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- Cómo que por qué no entré? Porque ella me lo había dicho bien clarito: “Si ves un auto rojo en la puerta, seguí de largo, nene”. Así me había dicho la tía Eugenia. Por eso no toqué timbre. Porque ella también tenía derecho a su intimidad. ¡Intimidad, si!. ¿Por qué no puede tener intimidad una mujer de casi 80 años? Por eso no entré. No pude haber entrado. Pero no me vas a entender si no me explico.

Tía Eugenia – yo la llamo tía aunque no lo sea porque la sangre no vale nada frente al afecto- se casó por primera vez siendo muy joven. El esposo se llamaba Esteban Ramírez. Era un reconocido coronel del ejército bastante mayor que ella; de destacada actuación en la Libertadora y declaradamente azul años después. El recién ascendido coronel había sido algo así como un protegido de mi abuelo, por entonces ya Brigadier; y sus recomendaciones habían resultado decisivas a la hora de evaluar el ascenso del oficial.

Al principio, la tía fue tan feliz como podía serlo cualquier muchacha desposada a finales de la década del ’30 por alguna de la clase de hombres con los que valía la pena casarse: estancieros o militares. La luz de la dicha duró poco, sin embargo. El tiempo fue pasando, y la sombra de su infertilidad – porque seguramente era ella la del problema; así le decían todos, menos los médicos a los que nunca visitó- fue creciendo en la alcoba de la pareja. Ella no sabe si fue por eso, o tal vez por los tiempos regados de metralla que corrían, pero lo cierto era que Esteban también había cambiado su carácter. De a poco se había vuelto violento, huraño y recluido. Le pegaba, claro. Pero eso era lo de menos. Las horas de encierro y angustia fueron miles en casa de la tía Eugenia.

Seis años más o menos duró el infierno de alcohol y de amenazas. No lo sé muy bien porque en esa época la tía no salía a la calle para nada. Las compras las hacía el personal, que para eso estaba; y el único indicio de que todavía existía esa mujer era el sonido de una radio por la tarde, sintonizada en su novela favorita. Ramírez, perdón, el flamante teniente coronel Ramírez, ni siquiera iba a saludar a mi padre, por entonces retirado; y seguramente creía que todo lo que tenía lo había forjado a puro mérito. Desde entonces ambos deseamos secretamente el peor de los destinos para un oficial tan indigno de su clase. La vieja admiración por el joven militar se había transformado en desprecio y culpa en el corazón de mi progenitor.

Una tarde de abril de fina lluvia horizontal, un humilde camioncito negro pasó a baja velocidad por la puerta de la casa de Eugenia. Nadie vio más que eso. Pero desde esa tarde, la casa no estuvo nunca más con la tía adentro. Con el tiempo supe de la historia del amor secreto, del escape con el camioncito sin parar la marcha, del abandono de todas sus cosas excepto una pequeña valijita con lo indispensable.

Sólo veinte años después volví a saber de ella. El exilio del desamor forzado había dejado huellas en su cara. Ya no era la adolescente enamorada sino la mujer que comenzaba a entender que las libertades no se consiguen a la sombra de ningún ser humano, ni siquiera de un esposo. Su nuevo amor – ya no tenía el camioncito- era un hombre desconfiado y discreto, pero buena persona por lo menos. Esto también lo supe después, porque la pareja, a pesar de volver al barrio, llevaba una vida de puertas para adentro. También supe que la tía al fin pudo concretar su sueño de ser madre de un varón medio poeta y demasiado inteligente llamado Alfredo. Por entonces ya habían pasado tres años desde que el Brigadier General Ramírez había sido reportado desaparecido en una misión de paz en un país sudafricano.

Unos meses después de la mudanza, empezaron las amenazas. Y el destierro en el propio hogar. Primero fueron gestos sutiles, como un hombre caminando varias cuadras detrás de ella. O llamadas telefónicas en las que lo único que se oía era el respirar de otra persona del otro lado del tubo. Después, fueron más claras: “Madre de terrorista, terrorista es” apareció escrito en la vereda de su casa un día. Y ella, que siempre había dicho “yo de política no entiendo nada” por fin entendió. La noche en que Alfredo no volvió, la vereda apareció escrita con pintura color rojo: “Comando Brigadier Ramírez. Por la justicia.”

Tres años pasó la tía Eugenia encerrada en esa misma casa sin dar señales de vida. Hasta que, hace seis meses, con la muerte de su segundo esposo, la inexorabilidad de los trámites del caso la obligó a estar en la calle nuevamente. Apenas pude reconocer en la profundidad de esos ojos azules la belleza de esa mujer de rasgos nórdicos que alguna vez había conocido.

El tiempo, sin embargo, tiene la magia de restañar el alma de los fuertes, y fue así que lentamente pude observar cómo la sombría casa fue primero abriendo sus persianas, después dejando pasar el aire fresco por las ventanas, luego mudando de colores las cortinas, y por último amaneciendo una mañana pintada a nuevo después de un fin de semana primaveral.

El tercer lunes de septiembre la vi por la calle por primera vez en mucho tiempo. Me saludó a la distancia, casi con una disculpa; y siguió caminando, con un pequeño bolsito deportivo colgado de su brazo izquierdo. Casi dos meses después me di cuenta de que una agradable rutina se repetía en ella: los lunes, miércoles y viernes antes del mediodía, tía Eugenia salía con su bolsito y caminaba despacio las catorce cuadras que había desde su casa hasta el club Excelsius. Allí, según después me confiaron los encargados de la piscina, había comenzado a integrarse a un equipo de nadadores de manera cada vez más activa, hasta transformarse en una animadora exquisita del grupo de “jóvenes viejos” que se reunían, con la excusa de su salud, a estar juntos de vez en cuando.

Vos dirás que mi curiosidad era obsesiva. Tal vez. Pero no es menos cierto que necesitaba bajar algunos kilos. Comencé por entonces a frecuentar el mismo gimnasio; en un área lejana a la pileta, por supuesto. Aunque fue casi inevitable que un día me olvidara de su horario de salida y me encontrara con ella en la puerta del vestuario. Inútil fue inventar casualidades. Bajo esa máscara de piel desconocida, Eugenia conservaba la rapidez mental de siempre. Fue entonces que me llevó caminando despacio hasta su casa, abrió la puerta sin apuro y me invitó a entrar. Creo que la memoria infantil me dio un salto: los aromas, los colores y los ambientes que recordaba desde chico estaban presentes nuevamente en esta casa.

Fue esa tarde, té de por medio, cuando me contó toda la historia que ahora te relato. Claro, la parte que te conté hasta ahora. Porque la novedad era que Eugenia se había nuevamente enamorado. Sí, aunque sonara raro, y ciertamente lo era. Intentar otra vez; que sea posible, casi a los 80. Después de una muerte y dos desapariciones pocas mujeres hubieran querido agregar amor donde había tragedia. Pero ella sí.

Se llamaba Juan. Se habían conocido en el club. Primero fueron sonrisas devueltas con desgano, después miradas cómplices entre los andariveles, y hasta llegaron a disfrutar de pequeños roces deliciosos bajo el agua. Un día de calor infinito él se ofreció evitarle el bochorno de las cuadras caminando. Eugenia subió al auto – rojo – de Juan y como no tenía aire acondicionado; el auto, no?, a mitad de camino él le propuso un pequeño cambio:

 ¿ Un lugar más fresco? En mi casa tampoco tengo aire... no, la suya queda lejos...Ay... ¿le parece??

Sí. Le parecía. A los dos le parecía. Los cuerpos dijeron lo que los corazones presentían. Cuando se levantó el portón automático, la gente que acertaba a pasar por el lugar tuvo que mirar dos veces para confirmar que lo que veían era cierto.

Antes de despedirnos, de esto hace dos semanas, me contó su plan: algún día de diciembre festejarían su primer beso. Y él entraría por fin a su casa. Por tercera vez sería toda para un hombre. Por eso; esa tarde, antes de saludarme, me recordó dos veces:

 “Si ves un auto rojo en la puerta, seguí de largo, nene”

Ayer a la tarde, camino al gimnasio y con el verano en ciernes, sentí el impulso de regalarle flores. Pero, al doblar la esquina alcancé a ver, justo en frente de la puerta de su casa, al esperado auto rojo. Lejos de tocar el timbre, apreté el paso. Pero al llegar a la puerta, me animé a acercarme al auto, y a dejar el ramo en el limpiaparabrisas. Y una nota: “Que sean muy felices. Eduardo”. Y seguí silbando hasta el club, pensando que el amor siempre da chances.

Cuando salí del vestuario, tardé en entender lo que pasaba: dos policías de civil me preguntaron si yo era Eduardo; y sin dar explicaciones me metieron por la fuerza al patrullero. Con la sirena encendida y a toda velocidad recorrimos un camino que yo tenía de memoria conocido. Al dar vuelta a la esquina de la casa de tía Eugenia, el miedo me paralizó: la calle era un pandemonio de gente, de ambulancias y de patrulleros. Crucé esposado la cinta amarilla que cercaba la vereda de la casa y fui obligado a entrar en ella.

En el interior, ya no había colores ni esencias: en la cama de una plaza de su dormitorio yacía muerta la tía Eugenia, con la cara destrozada a golpes y una mueca de horror en sus ojos tan azules como abiertos. A su derecha, tendido sobre el piso con la cabeza despedazada de un balazo, había un hombre que tardé en reconocer como a Esteban Ramírez. A mis espaldas, un oficial esgrimía con ridiculez un ramito de jazmines, con una nota que decía “que sean muy felices”, y preguntaba “¿Es esta su letra?”

¿Te das cuenta entonces cómo fue? Todavía hoy no pude demostrarles que yo no entré; que yo no pude haber entrado. Porque ella, la tía Eugenia, me lo había dicho bien clarito: “si ves un auto rojo en la puerta, seguí de largo, nene”. Y una mujer enamorada tiene derecho a su intimidad. ¡Intimidad, si!. ¿Por qué no puede tener intimidad una mujer de casi 80 años?


Copyright, 2004

Texto agregado el 12-12-2008, y leído por 80 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
12-12-2008 Preciosa historia , bellamente narrada ...me encantó.... naiviv
12-12-2008 Me pareció excelente, te felicito!***** PENSAMIENTO6
 
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