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La lluvia Londinense crepitaba sobre el techo blanco del buick Electra 1960, mientras ella intentaba en vano encenderlo. Por sobre los sonidos agónicos y ahogados del motor podía percibir la suave llovizna golpeando el empedrado húmedo aquella mañana de invierno. Sentada en el asiento entonces con el vapor de su boca empañando el parabrisas y las puntas de los dedos rojas de frío, se entregó por completo al deseo casi avasallante de caminar con la cabeza desnuda bajo la lluvia, como hacía junto a sus hermanos hace muchísimos años atrás en una América de fragante tierra húmeda y flores tardías.

Se deslizó fuera del auto envuelta en el gabán de piel de reno que había pertenecido a su padre, elemento que la torturaba cuando era pequeña al pensar que los hombres, cual guerreros de antaño vestían la piel de sus víctimas sobre sus cuerpos a modo de trofeos. Muchos años después la atormentaba la idea de haber odiado a su padre en sueños por aquel abrigo maldito que ahora usaba, casi por obligación, casi por castigo, como para perdonarse a sí misma el haber tenido el atrevimiento de llamarlo asesino.

Caminó entonces mirando hacia arriba con el ceño fruncido, tratando de medir donde comenzaba la niebla y su espesor, tratando de dilucidar el misterio tras ese velo medio gris y medio rosa, que se quedaba persistentemente sobre las terrazas de los edificios, y que ni la lluvia más tenaz ni el viento más furioso podían desmembrar.

La llovizna se convirtió en lluvia. Más tenaz, más dura y más fría. Cayó sobre ella y sobre todo sin aviso, remeciendo los paraguas, haciendo volar las hojas de periódicos que se habían quedado olvidadas en el suelo, clavando el empedrado un poco más a la tierra con la fuerza de su peso. Tapó los oídos de la gente con su rumor creciente y milenario, al punto de que todos flotaban alrededor de sí mismos, con la extraña sensación de hallarse sumergidos.

Ella se quedó parada allí en la vereda inundada un instante, con la lluvia golpeando sin misericordia sus mejillas sonrosadas por el frío, con los ojos cerrados y el agua deslizándose por sus pestañas, dibujando negros ríos de maquillaje, cascadas eternas que sucumbían en su cuello. Se quedó allí inmóvil, oyendo a la gente huir envuelta en aleteos de pájaros aterrados, mientras la neblina terca y persistente les tapaba los ojos como parte de un juego, un juego en el que resbalas una y otra vez sin poder volver a levantarte. Abrió los ojos y echó a correr sorda de lluvia, mientras dibujaba con las manos extendidas lo que creía era la escalera del metro.

Bastó un mal paso entonces, un momento de ceguera en el juego de la niebla, para que tropezara y casi cayera de bruces, con los ojos apretados y la mandíbula cuadrada de miedo. Pero algo la detuvo antes de golpear el suelo, una blanca mano de mujer fría y casi verdosa en su palidez, una mano exactamente igual a la suya...

Se levantó entonces despacio, para encontrar los ojos de la mujer y agradecer en su perfecto inglés, que de tanto ensayarse comenzaba a sonar extrañamente natural. Pero no pudo decir absolutamente nada. Allí enfrente suyo, una pálida mujer de cabellos de cobre la miraba con ojos cristalinos, con ojos como los suyos. Advirtió entonces la dolorosa similitud, la expresión reflejada como en el más perfecto de los espejos, la cabeza de ella que se sacudía negando, copiando sus gestos, sus labios sus dientes, sus arrugas y cicatrices. Su propio rostro, en el rostro de otra mujer.

Se dejó caer hacia atrás enmudecida, sobre las escaleras húmedas y notó al pequeño niño rubio que las miraba a las dos sin poder comprender, con los ojos verdes abiertos, como lagos remecidos por el viento.
No pudo soportar la mirada del niño ni la mirada de ese clon suyo, parado a centímetros de ella en la escalera del metro y presa de un deseo más grande que el pánico estiró su mano verdosa y tocó el rostro de la mujer, que también era el suyo.
Instantáneamente entonces, los ojos de ella palidecieron, se tornaron opacos y fríos, inertes. Dejó de hablar y pestañear e incluso se apagó el rumor de su respiración. Su piel antes blanca y tersa se tornó gredosa y brillante como la loza y su cabello naranjo se erizó como las mechas de una escoba. El niño comenzó a agitarse, a tratar de desprenderse de esa mano de piedra que atenazaba la suya, se agitó tanto que terminó por derrumbar el muñeco de yeso en el que su madre se había convertido, y este se precipitó hacia atrás, en completo silencio, describiendo círculos y vueltas en el aire mientras la otra, se quedó allí, parada junto al niño que lloraba,envuelta en el viejo y empapado gabán de reno, maravillada por el silencio de la caída, silencio que se rompió con estruendo de vidrio contra el suelo, allí en las escalas del metro.
El niño sollozó un instante, hasta que luego se calló por completo. Se volvió hacia ella y escondió el rostro mojado en su cadera....
“¿Mamá?” murmuró mientras la abrazaba.

Como por arte de magia entonces dejó de llover.



Texto agregado el 11-05-2004, y leído por 777 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
14-05-2004 Me recordó el personaje feminino de la pelicula el quinto elemento...la historia me pareció alucinante, una gran ventana al futuro de donde, al parecer, también vienes tú....cariños Mario suburbano
13-05-2004 EN FIN ....................SI NO TE ELIGEN ESTE CUENTO ES PORQUE NO TIENEN IDEA , LA CAGO EN FIN ES NATURAL EN TI BESOS DANIEL_IVAN_PEREIRA_PA ILLALEF
12-05-2004 La cagó!!! ... en serio la cagó!. Xanta una scene, xanta una atmosfera... xanta un paisaje... XANTA UN CUENTO!!!... AHRRRgghh!!!!... ILU!... Stars & stuffs... ayackiro
 
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