... y pensar que yo....." Cerró los ojos de la vergüenza y sintió una patada en el alma.

De pronto, la policía llegó al lugar y dispararon al aire. El cocodrilo, despavorido, se escondió en su río de siempre.

Los policías examinaron a don Charles y a los demás heridos, y por radio llamaron a una ambulancia.

-¡Caray, muchachito, pero qué coraje que tienes para enfrentarte a ese animalazo!- dijo uno de los policías, tomando el hombro de Raulito.

El muchacho se arrodilló al lado de su padre y sus labios se tiñeron de sangre cuando le besó la frente.

-Nadie te hará daño, siempre te defenderé, siempre- dijo Raulito y vió que los ojos tristes de su padre se ahogaban de lágrimas.

-¿No puede hablar?- preguntó otro de los policías a Don Charles.

El trató de sacudir la cabeza para responder que "no".

-¿Quién es él?- preguntó curioso el jefe de los policías a Raulito, al verlo abrazar con mucho cariño al hombre obeso y rubio.

Entonces, don Charles quería morirse en el instante que escuchó la respuesta de su hijo. Quería cerrar los ojos para siempre y quemarse en el mismo infierno por lo malo que fue. Por ese tonto orgullo de sentirse “blanco” y por haber despreciado a su propio hijo por el color de su piel. Por ese podrido corazón que escondía tras ese pecho grasoso…

-Mi tío Charles- había respondido, fiel y amorosamente, Raulito.













Texto agregado el 11-12-2008, y leído por 186 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
11-12-2008 Encantadora tu historia, narrada de una forma amena y tierna. Felicitaciones. 5* ZEPOL
 
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