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Día agotador el de ayer. Tanto trabajo. Llegué a puro dormir, no alcancé ni a tomar once ayer. Pero bueno. Hoy día me levante a eso de las siete de la mañana, partí a la oficina, en micro. Para variar esta se demoró mucho. Al llegar a la oficina, en el centro de Santiago, me recibió don José, el guardia, un tipo de verdad muy simpático. Subí por el ascensor, al piso 13, y entré a mi oficina. Trabajé digitando números como hasta las dos, cuando fui a almorzar en el negocio de la esquina, junto con Jimena, Carlos, y José Luís. Luego seguí trabajando de las tres hasta las ocho, lo que me da un aproximado de diez horas trabajando, tiempo suficiente para devolverme a casa. Me despido de todos mis empleados, como buen jefe, y me dirijo a casa. En esta saludo a mi esposa, Mariana, y a mi hija, Nicole, que de sorpresa estaba en casa. Tomamos once tranquilamente, conversamos su par de horas fumándonos un cigarro, y tomando un vino que me regalaron la semana pasada, y a eso de las once y media Nicole se fue a su casa, pues tenía que cuidar a su hijo. Mariana se quedó limpiando, y ordenando las cosas, y yo me fui a la cama. En esta seguí leyendo el libro que empecé anteayer, mientras esperaba que Mariana terminara de ordenar. Al final terminé durmiendo a las doce de la noche.
Desperté a las doce en punto del día. Ya llevó una semana en Beijing, y dos trabajando en mi plan. Como todos hablan chino en estos lugares, puedo hablar de esto con George y Michael con toda libertad, pero siempre con cuidado, pues no falta el chino que hable inglés. Apenas nos, despertamos nos juntamos en un negocio de té que estaba en una esquina, de un nombre muy extraño… en chino. A la una con treinta minutos, nos dirigimos al centro de la ciudad, donde nos enteramos que estaría escondido Tao-Te-King. Si lográbamos robarlo haríamos la más grande estafa de la historia. Según nuestros cálculos, y nuestros estudios, el Tao-Te-King estaba bajo un edificio de gran seguridad. Sacamos por conclusión que los chinos pensaban que toda la seguridad se debía a que era un banco de gran prestigio, pero era obvio que se debía al libro. Nos devolvimos a la tienda de café como a las dos y cuarenta y cinco minutos. Allí decidimos que al día siguiente nos quedaríamos todo el día observando al banco, para analizar cambio de mando, y cosas de ese tipo. Entonces George y Michael se dirigieron cada uno a su departamento, y yo me fui al mío. Allí me dediqué a buscar más información del Tao-Te-King, donde supe que se trataba del gran libro del taoísmo, atribuido al filósofo chino Lao-Tsé. Me mantuve así hasta las seis y treinta minutos, y me dormí a las siete en punto.
Volví a despertar a las siete de la mañana, pero ahora desperté más cansado que de costumbre. Tomé desayuno con Mariana, y me fui al trabajo. En este me costó concentrarme. No sé que tenía, pero estaba muy desconcentrado. Tenía mi mente como en otro lado. Cuando nos tocó el almuerzo, Jimena me dijo que tenía la mente en la luna, y Carlos me dijo que la tenía en la China. Seguí trabajando digitando números en mi computadora, pero ahora me fui de la oficina más temprano, pues de verdad me sentía cansado. Llegué a mi casa a las siete de la tarde, tomamos once, y Mariana me recomendó que me fuera a acostar. Me fui a acostar, pero no me dormí al tiro. Seguí leyendo el libro durante un par de horas, y me dormí a las diez de la noche.
Colocamos las alarmas a las diez en punto de la mañana. Nos dirigimos directamente al banco. Allí. George se fue a estudiar el lugar, ver por donde podríamos entrar, y salir. Michael se fue a estudiar el lugar por dentro, ver pasillos, puertas, y ese tipo de cosas, además de ver los cambios de mando que se producían dentro del museo. A mí me toco ver lo mismo, pero desde afuera, medir distancias, tiempos, y esas cosas. Así formulamos nuestro plan. Todo saldría perfecto, y nada podría fallar. El Tao-Te-King será nuestro. A las seis y veinte minutos nos dirigimos cada quién a su departamento. Llegamos rápido, así que a las seis y cincuenta minutos, yo ya estaba dormido.
Diez para las siete yo ya estaba despierto. No se por qué, pero parece que dormí demasiado bien, y desperté un poco antes. Me pasé los diez minutos dándome vueltas, y cuando sonó la alarma, me levanté, y me bañé. Luego tomé desayuno algo desconcertado, y le conté a Mariana que me había despertado un poco antes de que sonara la alarma. “Esas cosas suelen pasar” me dijo. Pero no sé. Me fui a la oficina, y seguí con mi trabajo de digitar números. Entonces se me acercó José Luís, a eso de las tres – la hora se me pasó volando – y me dijo que ya era hora. Yo me intrigué, y luego recordé que habíamos quedado en que él, Jimena, y Carlos me acompañarían a comprarle un regalo a Mariana, que estaría de cumpleaños al día siguiente. Terminé unos últimos dígitos en el computador, y partimos al mall de Vespucio. Pasamos por tiendas de ropa, perfumes, zapatos, ropa interior, gorros, chocolates, de todo. Al final le compré una blusa y un pantalón, que según Jimena se le vería bastante bien, y que además combinaban muy bien con su personalidad. Estuve de acuerdo con lo de la personalidad, pero en el tema de la combinación yo no sé mucho. Entonces regresamos a la oficina. El regalo para Mariana decidí dejarlo en la oficina, para no llegar con él a casa. A eso de las ocho me fui a casa. Cuando llegué, vi a Mariana algo decaída. Claro, cuarenta y siete años no los cumples todos los días, pero al mismo tiempo hay mujeres que no se sienten felices por ello, sino viejas. Mi madre nunca se molestó por la edad, y creo que voy a tener que ayudar a Mariana para que tampoco se sienta mal. Nos acostamos a las nueve de la noche, sin preocuparme por el día siguiente, pues era sábado (por ello tuve que inventar una reunión para ir a buscar el regalo), y nos dormimos al tiro.
Me desperté a las nueve en punto de la mañana. Habíamos quedado de juntarnos frente al banco a las siete en punto de la tarde. Todo estaba perfectamente planeado como para que las cosas salieran bien. Durante el día preferí hacer una vida normal, por lo cual desayuné a las diez y treinta minutos, con el servicio a la habitación. Un cuarto para las tres de la tarde me volvió a dar hambre, y almorcé en un restaurante. No comí algo muy especial, solo fue un poco de arroz y carne. Luego me entretuve haciendo un paseo por Beijing, y a una hora justificable me dirigí al centro de la cuidad para juntarme con los demás. Siete y diez minutos, exactamente, George y Michael ya estaban en el lugar. Listos con herramientas, armas, y todo lo necesario, nos dirigimos discretamente a un callejón, a un costado del banco. A las siete y quince minutos, los guardias que están e el techo, y los que están en una de las puertas que dan a la bodega, se cambiarían de mando, y ese sería nuestro pase para entrar por el techo. Supimos que no ocupan las escaleras de servicio, así que a las siete con trece minutos comenzamos a subir, lenta y sigilosamente, por la escalera para incendios. Llegamos a las siete con dieciséis minutos, y los guardias aún no llegaban. Rápidamente, nos dirigimos a las escaleras de servicio, que nos llevarían hasta el primer subterráneo. Contábamos con exactamente ocho minutos para llegar al primer subterráneo, pues durante el tiempo en que los guardias se intercambiaban en mando, las escaleras permanecían cerradas. Por ello, amarramos cuerdas en el techo, y bajamos deslizándonos por estas.
A las siete con veinticuatro minutos ya estábamos en el primer subterráneo. Esperamos durante un minuto, y entonces un guardia abrió la puerta que daba la escalera. Michael le disparó en seguida, con un arma con silenciador. Corrimos rápidamente a una escalera que se encontraba escondidamente al fondo del subterráneo. La abrimos, y bajamos aproximadamente cincuenta escalones, lo que nos da por lo menos cuatro pisos más abajo. Allí nos encontramos con otra puerta, una automática de metal, parecida a la de los ascensores. Por lo investigado, sabíamos que esa puerta se abre cada treinta minutos, para que entrara o saliera “personal autorizado”. George se quedó mirando escalera arriba, por si venia alguien, pues ya nos daban las siete y treinta minutos. Exactamente a las siete con veintiocho minutos, unos sujetos venían bajando la escalera, eran por lo menos cinco sujetos. Entre los tres nos deshicimos de ellos, y dos minutos después la puerta se abrió. Dentro había por lo menos diez chinos cuidando el largo pasillo que había detrás de la puerta, por lo cual, George, Michael, y yo, sacamos las metralletas, y comenzamos a disparar. Cuando ya acabamos, comenzamos a avanzar por el largo pasillo. Desde aquí el camino se nos hacía desconocido, pues no sabíamos la cantidad de guardias, ni de puertas, ni de nada. Corrimos a toda velocidad, disparando a guardias, esquivando guardias, hasta llegar a una puerta. Una sola puerta. Aunque no lo crean, ya eran las siete con cuarenta y ocho minutos cuando llegamos a esa solitaria puerta. Miramos para atrás, y la puerta por la cual entramos ya no se veía. Nos volvimos a la puerta, y tenía una palabras en chino, por lo cual, para abrir esa puerta, comenzamos a disparar a la cerradura. No funcionó. Pateamos, golpeamos, hicimos de todo para que esa puerta se abriera. A las siete con cincuenta y cinco minutos, George se dio cuenta de que la puerta se abría con huella digital. Entonces mandé a Michael a traer a uno de los guardias que yacían muertos a lo largo del pasillo. A las ocho con diez minutos llegó con uno. “¿Por qué la demora?” le dije, y me respondió que la mayoría tenía los dedos manchados. Colocamos el pulgar del guardia en el identificador, y la puerta se abrió, dándonos paso a otra escalera, mucho más larga que la anterior, y era toda de piedra. En quince minutos bajamos aproximadamente siete pisos. Al final de la escalera le seguía otro pasillo, también de piedra, e iluminado con antorchas. Eran la ocho con veinticinco minutos, y comenzamos a avanzar por el pasillo. Lentamente. Nos sorprendió que no hubiera guardias. Avanzábamos y avanzábamos, y mientras más avanzábamos, más mareado me sentía. Quizá era por que estábamos a muchos metros de profundidad. Doblamos muchas veces. El tiempo avanzaba. Ya eran las ocho con cuarenta y cuatro minutos, y a lo lejos divisamos una puerta. Comenzamos a aumentar la velocidad, y a caminar más, y más, y más rápido. A las ocho con cincuenta minutos ya estábamos frente a la puerta.
Nuevamente tuvimos que ingeniarnos para abrir esta puerta, pues tenía un candado computarizado, que se abría con clave. Quién lo hubiese sabido. De las ocho con cincuenta minutos en adelante estuvimos averiguando la clave, y exactamente a las nueve con cinco minutos sufrí un desmayo. Desperté de rodillas, mirando un piso alfombrado, y frente a mí había una cocina. Estaba sirviendo desayuno.
Yo me desperté cinco minutos para las nueve, Mariana estaba durmiendo tranquilamente, como un angelito. Entonces me puse las pantuflas, y me dirigí a la cocina para servirle desayuno. Camine con paso tranquilo, y lento, para no despertar a Mariana. Cuando llegué a la cocina, comencé a servir el desayuno. Pan tostado, huevo revuelto, jamón, queso, un pastel, jugo de naranja, café sin azúcar, unas cucharas. Entonces me comencé a sentir mareado. Caí, desmayado. Una suave brisa me llegaba a la cara, y abrí los ojos. Dos tipos me miraban asustados, y uno de ellos me tiraba aire. Hablaban en inglés. “The door is open, Jack” me decía el que me tiraba aire. “George was open the door, and the book is inside” me decía, pero yo jamás entendí el inglés. Por ello solo les respondí con lo primero que se me vino a la mente: “oh, yes, yes, of course”. Lentamente me incorporé. No tenía mi reloj, ni mi equipo. Como estaba en una cocina, busqué rápidamente un reloj. Por suerte había uno sobre la puerta. Eran las nueve y seis minutos. Entonces entró una señora, anciana, con cara de asustada. Me miró, y me dijo: “¿qué sucedió?”. Hablaba en español. “Who are you? What is this place?” le pregunté. Me miró extrañada, y me preguntó que desde cuando yo hablaba inglés.
No supe que era lo que le pasaba a Jack. Quizá se sentía mal por la profundidad. Miré a George extrañado, y le pedí que me ayudara a levantar a Jack. Nos dirigimos a la habitación que había detrás de la puerta, donde yacía, sobre una superficie, el Tao-Te-King. “Take it!” le dije a Jack, que se veía asustado, y perdido. Fui y lo tomé. El tipo con cara de gringo me miraba como enojado, por lo que di por entendido que debía tomar en libro que estaba en la habitación. Cuando extendí las manos me di cuanta de que no eran las mías. No se como llegué a estar de mi casa en Santiago, a estar en una especie de caverna, con dos gringos, tomando un libro en chino.
Me miraba entre enojado y asustado, o perdido. Supe entonces que ese no era mi marido. No era que me quisiera jugar una broma por mi cumpleaños, pero noté de inmediato que no era mi marido. No se como, quizá por su expresión, o su forma de hablar, y no era solo por que hablara en inglés, sino por que no era su voz. Por suerte yo si sabía inglés, esa era una de las cosas que a mi Roberto jamás le gustó. Me dirigía a él, y le dije, en inglés, que se tranquilizara. Me preguntó que de donde era, y como había llegado al cuerpo de su marido. Le mentí diciendo que era un empresario estadounidense, que de un segundo a otro pasé de estar cobrando un cheque en China a estar allí. Le dije que se encontraba en Chile, en Santiago, y que no se preocupara.
Entonces sonó la alarma. Me di cuenta de que estábamos haciendo un gran robo, y yo, es decir Jack, quizá formaba parte importante del grupo. Los gringos se asustaron, y obviamente yo también. Solo quería salir de allí, estar con mi mujer celebrando su cumpleaños. Uno de los gringos me dijo que nos tocaba correr, o algo así. Se notaba que algo extraño le pasaba a Jack. El estaba como aturdido, y no entendía bien lo que le decíamos con Mike. Por eso lo agarré del brazo, y partimos. Yo iba a la cabecera, George me seguía, y detrás venía Jack. Luego nos dimos cuenta que detrás de Jack venía un gran grupo de guardias y soldados, disparándonos.
La señora me miró asustada, pues me empecé a sentir mal, otra vez. Lo tomé y lo acosté, por que el pobre no paraba de quejarse. Esperé que, estuviese donde estuviese, mi Roberto estuviese bien. Esperé que mi mujer estuviera bien. Tomé un arma que tenía en un bolsillo, y comencé a disparar a los chinos que venían disparándonos. Entonces los gringos me imitaron. El pobre yacía acostado en el piso de la cocina, y no paraba de quejarse, y maldecir en inglés. La señora trataba de tranquilizarme, pero el dolor era increíble. Entonces vi que Jack recibía un disparo por la espalda. Caí al suelo por la bala, y solté el libro. Los gringos se dirigieron a mí, para ayudarme, y cerré los ojos fuertemente por el dolor. Cerré los ojos fuertemente por el dolor, mientras escuchaba a la señora tranquilizarme, pero el dolor en el pecho era terrible.
Ese fue un día triste, y no por que no nos resultó el plan, sino por que Jack murió en el piso del pasillo que llevaba al Tao-Te-King. Los chino nos llevaron presos, a mí y a Mike, y después de unos años, nos regresaron a los Estados Unidos, donde quedamos presos de por vida. Nunca más supimos de Jack. Nunca más.
Murió por un paro cardiaco. Después de que dejó de quejarse, y quedó inconciente, esperé por lo menos dos horas a que mi Roberto abriera los ojos, y me dijera que tuvo un sueño terrible, en el que se veía dentro de un limbo. Pero jamás sucedió eso. Ese fue el cumpleaños más triste de mi vida. Llamé a todos los invitados a que no vinieran, y que después lo explicaría todo. Al día siguiente llegaron algunos familiares y amigos, a quienes les conté lo sucedido, pero sin decir que mi Roberto pasó sus últimos minutos fuera de su cuerpo. El lunes, día de la incineración del cuerpo, Carlos, el compañero de mi Roberto llegó con el regalo que él me tenía para mi cumpleaños. Una blusa, y un pantalón.

Texto agregado el 18-12-2008, y leído por 107 visitantes. (0 votos)


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